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domingo, 22 de septiembre de 2019

SODOMA ( PODER Y ESCÁNDALO EN EL VATICANO) Epílogo


EPÍLOGO

«No me gustan las mujeres. Hay que reinventar el amor.» Esas frases emblemáticas, esas expresiones célebres en forma de manifiesto del joven poeta de Una temporada en el infierno, impregnadas de pulsiones crísticas y homosexuales entremezcladas, pueden servirnos de guía para este epílogo. La reinvención del amor es la revelación más sorprendente de este libro, también la más hermosa y optimista, y con ella me gustaría concluir este largo trabajo de investigación.

En el corazón mismo de la Iglesia, en un mundo muy reprimido, los sacerdotes viven sus pasiones amorosas y, al hacerlo, están renovando el género e imaginando nuevas familias.

Es un secreto más oculto aún que la homosexualidad de una gran parte del colegio cardenalicio y del clero. Más allá de las mentiras y de la hipocresía generalizadas, el Vaticano también es un lugar donde se llevan a cabo experimentos sorprendentes: donde se construyen nuevas formas de vida en pareja, se experimentan nuevas relaciones afectivas, se inventan nuevos estilos de vida gay; se explora la creación de la futura familia, se prepara la jubilación de los viejos homosexuales.

Al final de esta investigación, se dibujan cinco perfiles principales de sacerdotes, que coinciden en esencia con nuestros personajes: la «virgen loca», el «esposo infernal», el modelo «de la loca por amor»; el «Don Juan pipé» y, finalmente, el modelo «La Montgolfiera». En este libro, hemos conocido esos arquetipos, los hemos adorado u odiado.

El modelo «virgen loca», mezcla de ascetismo y de sublimación, es el de Jacques Maritain, François Mauriac, Jean Guitton y quizá también el de algunos papas recientes. Homófilos «contrariados», eligieron la religión para no ceder a la carne; y la sotana para escapar de sus inclinaciones. La «amistad amorosa» es su impulso natural. Cabe pensar que apenas han sido practicantes, aunque hoy sabemos que François Mauriac tuvo relaciones íntimas con otros hombres.

El modelo del «esposo infernal» es más práctico: el sacerdote closeted o questioning es consciente de su homosexualidad, pero teme vivirla; oscila siempre entre el pecado y el arrepentimiento, en medio de una gran confusión de sentimientos. A veces, las amistades especiales derivan en actos, lo que se traduce en profundas crisis de conciencia. Este modelo del «malviviente», que nunca «se sosiega», es el de muchos cardenales de los que hemos hablado en este libro. En estos dos primeros modelos, la homosexualidad puede ser una práctica, pero no es una identidad. Los sacerdotes de este modelo no se aceptan ni se reconocen como gais; incluso tienden a mostrarse homófobos.

En cambio, el modelo de la «loca por amor» es uno de los más frecuentes y, a diferencia de los anteriores, constituye una identidad. Si bien es característico, por ejemplo, del escritor Julien Green, lo comparten muchos cardenales e innumerables sacerdotes de la curia que he conocido. Esos prelados, si pueden, apuestan más bien por la monogamia, a menudo idealizada, con las gratificaciones que proporciona el hecho de ser fiel al otro. Construyen sus relaciones sobre la base de la duración y de la doble vida, en un «perpetuo equilibrio entre los chicos cuya belleza les condena y Dios, cuya bondad les absuelve». Son híbridos: archisacerdotes y a la vez archigáis.

El modelo «Don Juan pipé» es el del que va tras los hombres: «cortesanos», como se decía en otro tiempo de ciertas mujeres. Algunos cardenales y obispos de los que hemos hablado son ejemplos perfectos de esta categoría: no se reprimen, ligan sin complejos, con la famosa lista «Mil y tres» del cortesano empedernido, según los cánones. Y a veces lo hacen fuera de los caminos trillados. («Virgen loca», «Esposo infernal», «Loca por amor» son expresiones procedentes del Poeta, y la cuarta, «Don Juan pipé» pertenece a un poema de su amante. Algunas están inspiradas en los Evangelios.)

Por último, el modelo «La Montgolfiera» es el de la perversión o de las redes de prostitución: es, por antonomasia, el del mal cardenal La Montgolfiera, pero también de los cardenales Alfonso Pérez Trujillo, Platinette, y de otros muchos cardenales y obispos de la curia. (Dejo al margen los escasos porcentajes de cardenales realmente asexuados y castos, los heterosexuales que tienen relaciones según alguno de los modelos anteriores, pero conuna mujer —igualmente numerosos, pero que no son el tema de este libro— y, por último, la categoría de depredadores sexuales, como el padre Marcial Maciel, que escapan a cualquier clasificación objetiva.)

Como vemos, los perfiles sexuales varían enormemente en el seno de la Iglesia católica, aunque la gran mayoría de los prelados del Vaticano y de los personajes de este libro encajan en alguno de estos grupos. Observo dos constantes: por una parte, la mayoría de esos sacerdotes no viven el «amor ordinario»; su vida sexual puede ser reprimida o exagerada, encubierta o disoluta, y en ocasiones todo a la vez, pero raramente es banal. Por otra parte, se mantiene cierta fluidez: las categorías no son tan herméticas como las describo, sino que representan todo un espectro, un continuum, y muchos sacerdotes, de género fluido, evolucionan de un grupo a otro a lo largo de su vida, entre dos mundos, como en el limbo. No obstante, hay varias categorías que no aparecen en el Vaticano, o muy raramente: los verdaderos transexuales prácticamente no existen y los bisexuales parece que están subrepresentados. En el mundo LGTB del Vaticano, apenas hay T ni B, solamente L y una multitud inmensa de G. (En este libro no he hablado de lesbianismo, porque no se puede realizar una investigación en un mundo tan discreto en el que no se puede probablemente acceder fácilmente si no eres de sexo femenino; no obstante, yo supongo, a partir de muchos testimonios, que la vida religiosa femenina en Gomorra está dominada por el prisma del lesbianismo, como la vida del clero masculino lo está por la cuestión gay.)

Aunque la homosexualidad es la regla y la heterosexualidad la excepción en el sacerdocio católico, esto no significa que esté asumida como una identidad colectiva. Aunque es la norma «por defecto», aparece como una «práctica» muy individualizada y hasta tal punto disimulada y closeted que no se traduce ni en un modo de vida ni en una cultura. Los homosexuales del Vaticano y del clero son muy numerosos, pero no constituyen una comunidad y, por tanto, menos aún un lobby. No son, propiamente hablando, «gais» en el sentido de una homosexualidad asumida, vivida colectivamente. Sin embargo, tienen códigos y referencias comunes. Los de Sodoma.



En el transcurso de mi investigación, he descubierto en el seno del clero relaciones amorosas auténticas que, según las edades y las circunstancias, pueden adoptar la forma de un amor paternal, filial o fraternal, y esos amores de amistad me han reconfortado. ¿Historias de viejos solterones? ¿De célibes empedernidos? Muchos viven su homosexualidad con obstinación, y la practican con asiduidad, según el hermoso modelo descrito por Verlaine, el amante del Poeta: «La novela de vivir dos hombres / mejor que esposos modelo».

Es un hecho: las imposiciones de la Iglesia forzaron a esos sacerdotes a imaginar ingeniosos rodeos para poder vivir hermosos amores, como los autores del teatro clásico que conseguían la perfección literaria pese a estar obligados a respetar en sus tragedias la regla tan coactiva de las tres unidades: tiempo, lugar y acción.

Vivir el amor bajo las restricciones del Vaticano: algunos lo consiguen a base de inventar unos montajes increíbles. Pienso en un célebre cardenal, uno de los de más alto rango de la santa sede, que vive con un hombre. Cuando le entrevisté en su magnífico apartamento del Vaticano, y mientras nos demorábamos en la soleada terraza, llegó el compañero del cardenal. ¿Habíamos prolongado demasiado la conversación o el amigo había regresado antes de tiempo? En cualquier caso, percibí perfectamente el embarazo del cardenal, queconsultó su reloj y rápidamente puso fin a nuestra conversación, aparentando una prisa que no había demostrado durante las horas que había pasado escuchándose a sí mismo e intentando engatusarnos. Al acompañarnos, a Daniele y a mí, hasta la puerta de su ático, se vio obligado a presentarnos a su compañero con una explicación muy rebuscada:

—Es el marido de mi hermana fallecida —farfulló el anciano cardenal, que sin duda creyó que yo me tragaría su mentira.

Ya me habían avisado. En el Vaticano, todo el mundo conoce el secreto del santo hombre. Los guardias suizos me hablaron de su dulce compañero; los sacerdotes de la Secretaría de Estado ironizaron sobre la duración inusual en él de esa relación. Me fui y los dejé tranquilos, divertido por la falsa distancia que los dos amigos se esforzaban por aparentar delante de mí, e imaginándolos a punto de empezar a comer, mano a mano, de sacar de la nevera un plato preparado por su cocinera, de mirar la televisión en zapatillas y acariciar a su perrito, llamado tal vez Perro: una pareja burguesa (casi) como cualquier otra.

Encontramos este tipo de relación innovadora con una variante en otro cardenal emérito, que también vive con su asistente, cosa que presenta algunas ventajas añadidas. Los amantes pueden pasar muchos momentos juntos sin despertar demasiadas sospechas; también pueden viajar e irse de vacaciones como una pareja de enamorados, porque tienen una coartada perfecta. Nadie criticará esta proximidad, basada en una relación laboral. A veces, los asistentes viven en el domicilio de los cardenales, cosa aún más práctica. Nadie se sorprende. Los guardias suizos me confirmaron que han de hacer la vista gorda ante «cualquier relación» de los cardenales. Desde hace mucho tiempo, tienen asumida la regla del Don’t Ask, Don’t Tell, que sigue siendo el mantra número uno del Vaticano.

Acostarse con el secretario privado es un modelo omnipresente en la historia del Vaticano. Es un gran clásico de la santa sede: los amantes-secretarios son tan numerosos, la tendencia está tan arraigada que hasta podríamos convertirla en una nueva regla sociológica, la decimotercera de Sodoma:

No busquéis quiénes son los compañeros de los cardenales y de los obispos; preguntad a sus secretarios, a sus asistentes o a sus protegidos, y por su reacción conoceréis la verdad.

¿Acaso no afirmaba Nietzsche que «el matrimonio [ha de ser] considerado como una larga conversación»? Apareándose con un asistente, los prelados acaban construyendo relaciones duraderas, cuyos vínculos son tanto el trabajo como los sentimientos. Eso puede explicar su larga duración, ya que también son relaciones de poder. Muchos cardenales deben su éxito sexual a su posición: han sabido alimentar y alentar la ambición de sus favoritos.

Esos «arreglos» son vulnerables. Convertir al asistente en amante es como, para una pareja heterosexual, tener un hijo para salvar el matrimonio. ¿Qué ocurre en caso de ruptura, de celos o de engaño? El coste de la separación es mucho mayor que el de una pareja «normal». Romper con el asistente es arriesgarse a situaciones embarazosas: rumores, traiciones, a veces chantaje. Por no hablar de la «transfiliación», por decirlo utilizando una imagen religiosa: un asistente cercano a un cardenal puede pasar al servicio de otro cardenal, traspaso que a menudo provoca celos y a veces hasta situaciones violentas. Muchosescándalos y líos del Vaticano se explican por estas rupturas amorosas entre una eminencia y su protegido.

Existe una variante de ese modelo, creada por un cardenal que antes solía recurrir a prostitutos y ahora parece estar más calmado. Ha encontrado la solución: hace que en cada salida, en cada desplazamiento, por breve que sea, le acompañe su amante, ¡al que presenta como su guardaespaldas! (Anécdota que me confirman dos prelados, así como el anciano sacerdote Francesco Lepore.) ¡Un cardenal con un bodyguard! En el Vaticano a todo el mundo le hace gracia esta extravagancia. Por no hablar de los celos que esta relación suscita, ya que al parecer el compañero en cuestión es «una bomba».



Muchos cardenales y sacerdotes del Vaticano han inventado su propio Amoris Laetitia, una nueva forma de amor entre hombres. Ya no es el coming out, confesión sacrílega en tierra papal, sino el coming home, que consiste en llevarse al amante al domicilio. Esto se sabe, pero no se dice. Se trata de la esencia misma de la nueva novia de los gais de todo el mundo. ¿Acaso los sacerdotes habrían anticipado las nuevas formas de vida LGTB? ¿Estarían inventando lo que los sociólogos llaman ahora la fluidez afectiva o liquid love?

Un cardenal francés con el que trabé una relación de amistad estable vivió durante mucho tiempo con un sacerdote anglicano; un arzobispo italiano, con un escocés; un cardenal africano mantiene una relación a distancia con un jesuita del Boston College y otro con su boyfriend de Long Beach, en Estados Unidos.

¿Amor? ¿Bromance? ¿Boyfriend? ¿Significant other? ¿Hookup? ¿Sugar daddy? ¿Friends with benefits? ¿Best Friend Forever? Todo es posible y al mismo tiempo prohibido. Uno se pierde entre tantas palabras, incluso en inglés; es difícil descifrar la naturaleza exacta de estas relaciones que renegocian constantemente las cláusulas del contrato amoroso, pero que indudablemente son o han sido «practicantes». Una lógica ya analizada por el escritor francés Marcel Proust, en cuanto a los amores homosexuales, y en ella me inspiro para la última regla de Sodoma, la decimocuarta de este libro:

A menudo nos equivocamos respecto a los amores de los sacerdotes y al número de personas con las que tienen relaciones, «porque equivocadamente interpretamos amistades como enredos, lo que es un error por adición», pero también porque cuesta imaginar amistades como enredos, que es otro tipo de error, en este caso por sustracción.

Otro modelo amoroso de la jerarquía católica son las «adopciones». Conozco una decena de casos en que un cardenal, un arzobispo o un sacerdote ha «adoptado» a su boyfriend. Así ocurrió, por ejemplo, con un cardenal francófono que adoptó a un inmigrante al que tenía un especial cariño, con gran asombro de la policía que descubrió, al interrogar al «sin papeles», ¡que el eclesiástico pretendía que legalizasen a su compañero!

Un cardenal hispano adoptó a su «amigo», que se convirtió en su hijo (y siguió siendo su amante). Otro cardenal anciano, al que visito, vive con su joven «hermano», y las hermanas que comparten su apartamento entienden perfectamente que es su novio, y se traicionan hablándome de él como de su «nuevo» hermano.

Un conocido sacerdote me explicó asimismo que «adoptó a un joven latinoamericano, huérfano, que vendía su cuerpo en las calles». «Cliente» al principio, la relación «pasó a sermuy pronto paternal, de común acuerdo, y ahora ya no es sexual», me dice el sacerdote. El joven es rebelde y esquivo, y su protector habla de él como de un hijo, lo que efectivamente es a ojos de la ley.

—Esta relación me humanizó —me dice el sacerdote.

El muchacho era un marginado, muy «inseguro»: esta relación ha seguido un proceso lleno de obstáculos, incluida la toxicomanía. Al final se consiguió la legalización tras mil trabas administrativas, que el sacerdote me describe en las numerosas entrevistas que hemos mantenido en su domicilio común. Le cuesta mucho ayudar a su joven amigo, le enseña su nueva lengua y le ayuda a conseguir una formación que le permita encontrar un trabajo. ¡Sueño insensato ese de querer ofrecer una vida mejor a un desconocido!

Afortunadamente, el exprostituto, que no posee nada más que la historia de su vida, está cambiando a mejor. En vez de un coming out, el sacerdote ofrece a su protegido un coming of age, un paso a la edad adulta. El sacerdote se lo toma con calma; no ejerce ninguna presión sobre su amigo, que ha hecho auténticas barbaridades, como amenazar con quemar su apartamento común. Sabe que nunca abandonará a su hijo, cuyo amor convertido en amistad es el producto no de los lazos de sangre, sino de una filiación electiva.

Esta relación generosa, creativa, está basada en el sacrificio y en un amor verdadero que suscitan admiración.

—Incluso a mi hermana le costó al principio creer que era una verdadera relación filial, en cambio sus hijas no han tenido ningún problema en aceptar a su nuevo primo —me cuenta el sacerdote.

También me comenta que ha aprendido mucho y ha cambiado mucho gracias al contacto con su amigo, y adivino en su mirada, en esos ojos tan bellos cuando me habla de su compañero, que esta relación ha dado a su vida de sacerdote un sentido que ya no tenía.



Esas amistades posgáis escapan a cualquier intento de clasificación. En cierto modo corresponden a lo que Michel Foucault preconizaba en su célebre texto «De la amistad como modo de vida». Y el filósofo homosexual se pregunta: «¿Cómo pueden dos varones estar y vivir juntos, compartir su tiempo, su comida, su dormitorio, su ocio, sus desgracias, sus experiencias, sus confidencias? ¿Qué significa estar entre hombres “a pelo”, ajenos a las relaciones institucionales, familiares y de camaradería impuesta?». Por sorprendente que pueda parecer, los sacerdotes y eclesiásticos están inventando esas nuevas familias, esas nuevas formas de amor posgay, esas nuevas formas de vida tal como se las imaginó el filósofo homosexual muerto a causa del sida hace más de treinta años.

Los sacerdotes, que por lo general se separan precozmente de sus padres, han de aprender a vivir entre hombres desde la adolescencia: se crean así una nueva «familia». Sin parientes y sin hijos, esas nuevas estructuras de solidaridad recompuestas son una mezcla inédita de amigos, de protegidos, de amantes, de colegas, de exlovers, a los que se añaden a veces una madre anciana o una hermana de paso; amores y amistades se mezclan de una manera no exenta de originalidad.

Un sacerdote al que conocí en una ciudad al borde del océano Atlántico me explicó su historia. Los católicos italianos le conocen bien porque fue el personaje anónimo de LaConfessione (reeditado con el título Io, prete gay), la historia de la vida de un homosexual en el Vaticano, publicada en 2000 por el periodista Marco Politi.

Ese sacerdote, que tiene hoy 74 años, quiso hablar de nuevo por primera vez después de La Confessione. Me conmovieron su sencillez, su fe, su generosidad y su amor a la vida. Cuando me explica su vida amorosa, o me habla de los hombres que ha amado, no solamente deseado, en ningún momento tengo la sensación de que su fe sea menor. Al contrario, me parece fiel a sus compromisos y, en cualquier caso, más sincero que muchos monsignori y cardenales romanos que predican la castidad de día y catequizan prostitutos de noche.

El sacerdote tuvo grandes amores y me habla de tres hombres que fueron especiales para él, especialmente Rodolfo, un arquitecto argentino.

—Rodolfo me cambió la vida —me dice simplemente el sacerdote.

Los dos hombres vivieron juntos cinco años en Roma, una época en que el sacerdote abandonó temporalmente su ministerio para no traicionar el voto de castidad, tras haber solicitado una especie de excedencia, aunque seguía trabajando diariamente en el Vaticano. La base real de la pareja no era tanto la sexualidad, como podría pensarse, sino la razón por la que estaban juntos. El diálogo intelectual y cultural, la generosidad y la ternura, la coincidencia de caracteres era tan importante como la dimensión física.

—Doy gracias a Dios por haber conocido a Rodolfo. Con él aprendí realmente lo que significa amar. Aprendí a prescindir de las grandes palabras que no van unidas a los hechos —me dijo el sacerdote.

Y también me confirma que vivió esa larga relación con discreción, no la ocultó: habló de ella a sus confesores y a su director espiritual. Optó por ser honesto, cosa rara en el Vaticano, y por rechazar los «amores mentirosos». Su carrera se resintió, por supuesto, pero esto le hizo mejor y más seguro de sí mismo.

Caminamos por el borde de un brazo de mar, sobre el Atlántico, y el sacerdote, que se ha cogido la tarde libre para enseñarme la ciudad donde vive, me habla continuamente de Rodolfo, ese gran amor, frágil, lejano, y me doy cuenta de hasta qué punto para el sacerdote esta relación es una especie de elección. Más tarde, me escribirá largas cartas para detallarme algunos aspectos que no tuvo tiempo de explicarme, para corregir alguna impresión, para añadir algún elemento. Tiene mucho miedo de que no le haya entendido bien.

Cuando Rodolfo muere en Roma, tras una larga enfermedad, el sacerdote acude a su funeral, y en el avión que le conduce hasta su examante le atormenta, y hasta paraliza, la idea de no saber si «debería», «podría» o «querría» concelebrar el oficio.

—Llegado el momento, el sacerdote que debía oficiar no se presentó —recuerda—. Era una señal del cielo. Como iba pasando el tiempo, me pidieron que le sustituyera. Y así fue como un breve texto que había garabateado durante el viaje que me conducía de nuevo junto a Rodolfo se convirtió en la homilía de sus funerales.

No voy a revelar el contenido del texto que el sacerdote me envió, porque es tan personal y tan conmovedor que forzosamente distorsionaríamos los secretos de esos bellos amores. Una intimidad durante largo tiempo indecible y, no obstante, revelada, y hasta proclamada abiertamente, ante todo el mundo, en el corazón mismo de esta iglesia de Roma en la misa funeral.

En el corazón mismo del Vaticano, dos parejas homosexuales legendarias siguen brillando en la memoria de quienes les conocieron, y me gustaría terminar este libro con ellos. Trabajaban ambas en Radio Vaticano, el medio de comunicación oficial de la santa sede y portavoz del papa.

—Bernard Decottignies era periodista en Radio Vaticano. Casi todos sus compañeros conocían su relación con Dominique Lomré, que era un pintor. Los dos eran belgas. Su relación era extraordinariamente estrecha. Bernard ayudaba a Dominique en todas sus exposiciones, siempre estaba allí para tranquilizarle, apoyarle, amarle. Su prioridad siempre era Dominique. Le había dedicado su vida —me cuenta en el transcurso de numerosas entrevistas Romilda Ferrauto, exjefa de redacción del programa francés de radio Vaticano.

El padre José María Pacheco, que también era amigo de la pareja y que fue durante mucho tiempo periodista en el programa de lengua portuguesa de Radio Vaticano, me confirma la belleza de esa relación, en una entrevista en Portugal.

—Recuerdo la serenidad de Bernard y su profesionalidad. Lo que todavía hoy me impresiona es la «normalidad» con la que vivía, día a día, su vida profesional y su relación afectiva con Dominique. Recuerdo a Bernard como una persona que vivía su condición homosexual, y su vida de pareja, sin preocupación ni actitud militante. No pretendía ni hacer público ni ocultar que era gay, sencillamente porque no había nada que ocultar. Era simple y, en cierto modo, «normal». Vivía su homosexualidad de manera apacible, pacífica, con la dignidad y la belleza de un amor estable.

En 2014, Dominique muere, al parecer, de una enfermedad respiratoria.

—A partir de entonces, Bernard ya no fue el mismo. Su vida ya no tenía sentido. Estuvo de baja por enfermedad y luego tuvo una depresión. Un día, vino a verme y me dijo: «Tú no lo entiendes: mi vida se detuvo con la muerte de Dominique» —me explica Romilda Ferrauto.

—A partir de la muerte de Dominique —confirma el padre José María Pacheco— sucedió algo irreversible. Por ejemplo, Bernard dejó de afeitarse y su larga barba era en cierto modo el signo de su angustia. Cuando le conocí, Bernard estaba destrozado, devorado internamente por el dolor.

En noviembre de 2015, Bernard se suicida, y el Vaticano se hunde de nuevo en el estupor y la tristeza.

—Estábamos todos aturdidos. Su amor era tan fuerte. Bernard se suicidó porque no podía vivir sin Dominique —agrega Ferrauto.

El periodista estadounidense Robert Carl Mickens, que también trabajó en Radio Vaticano durante mucho tiempo, recuerda asimismo la desaparición de Dominique:

—El padre Federico Lombardi, portavoz del papa, quiso oficiar personalmente el entierro de Bernard en la Iglesia de Santa Maria in Traspontina. Al final del oficio, vino a abrazarme porque yo estaba muy unido a Bernard. Esta relación amorosa tan intensa, homosexual, era conocida por todos y, por supuesto, por el padre Lombardi.

Romilda Ferrauto añade:

—Bernard intentaba en la medida de lo posible no ocultar su homosexualidad. En esto era honesto y valiente. La mayoría de las personas que lo sabían aceptaban su homosexualidad y, en la redacción francesa, conocíamos a su compañero.

Otra pareja de hombres, Henry McConnachie y Speer Brian Ogle, era también muy conocida en Radio Vaticano. Ambos trabajaban en el departamento inglés de la emisora. Cuando murieron de viejos, el Vaticano les rindió homenaje.

—Henry y Speer vivían juntos en Roma desde los años sesenta. Era una pareja muy colorful y no era realmente openly gay. Pertenecían a otra generación en la que primaba una cierta discreción. Digamos que eran unos gentlemen —me precisa Robert Carl Mickens, que fue amigo íntimo de Henry.

El cardenal Jean-Louis Tauran quiso oficiar el funeral de Henry McConnachie, al que conocía desde hacía tiempo, como conocía también su sexualidad.

—Casi todo el mundo estaba enterado de la homosexualidad de esas dos parejas y tenían muchos amigos en Radio Vaticano. Todavía hoy les recuerdan con una inmensa ternura —concluye Romilda Ferrauto.



El mundo que he descrito en este libro no es el mío. Yo no soy católico. Ni siquiera soy creyente, aunque sé muy bien cuál es la importancia de la cultura católica en mi vida y en la historia de mi país, un poco en el sentido en que Chateaubriand habla del «genio del cristianismo». Tampoco soy anticlerical y, además, este libro no va contra el catolicismo, sino que en primer lugar, y ante todo, pese a lo que pueda pensarse, es una crítica algo especial a la comunidad gay, una crítica a mi propia comunidad.

Esta es la razón por la que me parece útil recordar a modo de epílogo la historia de un sacerdote que me influyó mucho cuando yo era joven. Raras veces hablo de mi propia vida en mis libros, pero en este caso, y teniendo en cuenta el tema, comprenderán que lo considere necesario. Le debo al lector esta verdad.

Lo cierto es que yo fui cristiano hasta los 13 años. En aquella época, en Francia, el catolicismo era, por así decir, «la religión de todo el mundo». Era un hecho cultural casi banal. El sacerdote del que les hablo se llamaba Louis. Lo llamábamos simplemente «el cura Louis» o más frecuentemente «el padre Louis». Como un personaje de El Greco, exageradamente barbudo, llegó una mañana a nuestra parroquia, cerca de Avignon, en el sur de Francia. ¿De dónde venía? En aquella época yo no lo sabía. Como todos los habitantes de nuestra pequeña ciudad de Provenza, acogimos a ese «misionero», le adoptamos y le amamos. Era un simple cura y no un párroco; un vicario, no un prelado, ni un ministro del culto. Era joven y simpático. Daba una buena imagen de la Iglesia.

También resultaba paradójico. Un aristócrata, de origen belga, según supimos, un intelectual que hablaba la lengua sencilla de los pobres. Nos tuteaba mientras fumaba la pipa. Nos consideraba casi su familia.

Yo no tuve una educación católica: fui al colegio y al instituto públicos y laicos que, afortunadamente para Francia, mantienen la religión a distancia, cosa que debo agradecer a mis padres. Raramente asistíamos a misa, que nos parecía muy aburrida. Entre mi primera comunión y la segunda, me convertí en uno de los alumnos preferidos del padre Louis, tal vez su favorito, hasta el punto de que mis padres le pidieron que fuera el padrino de mi confirmación. Ser amigo de un sacerdote, amistad poco banal, fue una experiencia significativa teniendo en cuenta que mi inclinación natural habría sido más bien la crítica a la religión, en el mismo sentido del joven Poeta: «Realmente, qué estupidez esas iglesias de aldea» donde los niños escuchan «el divino parloteo».

Yo era católico por tradición. Nunca fui «esclavo de mi bautismo». Pero el padre Louis era genial. Yo era demasiado distraído para ser monaguillo y creo que me expulsaron de la catequesis por indisciplina. Mi sacerdote no se escandalizó, al contrario. ¿Clases de catecismo a los niños de la parroquia? ¿Vivir en torno a la sacristía y animar la fiesta parroquial? Yo era un pequeño Rimbaud en busca de otros horizontes. El cura aspiraba, como nosotros, a espacios más amplios. Me animó a asistir al centro parroquial que había puesto en marcha y, durante cinco o seis años, vivimos con él la aventura. Era un centro popular, no un movimiento de exploradores o de scouts, más burgués. Me transmitió la pasión por los viajes y el montañismo, siempre atado a su cuerda. Con el pretexto de unos «retiros espirituales», fuimos a un campamento de juventud, en bicicleta o a pie, a los Alpilles provenzales, al macizo de las Calanques en Marsella, cerca de la montaña de Lure en los Alpes de Alta Provenza, o a la alta montaña, con tiendas y piolets, durmiendo en los refugios, escalando, a más de 4.000 metros de altitud, el Dôme de neige des Écrins. Y por la noche, en esas excursiones alejado de mi familia, comencé a leer libros que, a veces, sin insistir demasiado, este cura de «lecturas malévolas» nos recomendaba, quizá con fines evangelizadores.

¿Por qué se hizo sacerdote? En aquella época sabíamos muy poca cosa de la vida de Louis «de antes». Era un secreto. ¿Qué había hecho «antes» de llegar a nuestra parroquia aviñonense? En el momento de redactar este libro, intenté seguir su rastro, con la ayuda de sus amigos más íntimos. Hice algunas investigaciones en los archivos de la diócesis y pude reconstruir su itinerario con bastante precisión desde Lusambo, en Zaire (entonces el Congo belga), donde nació en 1941, hasta Aviñón.

Recuerdo el proselitismo cultural y el «catecismo del ocio» del cura Louis. En esto era, según esta misma expresión, moderno y tradicional a la vez. Hombre de arte y de literatura, le encantaban el canto gregoriano y el cine de arte y ensayo. Nos llevaba a ver películas «temáticas» para involucrarnos en discusiones tendenciosas sobre el suicidio, el aborto, la pena de muerte, la eutanasia o la paz mundial (creo que nunca sobre la homosexualidad). Para él, todo era susceptible de ser discutido, sin tabúes, sin prejuicios. Pero Louis, un licenciado en filosofía y teología que completó su formación religiosa con un título en derecho canónico por la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma, era un formidable polemista. Era a la vez el producto del Vaticano II, de su modernidad, y el heredero de una concepción conservadora de la Iglesia, que le hacía sentir nostalgia del latín y de los ropajes de ceremonia. Amó apasionadamente a Pablo VI y un poco menos a Juan Pablo II. Estaba a favor de un catecismo renovado, que sacudía los cimientos de la tradición, pero también defendía los vínculos inquebrantables del matrimonio, hasta el punto de haberse negado a dar la comunión a algunas parejas divorciadas. De hecho, en Avignon, sus contradicciones y su libertad de espíritu confundían a sus feligreses.

Cura obrero para unos, la burguesía local, irritada, le acusaba de ser comunista; cura de pueblo para otros, que le veneraban; cura ilustrado para todos, admirado y envidiado a la vez, ya que la gente de pueblo desconfía siempre de la gente de ciudad que lee libros.

Se le reprochaba que fuera «arrogante», es decir, inteligente. Su alegría de vivir irónica suscitaba inquietud. Su cultura antiburguesa que le hacía despreciar el dinero, la vanidad yla ostentación no era bien aceptada por los católicos practicantes, que, no sabiendo qué pensar, le encontraban simplemente demasiado «espiritual» para su gusto. Desconfiaban de los (demasiados) viajes que había hecho y de las nuevas ideas que en ellos había aprendido. Se decía que era «ambicioso», se anunciaba que algún día sería obispo o hasta cardenal y, en nuestra parroquia, a ese personaje de Balzac —más Lucien de Rubempré que Rastignac— lo tomaban por un arribista. Recuerdo también que, a diferencia de muchos otros sacerdotes, no era misógino y le gustaba la compañía de las mujeres. Por eso no tardaron en atribuirle una amante, una militante socialista local. Un rumor que a esta mujer, con la que pude hablar para este libro, todavía le divierte. También se le reprochó —cómo se puede reprochar una cosa así— su hospitalidad, que fue su gran problema, ya que acogía en la parroquia a pobres, jóvenes marginados y extranjeros de paso. Por último, se le acusó —entonces yo no lo supe— de relaciones contra natura con marineros del puerto de Toulon; se dijo que recorría el mundo en busca de aventuras. Él se reía de todo y en la parroquia saludaba a su supuesta madre política con voz tronante: «¡Hola, suegra!».

Parafraseando a Chateaubriand, en su hermoso retrato del abad de Rancé, diría que en «aquella familia de la religión que rodeaba a [Padre Louis] veíase la ternura de la familia natural, y algo más».

En mi caso, el diálogo con Dios, y con el padre Louis, cesó cuando entré en el instituto de Aviñón. Nunca aborrecí el catolicismo, simplemente lo olvidé. Las páginas de los Evangelios, que realmente nunca había leído, fueron sustituidas por Rimbaud, Rousseau y Voltaire (menos el Voltaire de «Aplastar al infame» que el de Cándido, en el que los jesuitas son todos gais). Creo menos en la Biblia que en la literatura: esta me parece más fiable, sus páginas son infinitamente más bellas y, al fin y al cabo, menos noveladas.

En Aviñón, seguí visitando asiduamente la Capilla de los Penitentes grises, el claustro del Carmen, la Capilla de los Penitentes blancos, el jardín de Urbano V, el claustro de los Celestinos y, sobre todo, el Patio de honor del Palacio de los papas, pero no era para recibir enseñanzas cristianas, sino para ver espectáculos paganos. Como sabemos, Aviñón fue la capital de la cristiandad y la sede del papado en el siglo xiv, y en esta ciudad residieron nueve papas (mi segundo nombre, siguiendo una tradición muy frecuente en Aviñón, es Clément, como tres de esos papas, ¡uno de ellos antipapa!). No obstante, Aviñón representa hoy otra cosa para la mayoría de los franceses: la capital del teatro público laico. Mis Evangelios se llaman ahora Hamlet y Angels in America, y no temo escribir que el Don Juan de Molière es más importante para mí que el Evangelio de San Juan. Daría incluso la Biblia entera a cambio de todo Shakespeare y una sola página de Rimbaud ¡vale más para mí que toda la obra de Joseph Ratzinger! Por otra parte, en el cajón de mi mesita de noche no está la Biblia, sino Una temporada en el infierno, en la edición de La Pléiade que, con su papel biblia, parece un misal. Tengo pocos libros de esta hermosa colección, pero las Œuvres complètes de Rimbaud están siempre al alcance de la mano, cerca de mi cama, en caso de insomnio o de sueños. Es una regla de vida.

Sin embargo, de esta formación religiosa, hoy desaparecida, quedan algunos rastros. En París, mantengo a mi manera la tradición provenzal de hacer el pesebre en Navidad con figuritas Carbonel, compradas en la feria navideña de Marsella (y para la cena de esa noche, los famosos «trece postres»). Pero se trata de una Navidad «cultural» o «laica» y loque el Poeta llama una «Navidad sobre la tierra». Durante muchos años también fui colaborador de la revista Esprit y mis gustos cinematográficos han sido modelados por el pensamiento del crítico católico André Bazin. Si como lector de Kant, Nietzsche y Darwin, hijo de Rousseau y de Descartes, más que de Pascal —¡o sea, francés!— ya no puedo ser creyente, ni siquiera un «cristiano cultural», respeto la cultura cristiana y el «genio (cultural) del cristianismo». Y me gusta esta frase de un primer ministro francés que dijo: «Soy un protestante ateo». Digamos, pues, que yo soy un «católico ateo», un ateo de cultura católica. O, por decirlo de otro modo, «rimbaudiano».

En mi parroquia cerca de Aviñón (de la que también se marchó Louis, tras haber sido nombrado párroco de otra iglesia de Provenza en 1981), el catolicismo se fue enfriando. El párroco, escribe el Poeta, «se llevó la llave de la iglesia». Una Iglesia que no ha sabido evolucionar con el paso del tiempo: se sigue sosteniendo sobre el celibato sacerdotal, que es, como sabemos hoy, profundamente contra natura, y niega los sacramentos a los divorciados, cuando la mayoría de las familias de mi aldea son familias reconstruidas. Antes, en mi iglesia, había tres sacerdotes y se celebraban tres misas cada domingo; hoy, el cura ambulante, que además es africano, celebra una misa cada tres domingos, corriendo de una parroquia a otra, en esta periferia del sur de Aviñón, convertida en un desierto católico. En Francia, mueren cada año unos 800 sacerdotes y se ordenan menos de cien… El catolicismo se está extinguiendo lentamente.

También para mí el catolicismo es agua pasada, sin resentimiento ni rencor, sin animosidad ni anticlericalismo. Yo no tengo «odio a los curas», como dice Flaubert. Y muy pronto, el padre Louis también se alejó.

Me enteré de su muerte cuando ya vivía en París y la desaparición de mi sacerdote a los 53 años, joven aún, me causó una terrible tristeza. Quise rendirle un homenaje y escribí un breve texto para las páginas locales del diario Le Provençal (hoy La Provence), publicado sin firma y con el título «La muerte del padre Louis». Releo hoy este artículo, que acabo de encontrar, y en cuyo final aludo un poco ingenuamente a la película italiana Cinema Paradiso y a su anciano proyeccionista siciliano Alfredo, que había enseñado la vida a Totò, el héroe, un monaguillo que se marcha del pueblo gracias a la sala de cine parroquial y se convierte en realizador de cine en Roma. Y así le dije adiós a Louis.

Sin embargo, veinte años más tarde, iba a encontrarle de nuevo.



Cuando estaba acabando de escribir este libro, y hacía muchos años que había perdido el rastro del padre Louis, apareció de nuevo en mi vida súbita e inesperadamente. Una de las amigas de Louis, una parroquiana progresista con quien había seguido manteniendo el contacto, decidió explicarme el final de su vida. Como yo vivía en París, lejos de Aviñón, no había sabido nada; y, por otra parte, nadie en la parroquia había conocido su secreto. Louis era homosexual. Llevaba una doble vida que, visto retrospectivamente, daba sentido a algunas de sus paradojas y a sus ambigüedades. Como tantos sacerdotes, intentaba conjugar su fe y su orientación sexual. Tengo la sensación, al recordar a este cura atípico al que tanto quisimos, de que le perturbaba un dolor íntimo, una lágrima tal vez. Pero es posible que no sea más que una interpretación retrospectiva.

Me enteré también de las circunstancias de su muerte. En su biografía que me proporcionó la diócesis, cuando estaba siguiendo sus huellas, está escrito púdicamente al final desu vida: «Retirado Foyer sacerdotal en Aix en Provence, de 1992 a 1994». Pero al preguntar a sus amigas, surgió otra realidad: Louis murió a causa del sida.

En aquellos años en que la enfermedad era casi siempre mortal, y justo antes —¡desgraciadamente!— de que pudiese beneficiarse de las triterapias, Louis fue tratado primero en el Institut Paoli-Calmette de Marsella, hospital pionero en el tratamiento del sida, antes de que se hicieran cargo de él, en una clínica de Villeneuve d’Aix-en-Provence, las hermanas de la chapelle Saint Thomas. Allí murió, «esperando desesperanzadamente», según me cuentan, un tratamiento que no llegó a tiempo. Realmente, jamás habló de su homosexualidad y negó la naturaleza de su enfermedad. La mayoría de sus colegas religiosos, informados sin duda del mal uqe padecía, le abandonaron. Mostrar solidaridad hubiera sido apoyar a un sacerdote gay y arriesgarse tal vez a resultar sospechoso. Las autoridades de la diócesis prefirieron disimular las causas de su muerte, y la mayoría de los curas con los que había convivido, asustados, no fueron a verle cuando estaba ya en cama. Louis contactó con ellos, sin obtener respuesta. Casi nadie fue a visitarle. (Uno de los pocos sacerdotes que estuvo a su lado hasta el final se pregunta, cuando le entrevisto, si no fue el propio Louis el que quiso distanciarse de sus excorreligionarios; el cardenal Jean-Pierre Ricard, actualmente arzobispo de Burdeos y antes vicario general de la archidiócesis de Marsella y al que entrevisto en el transcurso de un almuerzo en Burdeos, se acuerda del padre Louis, pero me dice que ha olvidado los detalles de su muerte.)

—Murió prácticamente solo, abandonado casi por todos, con grandes dolores. No quería morir. Se rebeló contra la muerte —asegura una de las mujeres que le acompañó hasta el final de su vida.

Me detengo a pensar hoy en el sufrimiento de este hombre solo, rechazado por la Iglesia —su única familia—, negado por su diócesis y apartado por su obispo. Todo esto ocurría bajo el pontificado de Juan Pablo II.

¿El sida? ¿Un sacerdote enfermo de sida? «Simplemente, debí de fruncir el ceño como ante el enunciado de un problema difícil. Necesité mucho tiempo para comprender que iba a morir de una enfermedad que raramente afecta a las personas de mi edad.» Recordamos la reacción del joven cura rural cuando se entera de que tiene un cáncer de estómago, en la hermosa novela de Georges Bernanos y en la película, aún más hermosa, de Robert Bresson. El joven cura dice también: «Por más que me repitiera que nada ha [había] cambiado en mí, la idea de volver a casa con esta cosa me daba vergüenza». No sé si Louis tuvo esos pensamientos durante su propio calvario. No sé si, en su fragilidad y en su sufrimiento, creyó y pensó, como el cura de Bernanos: «Dios me ha abandonado».

En realidad, Louis jamás fue un «cura rural», como indica simplemente el subtítulo de la recopilación de sus homilías. La comparación con el cura de Bernanos, que busca la ayuda de la gracia, es por tanto un poco engañosa. Louis no tuvo una vida banal, modesta. Fue un cura aristócrata que, al revés de muchos prelados oficiales, que nacieron pobres y acabaron en medio del lujo y la lujuria vaticana, empezó la vida en la aristocracia y la acabó entre gentes sencillas, y sé que en ese cambio, tanto en él como en los otros, la homosexualidad desempeñó un papel importante.

No puedo comprender aún que el arzobispo se mostrara insensible ante ese calvario. Que su sufrimiento crístico, sangre infectada, manchas, desvanecimientos no hallaran elmás mínimo eco en la diócesis seguirá siendo para mí durante mucho tiempo un escándalo, un misterio. Tiemblo solo de imaginarlo.

Las hermanas de la chapelle Saint Thomas fueron las únicas que, con una entrega extraordinaria, lo rodearon de un afecto anónimo hasta el día de su muerte, a principios de 1994. Finalmente, un arzobispo aceptó presidir la concelebración. Después, Louis fue incinerado en Manosque, en los Alpes de Alta Provenza (los muertos a causa del sida no podían ser embalsamados y se privilegiaba la incineración).

Unos días más tarde, y cumpliendo sus deseos, sus cenizas fueron esparcidas en el mar, discretamente, por cuatro mujeres —dos de ellas me explicaron la escena— desde un pequeño barco que Louis había comprado al final de su vida, a unos kilómetros de Marsella, frente a les Calanques, adonde habíamos ido juntos alguna vez. Y se dice que en esta región, en ese «país» magnífico, el «sur» de Francia, que nosotros llamamos el «Midi», no hay nunca acontecimientos: solo tormentas.




FUENTES


Sodoma es un trabajo de investigación llevado a cabo sobre el terreno durante cuatro años, en Italia y en más de treinta países. Se realizaron un total de 1.500 entrevistas, con 41 cardenales, 52 obispos y monsignori, 45 nuncios apostólicos, secretarios de nunciaturas o embajadores extranjeros, 11 guardias suizos y más de doscientos sacerdotes católicos y seminaristas. La mayor parte de la información que contiene este libro es, por lo tanto, de primera mano, recopilada personalmente por el autor sobre el terreno (no se realizó ninguna entrevista por teléfono o por correo electrónico).

Los 41 cardenales con los que me reuní, en un total de más de 130 entrevistas cardenalicias, son en su mayoría miembros de la curia romana. Esta es la lista: Angelo Bagnasco,

Lorenzo Baldisseri, Giuseppe Betori, Darío Castrillón Hoyos †, Francesco Coccopalmerio, Stanislaw Dziwisz, Roger Etchegaray, Raffaele Farina, Fernando Filoni, Julián Herranz, Juan Sandoval Íñiguez, Walter Kasper, Dominique Mamberti, Renato Raffaele Martino, Laurent Monsengwo, Gerhard Ludwig Müller, Juan José Omella, Jaime Ortega, Carlos Osoro, Marc Ouellet, George Pell, Paul Poupard, Giovanni Battista Re, Jean-Pierre Ricard, Franc Rodé, Camillo Ruini, Louis Raphaël Sako, Leonardo Sandri, Odilo Scherer, Achille Silvestrini, James Francis Stafford, Daniel Sturla, Jean-Louis Tauran † y Jozef Tomko (otros siete cardenales entrevistados no figuran en esta relación y mantienen el anonimato, porque me pidieron explícitamente hablar off the record o en deep background [información que no puede publicarse pero ayuda a dar perspectiva al autor], como suele decirse habitualmente).

Para realizar esta investigación, entre 2015 y 2018 estuve viviendo en Roma de forma regular una semana al mes por término medio. También me alojé varias veces en el interior del Vaticano y en otras dos residencias extraterritoriales de la santa sede, especialmente en la Domus Internationalis Paulus VI (o Casa del Clero) y en la Domus Romana Sacerdotalis. Asimismo investigué en unas quince ciudades italianas, en varias ocasiones en Milán, Florencia, Bolonia, Nápoles y Venecia, así como en Castel Gandolfo, Cortona, Génova, Ostia, Palermo, Perugia, Pisa, Pordenone, Spoleto, Tivoli, Trento, Trieste y Turín.

Fuera del Estado del Vaticano y de Italia, estuve investigando sobre el terreno en unos treinta países, que visité en varias ocasiones: Alemania (varias estancias en Berlín, Múnich, Frankfurt y Ratisbona, 2015-2018), Arabia Saudita (Riad, 2018), Argentina (Buenos Aires, San Miguel, 2014, 2017), Bélgica (Bruselas, Mons; varias estancias entre 2015-2018), Bolivia (La Paz, 2015), Brasil (Belém, Brasilia, Porto Alegre, Recife, Rio de Janeiro, São Paulo, 2014, 2015, 2016, 2018), Chile (Santiago de Chile, 2014, 2017), Colombia (Bogotá, Cartagena, Medellín, 2014, 2015, 2017), Cuba (La Habana, 2014, 2015, 2016), Egipto (Alejandría, El Cairo, 2014, 2015), Emiratos Árabes Unidos (Dubái, 2016), Ecuador (Quito, 2015), España (Barcelona, Madrid, numerosas estancias entre 2015-2018), Estados Unidos (Boston, Chicago, Nueva York, Filadelfia, San Francisco, Washington, 2015, 2016, 2017, 2018), Hong Kong (2014, 2015), India (Nueva Delhi, 2015), Israel (Tel Aviv, Jerusalén, Mar Muerto, 2015, 2016), Japón (Tokio, 2016), Jordania (Ammán, 2016), Líbano (Beirut, Bkerké, 2015, 2017), México (Guadalajara, Ciudad de México, Puebla, Veracruz, Xalapa, 2014, 2016, 2018), Palestina (Gaza, Ramallah, 2015, 2016), Países Bajos (Ámsterdam, La Haya, Rotterdam, 2014, 2015), Polonia (Cracovia, Varsovia, 2013, 2018), Portugal (Lisboa, Oporto, 2016, 2017), Reino Unido (Londres, Oxford, numerosas estancias en 2015-2018), Suiza (Basilea, Coira, Ginebra, Illnau-Effretikon, Lausana, Lucerna, San Galo y Zúrich, numerosas estancias en 2015-2018), Túnez (Túnez, 2018), Uruguay (Montevideo, 2017). (Antes de empezar este trabajo de investigación, viajé a otros veinte países —Sudáfrica, Argelia, Canadá, Camerún, China, Corea del Sur, Dinamarca, Ecuador, Indonesia, Irán, Kenia, Rusia, Taiwán, Tailandia, Venezuela, Vietnam, etc.— y esos viajes pueden haber enriquecido puntualmente este trabajo.)

Sodoma se basa en hechos, citas y fuentes rigurosamente exactos. La mayoría de las entrevistas realizadas han sido grabadas, con el consentimiento de mis interlocutores, o efectuadas en presencia de un investigador o de un traductor, que han sido testigos de las mismas; en total, tengo más de cuatrocientas horas de grabaciones, ochenta cuadernos con anotaciones de las entrevistas (¡en cuadernos Rhodia A5 de color naranja!) y varios centenares de fotos y selfies cardenalicias. Las opiniones, de acuerdo con una deontología periodística ya clásica, no han sido revisadas, y no debían serlo.

¡Es fácil adivinar que los testimonios privados de cardenales y prelados son infinitamente más interesantes que sus declaraciones públicas! Pero como mi intención no era «sacar del armario» a sacerdotes vivos, me aseguré de proteger mis fuentes. Y aunque, por principio, soy bastante prudente en el uso de palabras no atribuidas, este libro no hubiera sido posible sin esta anonimización. No obstante, he tratado de limitar al máximo esta práctica, poniendo casi siempre con palabras mías las informaciones proporcionadas por las personas entrevistadas. Igualmente, en unos pocos casos, y a petición suya, acepté cambiar el nombre de algunos sacerdotes (los seudónimos utilizados están claramente indicados a lo largo del libro y todos son nombres de personajes de André Gide). En cuanto a los cardenales Platinette y La Montgolfiera, el arzobispo La Païva, o los famosos monseñores Jessica y Negretto, son seudónimos «auténticos», podríamos decir que utilizados secretamente en el Vaticano. El lector que pretendiera identificar de algún modo un seudónimo con un nombre real, o cruzar las fuentes anonimizadas, inevitablemente se equivocaría.

Es imposible realizar una investigación de este tipo en solitario. Para llevarla a cabo, he dispuesto de un equipo que incluye a más de 80 colaboradores, traductores, asesores y investigadores repartidos por todo el mundo. Entre estos, quiero mencionar aquí y dar las gracias a los principales investigadores que me han acompañado en esta larga aventura. En primer lugar, y ante todo, el periodista italiano Daniele Particelli, que ha trabajado conmigo durante casi cuatro años y me ha acompañado siempre en Roma y en otras ciudades de Italia. En Argentina y en Chile, Andrés Herrera realizó para mí extensas encuestas y me acompañó en mis diferentes estancias en países latinos. En Colombia, dispuse de la ayuda constante de Emmanuel Neisa. En París, mi asistente fue el mexicano Luis Chumacero, que podía traducir a seis idiomas. También dispuse de la ayuda constante de: René Buonocore, Fabricio Sorbara y los militares, policías y carabineros de la asociación LGTB «Polis Aperta» en Italia; Enrique Anarte Lazo en España; Guilherme Altmayer, Tom Avendaño y Andrei Netto en Brasil; Pablo Simonetti en Chile; Miroslaw Wlekly, Marcin Wójcik y Jerzy Szczesny en Polonia; Vassily Klimentov en Rusia; Antonio Martínez Velázquez, Guillermo Osorno, Marcela Gonzáles Durán y Eliezer Ojeda Félix en México; Jürg Koller, Meinrad Furrer y Martin Zimper en Suiza; Michael Brinkschröder, Sergey Lagodinsky y Volker Beck en Alemania; Michael Denneny en Estados Unidos; Hady ElHady en Egipto y en Dubái; Abbas Saad en Líbano y en Jordania; Benny y Irit Ziffer en Israel; Louis de Strycker y Bruno Selun en Bélgica; Erwin Cameron en Sudáfrica; Nathan Marcel-Millet e Ignacio González en Cuba; Julian Gorodischer y David Jacobson en Argentina; Julia Mitsubizaya y Jonas Pulver en Japón; Rafael Luciani en Colombia y en Venezuela; Alberto Servat en el Perú; Martin Peake en Australia. (La lista completa de este equipo de investigadores se puede encontrar en Internet.)

Durante mis investigaciones para la presente obra, realicé cuatro programas sobre el Vaticano para la radio nacional France Culture, varios artículos para Slate, y organicé una conferencia sobre las relaciones internacionales del papa Francisco en Sciences Po-París. Estos proyectos paralelos enriquecieron este libro y me brindaron la ocasión de establecer contactos muy fructíferos.

Agradezco infinitamente el trabajo —y la celeridad— de mis traductores, especialmente de Matteo Schianchi (en italiano), que ya ha traducido tres libros míos, y a Michele Zurlo (también por el italiano), a Maria Pons y Juan Vivanco (por el español), Artur Lopes Cardoso (por el portugués) Shaun Whiteside (por el inglés), Nathalie Tabury, Henriëtte Gorthuis, Alexander van Kesteren y Marga Blakestijn (por el neerlandés) y Anastazja Dwnlit, Jagna Wisz y Elzbieta Derelkowska) por el polaco).

Mi editor principal, Jean-Luc Barré (de Robert Laffont/Editis), creyó en este libro desde el primer momento: fue un editor atento y un revisor concienzudo, y sin él este libro no existiría. En Robert Laffont, Cécile Boyer-Runge defendió enérgicamente este proyecto. También estoy en deuda con mis editores italianos de Feltrinelli, en Milán —el amigo fiel Carlo Feltrinelli, que creyó en este libro desde 2015, y por supuesto Gianluca Foglia, que ha coordinado la edición—, y también con mis editoras Alessia Dimitri y Camilla Cottafavi. Robin Baird-Smith (Bloomsbury) ha sido el editor decisivo de este libro para el mundo anglosajón, con el apoyo de Jamie Birkett; así como Blanca Rosa Roca, Carlos Ramos y Enrique Murillo para España y América Latina; João Rodrigues para Portugal; y Pavel Gozlinski para Polonia. Doy las gracias asimismo a mi agente literaria italiana Valeria Frasca, así como, para el mundo hispánico, a mi consejera Marcela González Durán, y a Benita Edzard para el resto del mundo.

Por sus revisiones y fact-checking (comprobación de datos), quiero dar las gracias a mis amigos Stephane Foin, Andrés Herrera, Emmanuel Paquette, Daniele Particelli y Marie-Laure Defretin, así como a tres sacerdotes, un arzobispo y un conocido vaticanista, que deben permanecer en el anonimato. Siphie Berlin ha relleído con afecto, a título personal. El periodista Pasquale Quaranta me ayudó constantemente en Roma durante estos cuatro años. Reinier Bullain Escobar me ha a compañado durante la escritura de este libro, y le estoy infinitamente agradecido por ello. Doy las gracias también a mis veintiocho «fuentes» internas en la curia romana —monsignori, sacerdotes, religiosos o laicos—, todos ellos manifiestamente gais conmigo, y que viven o trabajan a diario en el Vaticano: han sido informadores regulares y a veces anfitriones durante cuatro años, y sin ellos este libro no habría sido posible. Todo el mundo entenderá que se haya respetado su anonimato.

Este libro está respaldado y defendido por un consorcio de unos quince abogados, coordinado por el francés William Bourdon, abogado del autor: los abogados Appoline Cagnat (Bourdon & Associés) en Francia; Massimiliano Magistretti en Italia; el abogado Scott R. Wilson en Estados Unidos; Felicity McMahon, y Maya Abu-Deeb de Bloomsbury en el Reino Unido; Isabel Elbal y Gonzalo Boyé (Boyé-Elbal Asociados) y Juan Garcés en España; Juan Pablo Hermosilla en Chile; Antonio Martínez en México; bufete Teixeira, Martins & Advogados en Brasil; Jürg Koller en Suiza; Sergey Lagodinsky en Alemania; Jacek Oleszezyk en Polonia. Valérie Robe y Jean-Pierre Rijnard me han asesorado para la edición francesa.

Finalmente, este libro se basa en una gran cantidad de fuentes escritas, de notas a pie de página y de una extensa bibliografía, que incluye más de mil referencias de libros y artículos. Como el formato de este libro no permite citarlos aquí, los investigadores y los lectores interesados encontrarán gratuitamente en Internet, en un documento de 300 páginas, todas estas fuentes y tres capítulos adicionales inéditos (mi búsqueda de la verdadera Sodoma en Israel, Palestina y Jordania, una parte sobre Brasil y un texto sobre el arte y la cultura en elVaticano). Todas las citas originales, así como sus referencias, también están incluidas, al igual que veintitrés fragmentos de las Oeuvres Complètes de Rimbaud, a quien llamo «el Poeta» en este libro.

El que desee saber más puede consultar el sitio web: www.sodoma.fr; las actualizaciones también se publicarán con el hashtag #sodoma en la página de Facebook del autor: @fredericmartel; así como en la cuenta de Instagram: @martelfrederic y en la cuenta de Twitter: @martelf.




NOTAS


1 Juego de palabras con el doble significado de straight: «directo», «honesto» (referido al género periodístico), y una de las maneras de referirse a las personas heterosexuales.

2 Alusiones varias a En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.

3 Prototipos del diletante. (N. del T.)

4 Frase de El misántropo de Molière: «Ah! Qu’en termes galants, ces choses-là sont mises!». (N. del T.)

5 Los tres mosqueteros, Alejandro Dumas.

6 De «Conseil falot», de Paul Verlaine.






















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