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EL VICEPAPA
La fotografía es tan
irreal que podríamos pensar que se ha retocado con photoshop. El cardenal
secretario de Estado Tarcisio Bertone preside en majestad: está sentado en una
silla elevada, dispuesta sobre una tarima azul, y cubre su cabeza con una mitra
amarilla forrada de rojo. De modo que, gracias a esta triple disposición
—tarima, trono y mitra—, parece un gigante algo terrorífico. Está rígido como
un emperador en el momento de la coronación, a menos que sea debido a un exceso
de calcio.
A la derecha, el cardenal Jorge Bergoglio
parece muy pequeño: sentado en una sencilla silla de metal, fuera de la tarima,
va vestido simplemente de blanco. Bertone lleva gafas oscuras de aviador;
Bergoglio, sus grandes gafas graduadas. La casulla de Bertone, de color dorado,
termina en un encaje blanco que me recuerda los tapetes de mi abuela; en la muñeca,
resplandece un reloj, que se identificó como un Rolex. La tensión entre ambos
es palpable: Bertone mira al frente, con una mirada inquisidora, rígido como
una momia; Bergoglio tiene la boca abierta en un gesto de estupefacción, puede
que provocado por ese César pedante.
La
fotografía, que puede verse en Google e Instagram, es de noviembre de 2007: fue
tomada con ocasión de un viaje del secretario de Estado a Argentina, para
asistir a una ceremonia de beatificación. Por aquel entonces, Bertone era el
personaje más poderoso de la Iglesia católica, después de Benedicto XVI: le
llamaban el «vicepapa». Unos años más tarde, será relegado; y Bergoglio será
elegido soberano pontífice con el nombre de Francisco.
Tarcisio
Bertone nació en 1934 en el Piamonte. Comparte origen con Angelo Sodano, su
predecesor en la Secretaría de Estado: la Italia del Norte. Junto con Sodano,
es el segundo gran villano de este libro. Y por supuesto, en este gran teatro
shakespeariano que siempre ha sido la curia romana, esos dos gigantes de
vanidad y de intransigencia se convertirán en «enemigos complementarios».
Hijo
de campesinos montañeses, Bertone es un salesiano, congregación católica
fundada en Italia y dedicada fundamentalmente a la educación. Su carrera fue
durante mucho tiempo tranquila. Durante treinta años, apenas se habla de él: es
sacerdote y se dedica a la enseñanza. No obstante, va creando discretamente una
red de relaciones que le permite ser nombrado, a los 56 años, arzobispo de
Verceil, en su Piamonte natal.
Uno
de los hombres que le conoce bien en esa época es el cardenal Raffaele Farina,
también salesiano, que nos recibe, a Daniele y a mí, en su apartamento del
Vaticano. Desde su ventana, se ven los apartamentos del papa, a tan solo unos
metros, y un poco más lejos, las espectaculares terrazas de los cardenales
Giovanni Battista Re o Bertone. Más lejos aún, la terraza penthouse de
Angelo Sodano. Todos estos cardenales octogenarios se observan con
desconfianza, envidia y animosidad, desde sus ventanas respectivas. Una
auténtica guerra de terrazas.
—Yo
presidía la universidad salesiana cuando llegó Bertone —explica Farina—. Fue mi
adjunto. Le conozco bien y jamás le habría nombrado secretario de Estado del
Vaticano. Le gustaba viajar o dedicarse a sus propios asuntos. Habla mucho,
sobre todo italiano y un poco de francés; tiene muchos contactos
internacionales; no obstante, las cosas no le fueron demasiado bien en la
universidad salesiana, antes de fracasar del todo en el Vaticano. —Y añade, a
modo de digresión—: Bertone no paraba de mover las manos. Es un italiano del
Norte que habla con las manos, ¡como un hombre del Sur!
Farina
conoce todos los secretos del Vaticano. Nombrado cardenal por Benedicto XVI, al
que se sentía muy próximo, fue designado por Francisco para presidir la
importante comisión de reforma del banco del Vaticano. Lo sabe todo de
finanzas, corrupción y homosexualidad, y hablamos extensamente de estos temas
con sorprendente libertad a lo largo de varias entrevistas.
Al
término de una de nuestras citas, Farina se ofrece a acompañarnos. Subimos a su
coche, un pequeño Volkswagen Up!, y terminamos la conversación a bordo del
vehículo diplomático del Vaticano que conduce él mismo a los 85 años. Pasamos
por delante del edificio del apartamento del cardenal Tarcisio Bertone, y luego
por delante del de Angelo Sodano. Recorremos las calles empinadas del Vaticano,
entre los cerezos en flor, bajo la mirada atenta de los guardias, que saben por
experiencia que los reflejos del cardenal Farina no son todo lo buenos que
deberían ser. A veces no respeta una señal de stop; otras veces emboca una
calle en sentido contrario; en cada ocasión los guardias le hacen gestos y le
reorientan prudentemente. Llegamos sanos y salvos a la Puerta de Santa Ana,
tras algunos sustos y un recuerdo maravilloso de una conversación con un
cardenal que le ha dado a la lengua. ¡Y de qué modo!
¿Acaso
Bertone es estúpido? Es lo que todo el mundo me da a entender hoy en el
Vaticano. Realmente es difícil encontrar un prelado o un nuncio que le
defienda, aunque esas críticas tan desmesuradas, que provienen de los mismos
que ayer le encumbraban, olvidan las raras cualidades de Bertone, entre las que
se encuentran su gran capacidad de trabajo, su fidelidad a las personas, su
aptitud para establecer redes en el episcopado italiano y su dogmatismo
ratzingueriano. Ahora bien, a falta de autoridad natural, es autoritario, como
muchos incompetentes. Los que le conocieron en Génova le describen como un
hombre formalista, pagado de sí mismo, y que, en el palacio donde recibía,
tenía una corte de jóvenes solteros y de viejos solterones.
—Nos
hacía esperar como si tuviéramos audiencia con el papa —me explica,
describiéndome la escena, el embajador de Francia en el Vaticano, Pierre Morel.
Uno
de los antiguos alumnos de Bertone, cuando daba clases de derecho y de francés,
un sacerdote con el que hablo en Londres, me dice en cambio que «era un
excelente profesor y muy divertido». Según la misma fuente, a Bertone le
gustaba citar a Claudel, Bernanos o Jacques Maritain. Bertone me confirma en
una carta esas lecturas; también pide disculpas por su francés un poco oxidado
y me agradece habérselo «refrescado» con el libro que le regalé: el famoso
librito blanco.
Según
la opinión de muchos, Tarcisio Bertone demostró el máximo nivel de
incompetencia en la Secretaría de Estado. El cardenal Giovanni Battista Re,
antiguo «ministro» de Interior de Juan Pablo II, y enemigo de Bertone, me
revela midiendo sus palabras:
—La
Congregación para la Doctrina de la Fe era el sitio perfecto para Bertone, pero
no estaba preparado para el cargo de secretario de Estado.
Don
Julius, el confesor de San Pedro, que tuvo relación con él y hasta puede que le
confesara, añade:
—Era
presuntuoso, era un mal profesor de derecho canónico.
Los
confesores de San Pedro, que en su mayoría son al menos homófilos, constituyen
una fuente interesante de información en el interior del Vaticano. Viven en un
edificio de edad indefinida, situado en la plaza de Santa Marta, en celdas
individuales y disponen de espaciosos comedores colectivos. A menudo he
celebrado mis entrevistas allí, en el parlatorio que, aunque se halla en el
centro neurálgico de la santa sede, es el lugar más discreto del mundo: nadie
molesta a un confesor que confiesa, o se confiesa.
Desde
este puesto de observación situado entre el palacio de Justicia y las oficinas
de la policía vaticana, a dos pasos de la residencia del papa Francisco y
frente al apartamento de Bertone, los confesores lo ven todo y lo saben todo.
Fue allí donde estuvo retenido Paolo Gabriele, después del asunto Vatileaks:
por primera vez, sus celdas se convirtieron en una auténtica prisión.
Los confesores de San Pedro me lo cuentan
todo de forma anónima. Saben qué cardenal está implicado en tal asunto de
corrupción; quién se acuesta con quién; qué guapo secretario acude por la noche
al apartamento de lujo de su patrón; a quién le gustan los guardias suizos y
quién prefiere los policías más viriles.
Uno
de los sacerdotes afirma, sin romper el secreto de confesión:
—¡Ningún
cardenal corrupto ha dicho en confesión que es corrupto! ¡Ningún cardenal
homófilo nos ha confesado sus inclinaciones! Nos hablan de estupideces, de
detalles sin importancia. Y, sin embargo, nosotros sabemos que están tan
corrompidos que no tienen ni idea de lo que es la corrupción. Mienten incluso
en confesión.
La
carrera de Bertone despega realmente cuando es reclamado por Juan Pablo II y
Joseph Ratzinger para ser el número dos de la importante Congregación para la
Doctrina de la Fe. Es el año 1995; tiene sesenta años.
Para
un hombre rígido, estar en el cargo más doctrinal de toda la Iglesia es una
bendición. «La rigidez al cuadrado», me dice un sacerdote de la curia. Allí es
donde Bertone adquiere una mala reputación de policía del pensamiento.
Monseñor
Krzysztof Charamsa, que trabajó muchos años en el palacio del Santo Oficio, lo
compara con una «sucursal de la KGB», un «auténtico sistema totalitario opresor
que controlaba las almas y los dormitorios». ¿Presionaba psicológicamente
Bertone a ciertos obispos homosexuales? ¿Le hacía saber a algún cardenal que
existía un dosier sobre él y que más le valía andarse con cuidado? Charamsa
adopta una actitud evasiva cuando le pregunto.
El
hecho es que esa forma de trabajar de Bertone en la Congregación le hace
merecedor del sobrenombre de Hoover.
—Un
Hoover, aunque con menos estilo —corrige el arzobispo que me desvela ese
sobrenombre y me informa de esta interesante comparación con el fundador del
FBI estadounidense.
Hoover,
que estuvo al frente del FBI de Estados Unidos durante casi cincuenta años,
combinaba un conocimiento de los hombres y de las situaciones con una
organización estricta de su vida al margen. Luchando de manera incesante y
diabólica contra él mismo, elaboró dosieres secretos muy bien sustentados sobre
la vida privada de numerosas personalidades y políticos estadounidenses.
Sabemos hoy que esta capacidad de trabajo fuera de lo común, ese gusto por el
poder más perverso, esa obsesión anticomunista iban acompañados de un secreto:
él también era homosexual. Ese hombre, al que le gustaba travestirse en
privado, vivió buena parte de su vida esquizofrénica con su principal ayudante
Clyde Tolston, al que nombró director adjunto del FBI, antes de convertirle en
su heredero.
La
comparación con Bertone solo funciona en algunos aspectos, pues la copia
difiere del modelo, pero la psicología es la misma. Bertone es un Hoover que no
tuvo éxito.
En
2002, Tarcisio Bertone es consagrado arzobispo de Génova por Juan Pablo II y
creado cardenal a instancias de Joseph Ratzinger. Unos meses después de su
elección, Benedicto XVI le llama para sustituir a Angelo Sodano como secretario
de Estado: se convierte en el «primer ministro» del papa.
El
arribista triunfador controla ahora todo el poder. Al igual que Sodano, que fue
realmente el vicepapa durante los últimos diez años del pontificado de Juan
Pablo II, debido ala larga enfermedad del santo padre, Bertone se convierte en
vicepapa gracias al desinterés manifiesto de Benedicto XVI por la gestión de
los asuntos ordinarios.
Según
distintas fuentes, Bertone habría creado un sistema de control interno,
compuesto de informes, fichas, monitoring: toda una cadena de mando que
culmina en él para proteger los secretos del Vaticano. Ese sistema le habría
permitido mantenerse mucho tiempo en el poder si no hubieran surgido dos
complicaciones imprevistas en ese proceso perfecto: el escándalo Vatileaks en
primer lugar y, algo más inesperado aún, la «renuncia» de Benedicto XVI.
Menos
organizado que Hoover, al igual que él Bertone sabe corregir sus defectos
eligiendo a las personas. De modo que se acerca a un tal Domenico Giani, al que
hace nombrar jefe de la Gendarmería del Vaticano, pese a la oscura oposición
del cardenal Angelo Sodano, que espera seguir siendo él quien mueva los hilos.
A la cabeza de un centenar de gendarmes, inspectores y policías, este antiguo
oficial de la Guardia di Finanza italiana se convertirá en el hombre en la
sombra de Bertone para todos los escándalos y misiones secretas.
—Los
responsables de la policía italiana son muy críticos con la gendarmería
vaticana, que se niega a cooperar con nosotros y utiliza las zonas de
extraterritorialidad y la inmunidad diplomática para tapar ciertos escándalos.
Las relaciones son cada vez más tensas —me confirma un responsable de la
policía italiana.
En
un libro polémico, pero con información proporcionada por Georg Gänswein y por
un secretario de Bertone, el ensayista Nicolas Diat sugiere que Domenico Giani
estaría bajo la influencia o bien de la masonería, o bien del lobby gay,
o de los servicios secretos italianos. Un cardenal al que cita considera que es
«culpable de alta traición» y sería uno «de los ejemplos más graves de
infiltración en la santa sede». (Esas graves insinuaciones jamás fueron
probadas ni confirmadas, sino que fueron desmentidas rotundamente por el
portavoz del papa Benedicto XVI, y el papa Francisco renovó su confianza en
Giani.)
Con
la ayuda de Domenico Giani y los servicios técnicos del Vaticano, Bertone
vigila la curia. Se instalan cientos de cámaras en todas partes. Las
comunicaciones pasan por un filtro. Se piensa incluso en autorizar un único
modelo de teléfono móvil especialmente protegido. ¡Clamorosa protesta de los
obispos! ¡Se niegan a ser escuchados! El intento de unificar los smartphones
fracasará, pero el control existirá. (El cardenal Jean-Louis Tauran me confirmó
ese hecho.)
—El
Vaticano establece mecanismos de filtro y control en todos los medios de
comunicación, teléfonos y ordenadores, de este modo saben todo lo que ocurre en
la santa sede y, si es necesario, disponen de pruebas contra quienes pueden
causar problemas. Pero en general suelen conservar toda esa información para
uso interno —me confirma el exsacerdote Francesco Lepore, que también fue
objeto de estrecha vigilancia antes de su dimisión.
El
antiguo «ministro» del Interior de Juan Pablo II, Giovanni Battista Re, con el
que hablo de este tema en presencia de Daniele, duda no obstante de que el
Vaticano dispusiera de los medios para ejercer una vigilancia de este tipo:
—Por
definición, en el Vaticano, el secretario de Estado lo sabe todo y, por
supuesto, existen dosieres sobre todos. Pero no creo que Bertone estuviera tan
bien organizado e hiciera fichas de todo el mundo.
Como la mayoría de los sistemas de
vigilancia, el de Bertone-Giani dio lugar a estrategias de elusión o de
evitación por parte de los prelados de la curia. La mayoría de ellos empezaron
a utilizar aplicaciones seguras como Signal o Telegram, o se procuraron un
segundo portátil privado, con el que podían hablar mal tranquilamente del
secretario de Estado, discutir los rumores sobre sus correligionarios o trabar
relaciones en Grindr. En el Vaticano, donde la red de fibra está sometida a
filtros, ese segundo teléfono permite superar el firewall y acceder directamente, o desde el ordenador a través de
conexiones compartidas, a direcciones prohibidas, como las páginas eróticas de
pago o los agregadores gratuitos de vídeos del tipo YouPorn.
Un
día en que me alojo en el apartamento privado de un obispo, en el Vaticano,
hacemos una prueba. Intentamos acceder a varias webs eróticas que aparecen
bloqueadas con el siguiente mensaje: «Si desea desbloquear esta web, por favor
llame al número interno 181, antiguamente 83511, o al 90500». ¡Qué control
parental más eficaz!
Repito
la misma experiencia unos meses más tarde, desde el apartamento de un obispo,
también en el Vaticano, y esta vez leo en la pantalla que «el acceso a la
página web solicitada» está bloqueado debido a «la política de seguridad» del
Vaticano. La razón que se indica es «Adulto». Puedo utilizar la tecla «Enter»
para pedir el desbloqueo.
—Los
personajes importantes del Vaticano creen escapar de esta supervisión. Se les
deja hacer; pero si un día se convierten en un «obstáculo», se utilizará la
información que se tiene sobre ellos para controlarlos —me explica Francesco
Lepore.
La
pornografía, básicamente gay, es un fenómeno tan frecuente en el Vaticano que
mis fuentes me hablan de «graves problemas de adicciones entre los prelados de
la curia». Algunos sacerdotes incluso han acudido a servicios especializados en
la lucha contra esas adicciones, como NoFap, una web especializada, cuya sede
se encuentra en una iglesia católica de Pennsylvania.
Esta
vigilancia interna se fue ampliando durante el pontificado de Benedicto XVI, a
medida que se multiplicaron los rumores y, por supuesto, estalló el primer
escándalo Vatileaks. Cuando el objetivo de estas filtraciones fue el propio
Tarcisio Bertone, su paranoia se disparó. Empezó a buscar micrófonos en sus
apartamentos privados y a sospechar de sus colaboradores, e incluso llegó a
despedir a su chófer al que acusó de informar al cardenal Sodano.
En
esta época, la maquinaria del Vaticano se bloquea. Bertone, que tiene a su
cargo las relaciones internacionales pero apenas habla idiomas, se aísla de los
episcopados locales y multiplica los errores. Poco diplomático, se concentra en
aquello que conoce menos mal, esto es, la política italiana del politiqueo y
las relaciones con los dirigentes del país, que pretende gestionar directamente
(ese aspecto me lo confirmaron dos presidentes de la CEI, los cardenales
Camillo Ruini y Angelo Bagnasco).
El
secretario de estado de Benedicto XVI se rodea además de colaboradores de poca
talla, que dan pie a algunos rumores. Se habla, por ejemplo, del ya célebre
Lech Piechota, el secretario preferido de Bertone, con el que parece tener una
relación tan estrecha como Ratzinger con Georg Gänswein o Juan Pablo II con
Stanislaw Dziwisz.
Intenté
entrevistarme con Piechota, pero no lo conseguí. Desde la dimisión de Benedicto
XVI, ese sacerdote polaco fue recolocado, según se me sugirió, en el Consejo
pontificio para la cultura. En una de mis numerosas visitas a este ministerio,
pregunto por Piechota con la intención de averiguar por qué milagro un hombre
que al parecer jamás se interesó por las artes pudo aterrizar en ese lugar.
¿Acaso tendría un talento artístico oculto? ¿Estaría represaliado? Intento
ingenuamente comprender, de modo que pregunto en dos ocasiones por Piechota a
los responsables del Ministerio de Cultura. ¿Está aquí? La respuesta es
categórica:
—No
sé de quién me está hablando. No está aquí.
Extraña
negación. Lech Piechota figura en el Anuario Pontificio como jefe de misión en
el Consejo pontificio para la cultura, junto a los nombres del padre Laurent
Mazas, del sacerdote Pasquale Iacobone y del arzobispo Carlos Azevedo, a los
que entrevisté. Cuando hablé con el telefonista de este ministerio, me pasó con
Piechota. Hablamos brevemente, aunque resulta extraño que ese exsecretario del
«primer ministro», un hombre que hablaba a diario con decenas de cardenales y
jefes de gobierno de todo el mundo, no hable francés, inglés ni español.
Así
que Piechota es realmente uno de los jefes de misión del Ministerio de Cultura,
pero parece que se ha olvidado incluso su presencia. ¿Hay algo que reprocharle
desde que se filtró su nombre en los escándalos Vatileaks? ¿Es absolutamente
necesario proteger a ese secretario personal y privado del cardenal Bertone?
¿Por qué ese sacerdote polaco Piechota actúa con tanta discreción? ¿Por qué
abandona a veces su despacho del Consejo pontificio de la cultura, cuando
Bertone le avisa (según dos testimonios)? ¿Por qué se le ve circular en un gran
coche oficial, un Audi A6 de lujo, con cristales tintados y matrícula
diplomática del Vaticano? ¿Por qué Piechota sigue viviendo en el palacio del
Santo Oficio, donde nos hemos cruzado en varias ocasiones, y donde se guarda
ese gran coche, en una plaza de aparcamiento especial donde nadie tiene derecho
a aparcar? Y cuando planteé estas preguntas a algunos miembros de la curia,
¿por qué se echaron a reír? ¿Por qué? ¿Por qué?
Hay
que decir que Tarcisio Bertone tiene muchos enemigos en Roma. Entre ellos
figura Angelo Sodano, recluido entre cuatro paredes al comienzo del pontificado
de Benedicto XVI. Desde lo alto de su Colegio etíope, que mandó restaurar sin
reparar en gastos, el exsecretario de Estado está al acecho. Ciertamente, está
«relegado», pero sigue siendo decano del colegio cardenalicio: ese título le
otorga todavía una enorme autoridad sobre todos los electores del cónclave, que
le siguen considerando un fabricante de papas. Dado que Sodano ejerció el poder
absoluto demasiado tiempo, también tiene sus malos hábitos: desde su retiro
dorado, manipula a los hombres, y los dosieres sobre esos hombres, como si
todavía estuviera al mando. Bertone comprendió demasiado tarde que Sodano había
sido uno de los principales dinamiteros del pontificado de Benedicto XVI.
El
origen de todo, como ocurre a menudo, es una humillación. El antiguo cardenal
secretario de Estado de Juan Pablo II hizo todo lo posible por mantenerse en el
puesto. Durante el primer año de su pontificado, el papa mantuvo a Sodano en el
cargo, por razones formales y por otra razón más significativa: ¡no tenía
ningún otro candidato! Joseph Ratzinger nunca fue un cardenal político: no
tenía banda, ni equipo, ni a nadie a quien colocar o promover, excepto Georg,
su secretario personal. No obstante, Ratzinger siempre sospechó de Sodano,
sobre el que tenía, como todo el mundo, informaciones perturbadoras. Estaba
estupefacto por lo que le habían contado sobre su pasado chileno, hasta el
punto de no querer dar crédito a esos rumores. Utilizando como pretexto su edad
avanzada, 79 años, Benedicto XVI acabó separándose de Sodano. El argumento, que
repite en sus memorias, es el siguiente: «Tenía la misma edad que yo. Si el
papa es viejo porque ha sido elegido viejo, conviene al menos que su secretario
de Estado esté en plena forma».
Jubilar
a un cardenal de casi ochenta años: Sodano no pudo soportarlo. Inmediatamente
se enfurece, se rebela, empieza a echar pestes. Se resiste. Cuando comprende
que la suerte está echada, reclama, y hasta exige, poder elegir a su sucesor
(su protegido y asistente Giovanni Lajolo, un exmiembro del APSA que fue nuncio
en Alemania), sin ningún éxito. Y cuando finalmente conoce el nombre de su
sucesor, el arzobispo de Génova Tarcisio Bertone, se queda sin respiración:
¡habría podido ser mi asistente!, ¡ni siquiera es nuncio!, ¡ni siquiera habla
inglés!, ¡no forma parte de la nobleza negra! (Como disculpa, cabe decir que
Bertone, además de italiano, habla bastante bien el francés y el español, como
yo mismo pude comprobar.)
Empieza
entonces uno de los episodios de calumnias, habladurías y venganza como no ha
habido en Italia desde Julio César: ¡el emperador castigó a sus soldados que,
llamándole «Reina», lo habían sacado del armario!
Los
rumores siempre han formado parte de la historia de la santa sede. Es el
«amable veneno», del que habla el Poeta, y «la enfermedad del rumor, de la
maledicencia y de la habladuría» denunciada por el papa Francisco. Esta típica
práctica de chismes y de cotilleo recuerda el mundo homosexual anterior a la
«liberación gay». Se trata de las mismas alusiones, los mismos chistes, las
mismas calumnias que los cardenales utilizan hoy para hacer daño y difamar, con
la esperanza de ocultar así su propia doble vida.
—El
Vaticano es una corte con un monarca. Y como en el clero, no hay separación
entre la vida privada y la vida pública, no hay familia y todo el mundo vive en
comunidad, todo se sabe, todo se mezcla. De modo que los rumores, las
habladurías y las difamaciones son sistemáticos —me explica la vaticanista
Romilda Ferrauto, que fue durante mucho tiempo responsable de Radio Vaticano.
Rabelais,
que también fue monje, percibió con toda claridad esta tendencia de los
prelados de la corte pontificia a «hablar mal de todo el mundo» a la vez que
«fornican a diestro y siniestro». En cuanto al outing, arma terrible de
los homófobos, siempre ha sido muy apreciado por los propios homosexuales, en
los clubes gais de los años cincuenta y en el principado del Vaticano hoy en
día.
El
papa Francisco, agudo observador de «su» curia, no se equivocó, como ya he
mencionado, al evocar en su discurso «las quince enfermedades curiales», la
esquizofrenia existencial, los cortesanos que «asesinan a sangre fría» la
reputación de sus colegas cardenales, el «terrorismo de las habladurías» y esos
prelados que se «crean un mundo paralelo, donde dejan a un lado todo lo que
enseñan con severidad a los demás y empiezan a vivir una vida oculta y, a menudo,
disoluta». ¿Se puede ser más claro? El vínculo entre las habladurías y las
dobles vidas lo establece el testimonio más irrecusable que pueda haber: el
papa.
El
hecho es que el exsecretario de estado Angelo Sodano preparará minuciosamente
su venganza contra Bertone: formado en el Chile de Pinochet, sabe cómo manejar
la situación, los rumores que matan y los métodos expeditivos. De entrada, se
niega a abandonar su lujoso apartamento, que Bertone debe recuperar. El nuevo
secretario de Estado puede perfectamente contentarse con una vivienda de paso
hasta que el nuevo ático de Sodano esté restaurado y bien reluciente.
Mientras
resiste, el amargado Sodano agita sus redes en el seno del colegio cardenalicio
y pone en marcha la máquina de los rumores. Bertone tarda demasiado en
comprender la magnitud exacta de esta batalla de egos celestiales. Cuando lo
haga, después del Vatileaks, será demasiado tarde. ¡Todo el mundo habrá sido
jubilado anticipadamente junto con el papa!
Uno
de los cómplices más afines a Sodano es un arzobispo argentino, que fue nuncio
en Venezuela y en México: Leonardo Sandri, del que ya hemos hablado. El nuevo
papa, que se fía tan poco de él como de Sodano, decide distanciarse también del
molesto argentino. Por supuesto, mantiene las formas: en 2007, nombra cardenal
a Sandri y le confía la responsabilidad de las Iglesias orientales. Pero eso es
muy poco para ese machista dotado de un ego descomunal, que tampoco tolera
haber sido privado de su cargo de «ministro del Interior» del papa. De modo que
se une a la resistencia de Sodano, soldadito de una guerrilla que comienza a
actuar en la Sierra Maestra vaticana.
La
santa sede nunca ha estado a salvo de esas escenas de pareja y de esas riñas de
familia. En medio del mar de ambiciones, perversiones y maledicencias del
Vaticano, muchos papas consiguieron sobrevivir pese a los vientos contrarios.
Otro secretario de Estado habría podido conducir a buen puerto la nave
vaticana, incluso con Benedicto XVI; otro papa, si se hubiera ocupado de la
curia, habría podido reflotar la nave, incluso con Bertone. Pero la unión de un
papa ideólogo interesado únicamente en la teoría y un cardenal incapaz de
controlar la curia, engreído y ávido de reconocimiento, no podía funcionar. La
pareja pontificia es una yunta tambaleante desde el principio y su fracaso se
confirma de inmediato. «Confiábamos el uno en el otro, nos entendíamos bien, y
por tanto le conservé», confirmará mucho más tarde con clemencia y generosidad
el papa emérito Benedicto XVI refiriéndose a Bertone.
Las
polémicas estallan sucediéndose unas a otras con una rapidez y una violencia
asombrosas: el discurso del papa en Ratisbona provoca un escándalo
internacional porque sugiere que el islam era intrínsecamente violento,
desmontando con ello todos los esfuerzos del diálogo interreligioso del
Vaticano (el discurso no había sido revisado y el papa finalmente tendrá que
excusarse); al rehabilitar rápidamente y sin condiciones a los ultraintegristas
de Lefebvre, entre los que se encuentra un antisemita y revisionista notorio,
se acusa al papa de apoyar a la extrema derecha y se suscita una enorme
polémica con los judíos. Esos graves errores de fondo y de comunicación
debilitan inmediatamente al santo padre. E inevitablemente vuelve a salir a la
luz su pasado en las juventudes hitlerianas.
El
cardenal Bertone será muy pronto el protagonista de un inmenso escándalo
inmobiliario. A partir de las filtraciones de Vatileaks, la prensa le señala
por haberse atribuido un ático, como Sodano: 350 metros cuadrados en el palacio
de San Carlos, compuesto por la unión de dos apartamentos anteriores,
prolongado en una inmensa terraza, también de 300 metros cuadrados. Los
trabajos de reforma de su palacio, con un coste de 200.000 euros, habrían sido
financiados por la fundación del hospital pediátrico Bambino Gesù. (El papa
Francisco le pedirá a Bertone que devuelva esta suma y el Vaticano anuncia un
proceso contra el cardenal dilapidador.)
Tenemos poca información, pero una
camarilla gay se agita entre bastidores para avivar las polémicas e intrigar a
diestro y siniestro. Participan en estas maniobras algunos cardenales y
obispos, todos homosexuales practicantes. Comienza una auténtica guerra de
nervios, cuyo objetivo es Bertone y, de paso, por supuesto, el papa. Detrás de
esas intrigas se ocultan tantos odios viscerales, maledicencias, rumores y a
veces historias de amor, de uniones y rupturas amorosas antiguas, que resulta
difícil desligar los problemas interpersonales de las verdaderas cuestiones de
fondo. (En su Testimonianza, el
arzobispo Viganò sospecha que el cardenal Bertone «se había mostrado claramente
favorable a la promoción de homosexuales a puestos de responsabilidad».)
En
este agrio contexto, llegan a la santa sede nuevas y graves revelaciones de
escándalos de abusos sexuales en varios países. Al borde ya de la explosión, el
Vaticano será arrastrado por este mar de fondo, del que la ciudad papal, diez
años después, no se ha repuesto todavía.
Tan
homófobo como Sodano, Bertone tiene su propia teoría sobre la cuestión
pedófila, que da a conocer al gran público y a la prensa con ocasión de un
viaje a Chile, adonde llega muy rebotado, acompañado de su secretario favorito.
El secretario de Estado habla oficialmente, en abril de 2010, sobre la
psicología de los sacerdotes pedófilos. Está a punto de estallar una nueva
polémica mundial.
Esto
es lo que dice el cardenal Bertone:
—Muchos
psicólogos y psiquiatras han demostrado que no hay ninguna relación entre el
celibato [de los sacerdotes] y la pedofilia; en cambio, muchos otros han
demostrado, según me han dicho recientemente, que existe una relación entre
homosexualidad y pedofilia. Esto es cierto. Este es el problema.
El
discurso oficial, en boca del número dos del Vaticano, no pasa desapercibido.
Esas palabras, totalmente infundadas y en plena tormenta, dan lugar a una
protesta internacional: cientos de personalidades y militantes LGTB, pero
también ministros europeos y teólogos católicos denuncian las frases
irresponsables del prelado. Por primera vez, sus declaraciones son objeto de un
prudente desmentido por parte del servicio de prensa del Vaticano, refrendado
por el papa. Que Benedicto XVI abandone su reserva para sugerir un matiz de
desacuerdo con su «primer ministro» demasiado homófobo tiene su chispa. Así que
el momento es grave.
¿Como
pudo Bertone pronunciar una frase tan absurda? He interrogado sobre esta
cuestión a muchos cardenales y prelados: la mayoría alega error de comunicación
o torpeza; solo uno me da una explicación interesante. Según ese sacerdote de
la curia, que trabajó en el Vaticano en tiempos de Benedicto XVI, la postura de
Bertone sobre la homosexualidad es estratégica, pero también reflejaría el
fondo de su pensamiento. Estratégica en primer lugar, porque es una técnica muy
eficaz para echar la culpa a las ovejas descarriadas, que en la Iglesia no
hacen otra cosa que cuestionar el celibato de los sacerdotes. La salida del
secretario de Estado refleja también el fondo de su pensamiento porque
corresponde, según indica la misma fuente, a lo que piensan los teóricos en los
que se inspira Bertone, como el cardenal Alfonso López Trujillo o el sacerdote
psicoanalista Tony Anatrella. ¡Dos homófobos obsesivamente practicantes!
Hay que añadir además elementos de
contexto que descubrí en mis viajes a Chile. El primero es que la orden más
afectada por los abusos sexuales en ese país es la de los salesianos de Don
Bosco, a la que pertenece Bertone. En segundo lugar, y es algo que ha hecho
reír a todo el mundo, cuando Bertone habla en público denunciando que la
homosexualidad está en el origen de la pedofilia, en algunas fotos aparece
rodeado de al menos dos reconocidos sacerdotes homosexuales. Según me indican
distintas fuentes, su declaración «perdió credibilidad» por ese simple hecho.
Finalmente,
Juan Pablo Hermosilla, uno de los principales abogados chilenos que
intervinieron en los casos de abusos sexuales de la Iglesia, especialmente en
el del sacerdote pedófilo Fernando Karadima, me ofreció esta explicación sobre
los vínculos entre homosexualidad y pedofilia que me parece pertinente:
—Mi
teoría es que los sacerdotes pedófilos utilizan las informaciones de que
disponen sobre la jerarquía católica para protegerse. Es una forma de presión o
de chantaje. Los obispos que también mantienen relaciones homosexuales se ven
obligados a callar. Eso explica por qué Karadima fue protegido por [obispos y
arzobispos]: no porque fueran ellos mismos pedófilos, y además la mayoría no lo
son, sino para evitar que su propia homosexualidad fuera descubierta. Esa es,
en mi opinión, la verdadera fuente de corrupción del cover
upinstitucionalizado de la Iglesia.
Se
puede ir más lejos. Muchas desviaciones de la Iglesia, muchos silencios, muchos
misterios se explican por esta simple regla de Sodoma: «Todo el mundo se
apoya». ¿Por qué los cardenales callan? ¿Por qué todo el mundo cierra los ojos?
¿Por qué el papa Benedicto XVI, que estaba al corriente de muchos escándalos
sexuales, casi nunca los comunicó sistemáticamente a la justicia? ¿Por qué el
cardenal Bertone, destruido por los ataques de Angelo Sodano, no sacó los dosieres
que tenía sobre su enemigo? Hablar de los demás es arriesgarse a que se hable
de uno. Esta es la clave de la omertà y de la mentira generalizada en la
Iglesia. En el Vaticano y en Sodoma es como en El club de la lucha, y la
primera regla del club de la lucha es no hablar; nadie habla de El club de
la lucha.
La
homofobia de Bertone no le impide comprar una sauna gay en el centro de la
ciudad de Roma. Así es, al menos, cómo presentó la prensa la insólita noticia.
Para
informarme sobre este escándalo, me dirijo al local, situado en el número 40 de
la Vía Aureliana: la sauna Europa Multiclub. Ese local gay, uno de los más
frecuentados de Roma, es un club deportivo y además un lugar de ligue, con
saunas y baños turcos. Allí puede uno retozar legalmente porque el club tiene
la consideración de privado. Se requiere un carnet de miembro para entrar, como
en la mayoría de clubes gais de Italia, una característica nacional. Durante
mucho tiempo, este carnet fue distribuido por la asociación Arcigay; hoy lo vende
a 15 euros Anddos, una especie de lobby que depende de los dueños de
establecimientos gais.
—El
carnet de miembro es obligatorio para entrar en la sauna, ya que la ley prohíbe
tener relaciones sexuales en un lugar público. Somos un club privado, se justifica
Mario Marco Canale, el gerente de la sauna Europa Multiclub.
Canale
es a la vez el encargado de la sauna Europa Multiclub y el presidente de la
asociación Anddos. Me recibe con esa doble condición en el lugar mismo de la
polémica.
Sigue
hablando, ahora desde la perspectiva asociativa:
—Tenemos casi 200.000 miembros en Italia,
ya que la mayoría de bares, clubes y saunas exigen el carnet Anddos para
entrar.
Este
sistema de acceso a los locales gais con carnet es único en Europa. En su
origen, en la Italia machista y antigay de la década de los ochenta, su
objetivo era proteger los locales homosexuales, fidelizar a su clientela y
legalizar la sexualidad en el local. Hoy en día, perdura por razones menos
fundamentales, por presión de los dueños de los setenta clubes agrupados en
Anddos, y tal vez también porque permite a la asociación realizar campañas de
lucha contra el sida y recibir subvenciones públicas.
Para
muchos militantes gais a los que he interrogado, «este carnet es una reliquia
que ya debería suprimirse». Además del posible control de los homosexuales en
Italia (cosa que Anddos desmiente tajantemente), este carnet sería, según un
activista, el símbolo «de una homosexualidad reprimida, vergonzosa y que se
pretende que sea una cuestión privada».
Le
pregunto a Marco Canale por la polémica y los numerosos artículos de prensa que
han presentado la sauna Europa Multiclub como un local gestionado por el
Vaticano, incluso por el propio cardenal Bertone.
—Hay
que saber que en Roma centenares de edificios pertenecen a la santa sede —me
dice Canale sin desmentir claramente la información.
De
hecho, el inmueble situado en la esquina de Vía Aureliana y Vía Carducci, en el
que se encuentra la sauna, fue adquirido por el Vaticano por 20 millones de
euros en mayo de 2008. El cardenal Bertone, entonces «primer ministro» del papa
Benedicto XVI, supervisó y aprobó la operación financiera. Según mis
informaciones, la sauna no es más que una parte del vasto conjunto
inmobiliario, que incluye asimismo una veintena de apartamentos de sacerdotes y
hasta el de un cardenal. Así es como la prensa mezcló las cosas y las resumió
en un titular impactante: ¡el cardenal Tarcisio Bertone ha comprado la sauna
más grande de Italia!
No
obstante, desconcierta la poca profesionalidad, puesto que el secretario de
Estado y sus servicios hubieran podido dar luz verde a esta operación
inmobiliaria de envergadura sin que nadie supiera que en ella se incluía la
sauna más grande de Italia, visible, conocida por todo el mundo y con un
escaparate que da a la calle. En cuanto al precio que pagó el Vaticano, no
parece normal: según una investigación realizada por el diario italiano La
Repubblica, el edificio había sido vendido anteriormente por 9 millones de
euros, por tanto ¡al Vaticano le estafaron 11 millones de euros en esta
operación financiera!
En
nuestra entrevista, Marco Canale se divierte con la polémica, y hasta me
desvela otra sorpresa:
—A
la sauna Europa Multiclub acuden muchos sacerdotes y hasta cardenales. Y cada
vez que hay un jubileo, un sínodo o un cónclave, enseguida nos enteramos: la
sauna se llena más de lo habitual. ¡Gracias a los sacerdotes que acuden!
Según
otra fuente, también es muy elevado el número de sacerdotes que son miembros de
la asociación gay Anddos. Es posible saberlo porque, para ser miembro, hay que
aportar algún documento de identidad no caducado; en el carnet de identidad
italiano aparece indicada la profesión, aunque inmediatamente es anonimizada
por el sistema informático.
—Nosotros
no somos la policía. No fichamos a nadie. Tenemos muchos miembros sacerdotes,
¡eso es todo! —concluye Canale.
Otro
escándalo que se gestó en tiempos de Benedicto XVI y de Bertone, pero que fue
descubierto en el papado de Francisco, es el de las chemsex-parties. Hace ya mucho tiempo que había oído hablar de la
celebración de ese tipo de fiestas dentro de los muros del Vaticano, auténticas
orgías colectivas en las que el sexo y la droga se mezclan en un cóctel a veces
peligroso (chem significa aquí chemicals, droga sintética, a
menudo MDMA, GHB, DOM, DOB y DiPT).
Durante
algún tiempo, creí que eran meros rumores, como tantos otros que circulan en el
Vaticano. Y luego, de repente, en el verano de 2017, la prensa italiana revela
que un monsignore, el padre Luigi Capozzi, que era desde hacía diez años
uno de los principales asistentes del cardenal Francesco Coccopalmerio, ha sido
detenido por la gendarmería vaticana por haber organizado chemsex-parties
en su apartamento privado del Vaticano. (Pregunté por este dosier a un
sacerdote de la curia que conocía bien a Capozzi y también me entrevisté con el
cardenal Coccopalmerio.)
Perteneciente
al círculo de Tarcisio Bertone, y muy apreciado por el cardenal Ratzinger,
Capozzi vivía en un apartamento situado en el palacio del Santo Oficio, rodeado
de cuatro cardenales, varios arzobispos y numerosos prelados, entre los que se
encontraba Lech Piechota, asistente del cardenal Bertone, y Josef Clemens,
exsecretario particular del cardenal Ratzinger.
Conozco
bien este edificio porque he tenido ocasión de cenar en él decenas de veces:
una de sus entradas se sitúa en territorio italiano, la otra en el interior del
Vaticano. Capozzi vivía en un apartamento con una situación ideal para
organizar esas orgías sorprendentes, ya que podía jugar a dos bandas: la
policía italiana no podía registrar su apartamento, ni su coche diplomático,
porque residía en el Vaticano, pero podía salir impunemente de su casa, sin pasar
por los controles de la santa sede, ni ser cacheado por los guardias suizos,
porque una de las puertas de su residencia daba directamente a Italia. Esas chemsex-parties
se desarrollaban siguiendo todo un ritual: luz roja tamizada, fuerte consumo de
drogas duras, vodka-cannabis en la mano e invitados muy juguetones. ¡Auténticas
«noches del infierno»!
Según
los testigos con los que he hablado, la homosexualidad de Capozzi era conocida
por todos y, lógicamente, también por sus superiores —el cardenal Coccopalmerio
y Tarcisio Bertone—, y más si tenemos en cuenta que el sacerdote no tenía
reparos en dejarse ver en los clubes gais de Roma o en asistir en verano a las
grandes fiestas LGTB del Gay Village Fantasia, al sur de la capital.
—En
esas chemsex-parties había otros sacerdotes y empleados del Vaticano
—añade uno de los testigos, un monsignore que había participado en esas
fiestas.
Tras
esas revelaciones, el sacerdote Luigi Capozzi fue ingresado en la clínica Pío
XI y nunca más se ha sabido de él. (Sigue siendo presuntamente inocente, puesto
que no ha sido procesado por tenencia y consumo de drogas.)
El
pontificado de Benedicto XVI arrancó a toda máquina y siguió avanzando a toda
vela, en medio de una oleada de escándalos. En cuanto a la cuestión gay, la
guerra contra los homosexuales se reanuda con más intensidad, como en tiempos
de Juan Pablo II; la hipocresía se vuelve sistémica. Rechazo a los homosexuales
de puertas afuera; homofilia y doble vida de puertas adentro. El circo
continúa.
«El pontificado más gay de la historia»:
la expresión procede del exprelado Krzysztof Charamsa. Cuando le entrevisto en
Barcelona y luego en París, ese sacerdote que trabajó durante mucho tiempo
junto a Joseph Ratzinger insiste muchas veces en esta expresión a propósito de
los años del papado de Benedicto XVI: «El pontificado más gay de toda la
historia». Y el sacerdote de la curia don Julius, que afirma que era «difícil
ser heterosexual en tiempos de Benedicto XVI», aunque existen raras
excepciones, utiliza una expresión dura para definir el entorno del papa: «Fifty shades of gay» («Cincuenta sombras de
gay»).
El
propio Francisco, evidentemente menos directo, ha señalado las paradojas de
este entorno incongruente utilizando una expresión severa contra los
ratzinguerianos: «Narcisismo teológico». Otra palabra en clave que también
utiliza para insinuar la homosexualidad es «autorreferencial». Detrás de la
inflexibilidad, como bien sabemos, se ocultan las dobles vidas.
—Siento
una profunda tristeza al repasar el pontificado de Benedicto, uno de los
momentos más sombríos para la Iglesia, en que la homofobia representaba el
intento constante y desesperado por disimular la existencia misma de la
homosexualidad entre nosotros —me dice Charamsa.
Durante
el pontificado de Benedicto XVI, cuanto más se asciende en la jerarquía
vaticana, más homosexuales se encuentran. Y la mayoría de los cardenales
creados por el papa serían al menos homófilos, y algunos muy «practicantes».
—En
tiempos de Benedicto XVI, un obispo homosexual que dé la impresión de ser casto
tiene muchas más posibilidades de ser cardenal que un obispo heterosexual —me
confirma un célebre fraile dominico, buen conocedor del ratzinguerismo, y que
fue titular de la cátedra Benedicto XVI en Ratisbona.
Acompañan
al papa en todos sus desplazamientos algunos de sus colaboradores más cercanos.
Entre ellos, el conocido prelado apodado por la prensa «Monseñor Jessica»,
aprovecha las visitas regulares del santo padre a la iglesia de Santa Sabina de
Roma, sede de los dominicos, para entregar a los jóvenes frailes su tarjeta de
visita. Su pickup line, o técnica de ligue, fue objeto de comentarios en
todo el mundo, cuando fue divulgada en un artículo de investigación de la
revista Vanity Fair: ¡pretendía seducir a los seminaristas proponiéndoles
ver la cama de Juan XXIII!
Era
muy touchy («sobón») y tenía un trato muy íntimo con los seminaristas
—reconoce el padre Urien, que le vio actuar.
Otros
dos obispos gayissimi asignados al protocolo, que tratan a Ratzinger con
gran afecto y pertenecen al círculo del secretario de Estado Bertone, también
multiplican los juegos sexuales: tras haber practicado sus técnicas en tiempos
de Juan Pablo II, siguen perfeccionándolas en el papado de Ratzinger. (Los
conocí a ambos con Daniele y uno de los dos flirteó insistentemente con
nosotros.)
En
el Vaticano, obviamente todo esto da pie a habladurías, hasta el punto de que
hay prelados que se sienten escandalizados. El arzobispo y nuncio Angelo
Mottola, destinado en Irán y en Montenegro, en una de sus estancias en Roma se
dirige al cardenal Tauran y le dice (según un testimonio que presencia la
escena):
—No entiendo por qué ese papa [Benedicto
XVI] condena a los homosexuales cuando está rodeado de esos ricchioni —(La palabra italiana es difícil
de traducir, lo más parecido sería «locas».)
El
papa se desentiende de los rumores. A veces incluso lleva hasta el extremo esta
imagen. Cuando el San Juan Bautista de Leonardo da Vinci se expone en el
Palazzo Venezia de Roma, en el curso de la larga gira organizada por el museo
del Louvre, después de su restauración, el papa decide ir a verlo en majestad.
Benedicto XVI, rodeado de su séquito, efectúa un desplazamiento especial. ¿Le
atrae el andrógino con rizos de color rubio veneciano o el índice de la mano
izquierda con el que ese hijo del trueno apunta al cielo? En cualquier caso, el
trabajo de limpieza de la obra supone para la misma un auténtico renacimiento:
el adolescente afeminado y seductor, oculto detrás de años de suciedad, sale a
la luz, a la vista de todos. Restaurado y sublime, San Juan Bautista
acaba de hacer su coming out y el papa no ha querido perderse el
acontecimiento. (Se cree que el modelo del San Juan Bautista fue Salaï,
un muchacho pobre y delincuente, de una extraordinaria belleza angelical y
andrógina, al que Leonardo encontró por casualidad en las calles de Milán en
1490: ese «pequeño diablo» de largos rizos que fue su amante durante mucho
tiempo.)
Otra
vez, en 2010, con ocasión de una audiencia general, el papa asiste en la sala
Pablo VI a un breve espectáculo de danza: cuatro acróbatas sexis suben al
escenario y, ante el ojo maravillado del papa, de repente se quitan la
camiseta. Con los torsos desnudos, resplandecientes de juventud y de belleza,
ejecutan un número animado, que puede verse en YouTube. El santo padre, que
estaba sentado en su inmenso trono papal, se levanta espontáneamente,
emocionado, para saludarles. Detrás de él, el cardenal Bertone y Georg Gänswein
aplauden a rabiar. Más tarde se sabe que ese pequeño grupo había tenido el
mismo éxito en el Gay Pride de Barcelona. ¿Acaso alguien del entorno del papa
se había fijado en ellos?
Todo
esto no impide que el papa redoble de nuevo los ataques contra los gais.
Benedicto XVI, recién elegido, a finales de 2005 ya había pedido a la
Congregación para la Doctrina de la Fe que redactara un nuevo texto para
condenar la homosexualidad con mayor severidad aún, teniendo en cuenta «que la
cultura homosexual no cesaba de progresar». Parece ser que sus equipos
debatieron intensamente sobre si había que hacer una encíclica o un simple
«documento». La versión final del texto, muy acabada, circuló para ser
comentada, como exige la norma, entre los miembros de la Congregación para la
Doctrina de la Fe (uno de los sacerdotes asistente del cardenal Jean-Louis Tauran
tuvo acceso a ese texto y me lo describió con todo detalle). La violencia del
texto era intolerable, según ese sacerdote, que también leyó las opiniones de
los consultores y de los miembros de la Congregación —entre ellos Tauran—
adjuntas al dosier (por ejemplo, las de los obispos y futuros cardenales Albert
Vanhoye y Giovanni Lajolo, o también del obispo Enrico Dal Covolo, que revelan
una gran homofobia). El sacerdote recuerda algunas frases rancias sobre el
«pecado contra natura», la «bajeza» de los homosexuales o incluso el «poder del
lobby gay internacional».
Cientos
de personas consultadas abogaban por una intervención fuerte en forma de
encíclica; otras se decantaban por un documento de rango menor, y finalmente
otras aconsejaban que, dado el riesgo de que hubiera consecuencias
contraproducentes, era preferible no insistir en este tema —recuerda el
sacerdote.
La encíclica finalmente no verá la luz, ya
que el entorno del papa le convenció de que no insistiera de nuevo
—¿demasiado?— en el tema. Pero el espíritu del texto perdurará.
En
un contexto ya de fin de reinado, tras menos de cinco años de pontificado, la
máquina vaticana se bloquea casi totalmente. Benedicto XVI se encierra en su
timidez y se echa a llorar a menudo. El vicepapa Bertone, desconfiado por
naturaleza, se vuelve totalmente paranoico. ¡Ve complots por todas partes,
maquinaciones, intrigas! Como respuesta habría aumentado los controles. La
máquina de los rumores se intensifica, se rellenan fichas y con ellas las
escuchas telefónicas de la gendarmería.
En
los ministerios y en las congregaciones del Vaticano, se multiplican las
dimisiones, voluntarias o forzosas. En la Secretaría de Estado, centro
neurálgico del poder, Bertone se ocupa personalmente de las tareas domésticas,
hasta tal punto teme a los traidores y más aún a los taimados, que podrían
hacerle sombra. De modo que reciben el mismo trato los Judas, los Pedros y los
Juanes, a todos se les invita a abandonar la cena.
Tarcisio
Bertone excluye a dos de los nuncios más experimentados de la Secretaría de
Estado: envía a a monseñor Gabriele Caccia al Líbano (donde lo visité); aleja a
Pietro Parolin a Venezuela.
—Cuando
Caccia y Parolin se fueron, Bertone se quedó solo. El sistema, que ya era
gravemente disfuncional, se hundió violentamente —observa el vaticanista
estadounidense Robert Carl Mickens.
Muchos
empiezan a pedir audiencia al papa sin pasar por el molesto secretario de
Estado. Sodano habla abiertamente con el papa y Georg Gänswein, al que acuden
directamente para evitar a Bertone, recibe a todos los descontentos, que forman
una cola constante delante de su despacho. Y mientras el pontificado está
agonizando, cuatro cardenales de peso —Schönborn, Scola, Bagnasco y Ruini—
aparecen de repente para pedir audiencia a Benedicto XVI. Esos expertos en
intrigas vaticanas, agudos conocedores de los malos hábitos de la curia, le
sugieren que sustituya de inmediato a Bertone. Y, casualmente, su iniciativa se
filtra enseguida a la prensa. El papa no quiere ni oír hablar del asunto y
corta en seco:
—Bertone
se queda, ¡basta!
Que
la homosexualidad es el núcleo de numerosas intrigas y de muchos escándalos es
una certeza. Pero sería erróneo oponer aquí, como se ha hecho a veces, dos
campos, uno friendly y el otro homófobo, o uno closeted frente a
heterosexuales castos. El pontificado de Benedicto XVI, cuyos escándalos son en
parte el producto de los «círculos de lujuria» que empezaron a destacar en
tiempos de Juan Pablo II, enfrenta de hecho a varios clanes homosexuales que
comparten la misma homofobia. Bajo ese pontificado, todo el mundo o casi todo
el mundo estaban cortados del mismo patrón.
La
guerra contra los gais, el preservativo y las uniones civiles se intensifica
igualmente. Pero mientras que en 2005, cuando fue elegido Joseph Ratzinger, el
matrimonio era todavía un fenómeno muy limitado, ocho años más tarde, en el
momento en que Benedicto XVI dimite, se está generalizando en Europa y en
América Latina. Su pontificado abreviado puede resumirse como una increíble
sucesión de batallas perdidas de antemano. Ningún papa de la historia moderna
ha sido tan antigay, y ningún papa ha asistido, impotente, a unmomentum
así a favor de los derechos de los gais y de las lesbianas. Muy pronto, más de
treinta países reconocerán el matrimonio entre personas del mismo sexo,
incluida su Alemania natal, que en 2017 adoptará, con una mayoría parlamentaria
muy amplia, el texto contra el que Joseph Ratzinger luchó toda su vida.
Sin
embargo, Benedicto XVI nunca dejó de luchar. La lista de bulas, breves,
intervenciones, cartas y mensajes contra el matrimonio es infinita. Sin
respetar la separación de Iglesia y Estado, intervino en el debate público en
todas partes y, secretamente, el Vaticano manipuló todas las manifestaciones
contra el matrimonio.
Cada
vez, el mismo fracaso. Pero lo más revelador es que muchos de los actores de
esta batalla son homófilos, «en el armario» o practicantes. A menudo forman
parte de la parroquia.
La
guerrilla contra el matrimonio gay la encabezan, bajo su autoridad, nueve
prelados: Tarcisio Bertone, el secretario de Estado, asistido por sus adjuntos,
Léonardo Sandri, como sustituto o «ministro del Interior», Fernando Filoni y
Dominique Mamberti, como «ministro de Asuntos exteriores», y también William
Levada y Gerhard Müller, a la cabeza de la Congregación para la Doctrina de la
Fe. Giovanni Battista Re y Marc Ouellet desempeñan la misma función en el seno
de la Congregación para los Obispos. Y, por supuesto, el cardenal Alfonso López
Trujillo, que, al frente del consejo pontificio para la familia, al comienzo
del pontificado se opone enérgicamente al matrimonio gay.
Tomemos
por ejemplo el caso de ese otro ratzingueniano, el cardenal suizo Kurt Koch,
obispo de Basilea, al que el papa mandó llamar a la curia en 2010. En aquella
misma época, el veterano periodista Michael Meier, especialista en cuestiones
religiosas en el Tages-Anzeiger, el principal diario suizo de habla
alemana, publica un largo artículo de investigación basado en numerosos
testimonios de primera mano y documentos originales. En él, Meier revela la
existencia de un libro publicado por Koch, pero extrañamente desaparecido de su
bibliografía, Lebenspiel der Freundschaft, Meditativer Brief an meine Freund
(textualmente, Juego de amistad, Carta reflexiva a mi amigo). Ese libro,
del que conseguí una copia, podría ser leído como una auténtica carta de amor a
un joven teólogo. Meier describe también el entorno sentimental del cardenal.
Revela la existencia de un apartamento secreto que Koch compartiría con otro
sacerdote e insinúa que Koch llevaría una doble vida. Koch no lo ha negado
nunca de forma pública.
—Todo
el mundo entendió que Koch se sentía mal consigo mismo —me dijo Michael Meier,
en una de las entrevistas que realizamos en su apartamento de Zúrich. Hasta
donde yo sé, su artículo no ha sido desmentido por el obispo de Basilea: no ha
habido ni derecho de réplica ni queja alguna por su parte.
¿Fue
Koch víctima de denuncias calumniosas por parte de su entorno? El hecho es que
Ratzinger llama a Koch a la curia. Al hacerle cardenal y nombrarle ministro del
«ecumenismo», le rescata delicadamente de Basilea. (El cardenal Koch no quiso
responder a mis preguntas, pero en Roma pude interrogar a uno de sus
asistentes, el padre Hyacinthe Destivelle, que me describió detenidamente el
grupo de schülerkreis, el círculo de discípulos de Ratzinger del que se
ocupa Koch. También debatimos sobre la homosexualidad de Tchaikovski.)
En Italia, la homofobia enfermiza de
Benedicto XVI empieza a exasperar a los medios gay-friendly. Cada vez tiene menos aceptación entre la opinión
pública (¡los italianos han entendido su lógica!) y los militantes LGTB
empiezan a devolver golpe por golpe. Los tiempos están cambiando. El papa lo
experimentará en sus propias carnes.
Equivocándose
trágicamente de enemigo —arremete básicamente contra la homosexualidad y apenas
contra la pedofilia— el santo padre pierde de entrada la batalla de la moral.
Será denunciado personalmente como no lo ha sido nunca antes ningún papa. Es
difícil imaginar hoy las críticas que el papa Benedicto XVI tuvo que soportar
durante su pontificado. Apodado, con una expresión inédita, Passivo e bianco
por los medios homosexuales italianos, se le acusó regularmente de estar «en el
armario» y se le convirtió en símbolo de la «homofobia interiorizada». Se
produjo una verdadera crucifixión mediática y militante.
En
los archivos de las asociaciones gais italianas, en Internet y en la deep
web, he encontrado numerosos artículos, panfletos y fotografías que
ilustran esta guerrilla. Ciertamente, nunca un papa fue tan odiado en la
historia moderna del Vaticano.
—Nunca
había visto nada semejante. Era literalmente una oleada continua de artículos
acusatorios, de habladurías, de ataques procedentes de todas partes, de
escritos de blogueros violentos que alimentaban rumores, cartas insultantes, en
todas las lenguas, procedentes de todos los países. Hipocresía, doblez, falta
de sinceridad, doble juego, homofobia interiorizada, fue acusado de todo eso ad
nauseam —me cuenta un sacerdote que trabajó en esa época en la sala de
prensa del Vaticano.
En
las manifestaciones a favor de las uniones civiles italianas en 2007, aparecen
pancartas con esas inscripciones: «Joseph e Georg. Lottiamo anche per voi»
(«Joseph y Georg, luchamos también por vosotros»). O esta otra pancarta: «Il
Papa è Gay come Noi» («El papa es gay como nosotros»).
En
un librito que tuvo un éxito modesto pero que impresionó por su audacia, el
periodista anarquista, representante de la cultura underground italiana,
Angelo Quattrocchi literalmente «sacó del armario» a Benedicto XVI. Con el
título de The Pope is NOT gay, este libro irónico reúne muchas fotos girly
y sissy del papa y de su protegido Georg. El texto es mediocre, repleto
de errores objetivos y no aporta ninguna prueba de lo que presenta, ni ninguna
información nueva; pero las fotografías muestran su bromance y son muy
cómicas. Apodado the Pink Pope, Ratzinger aparece en él descrito desde
todos los ángulos.
Paralelamente,
se difunden los motes de Benedicto XVI, a cual más cruel: uno de los peores,
junto con Passivo e bianco, fue La Maledetta («la maldita»,
haciendo un juego de palabras con «Benedetto»).
Antiguos
compañeros de clase o estudiantes que conocieron al papa también empiezan a
hablar, como por ejemplo la alemana Uta Ranke Heinemann, que fue compañera de
estudios en la universidad de Múnich. A los 84 años, aporta su testimonio
diciendo que cree que el papa era gay. (No proporciona más prueba que su propio
testimonio.)
En
todo el mundo, decenas de asociaciones LGTB, medios de comunicación gais y
también diarios sensacionalistas, como la prensa amarilla británica, lanzan una
campaña feroz contra Ratzinger. ¡Y con qué habilidad esta prensa del corazón
consigue mediante alusiones, frases veladas y juegos de palabras ingeniosos
decir las cosas sin decirlas!
El
célebre bloguero estadounidense Andrew Sullivan también incrimina al papa en un
artículo que alcanza un notable éxito. Polemista conservador muy temido,
militante gaydesde los comienzos, el ataque de Sullivan tiene un impacto más
considerable porque él es católico. Para Sullivan, no hay ninguna duda de que
el papa es gay, aunque no aporta más prueba que los atuendos estrafalarios de
Benedicto XVI y su bromance con Georg.
El
blanco de todas esas campañas es justamente Georg Gänswein, descrito
generalmente como el secretario «preferido» de Ratzinger, el rumored
boyfriend, o incluso el «compañero en la vida del santo padre». En
Alemania, jugando con la pronunciación de su nombre, apodan a Georg: gay.org.
Es
tal el grado de maldad que, al parecer, un sacerdote gay solía ligar en los
parques de Roma presentándose bajo la siguiente identidad: «Georg Gänswein,
secretario personal del papa». Seguro que es todo una invención, pero pudo
contribuir a acrecentar el rumor. Esta historia recuerda la técnica del gran
escritor André Gide que, tras haber hecho el amor con bellos efebos en el Norte
de África, les decía (según uno de sus biógrafos): «Recuerda que te has
acostado con uno de los más grandes escritores franceses: ¡François Mauriac!».
¿Cómo
se explica semejante ensañamiento? En primer lugar, tenemos el discurso
antihomosexual de Benedicto XVI, que naturalmente se prestaba al ataque porque,
como dice el proverbio, ¡se lo había servido en bandeja de plata!
Es
un hecho: el papa olvidó el Evangelio de Lucas: «No juzguéis y no seréis
juzgados; no condenéis y no seréis condenados».
El
exsacerdote de la curia Francesco Lepore, al que Joseph Ratzinger prologó un
libro, me explica:
—Es
evidente que un papa tan refinado, tan afeminado y tan próximo a su magnífico
secretario particular era un blanco fácil para los militantes gais, pero el
motivo de esos ataques es sobre todo sus posturas tan homófobas. Se ha dicho
repetidamente que era un homosexual encubierto, pero nadie ha aportado ninguna
prueba. Yo, personalmente, creo que es homófilo, por muchas razones, pero
también creo que nunca ha sido practicante.
Otro
sacerdote italiano, que trabaja en el Vaticano, relativiza ese punto de vista y
no concede demasiado crédito a la homosexualidad de Ratzinger:
—Hay
imágenes y es cierto que cualquier gay que mire las fotografías de Benedicto
XVI, su sonrisa, su porte, sus maneras, puede pensar que es homosexual. Todos
los desmentidos del mundo no podrán disipar esta profunda convicción de la
gente. Además, y esta es la trampa en la que cayó, siendo sacerdote no puede
desmentir esos rumores, porque no ha podido tener mujeres o amantes. ¡Un
sacerdote no podrá probar jamás que es heterosexual!
Federico
Lombardi, el exportavoz de Benedicto XVI y actual director de la fundación
Ratzinger, se queda petrificado ante esta avalancha de críticas que todavía
continúa:
—Mire,
yo viví la crisis irlandesa, la crisis alemana, la crisis mexicana… Creo que la
historia reconocerá la labor de Benedicto en la cuestión de la pedofilia, por
haber clarificado las posturas de la Iglesia y haber denunciado los abusos
sexuales. Ha sido más valiente que nadie.
Falta
cerrar la cuestión del lobby gay, que envenenó el pontificado y fue una
auténtica obsesión de Ratzinger. Realidad o suposición, es cierto que Benedicto
XVI tuvo muchos problemas por culpa de ese lobby, ¡de cuya «disolución»
se felicitará mucho más tarde, con cierta bravuconería, en Último Testamento!
También Francisco denunciará la existencia deun lobby gay en su famosa respuesta «¿Quién soy yo para juzgar?» (y en
su primera entrevista con el jesuita Antonio Spadaro).
A
partir de los centenares de entrevistas realizadas para este libro, he llegado
a la conclusión de que no existe tal lobby en el sentido preciso del
término. Si se hubiera probado su existencia, esa especie de francmasonería,
secreta, debería trabajar por una causa, en este caso la promoción de los
homosexuales. No hay nada de esto en el Vaticano, donde si existiera un lobby
gay, tendría un nombre equivocado, puesto que la mayoría de los cardenales y
prelados homosexuales de la santa sede actúan por lo general en contra de los
intereses de los gais.
—Creo
que hablar de un lobby gay en el Vaticano es un error —me sugiere el
exsacerdote de la curia Francesco Lepore. Un lobbysignifica que habría
una estructura de poder que pretende en secreto alcanzar un objetivo. Esto es
imposible y absurdo. La realidad es que en el Vaticano hay una mayoría de
personas homosexuales con poder. Por vergüenza, por miedo, pero también por
arribismo, esos cardenales, esos arzobispos, esos sacerdotes desean proteger su
poder y su vida secreta. Esas personas no tienen ningún interés en trabajar a
favor de los homosexuales. Mienten a los demás y a veces se mienten a sí
mismos. Pero no hay ningún lobby.
Voy
a exponer aquí otra hipótesis que me parece que refleja mejor, no el lobby,
sino la vida gay del Vaticano: el «rizoma». En botánica, un rizoma es una
planta que no es solamente un tallo subterráneo, sino que tiene ramificaciones
horizontales y verticales que se multiplican en todas direcciones, hasta el
punto de que no se sabe si la planta es subterránea o de superficie, ni tampoco
se diferencia la raíz del tallo. En la sociedad, el «rizoma» (una imagen que
saco del libro Mil mesetas, de los filósofos Gilles Deleuze y Félix
Guattari) es una red de relaciones y de vínculos totalmente descentralizados,
desordenados, sin principio ni límites; cada rama del rizoma puede conectarse
con otra, sin jerarquía ni lógica, sin centro.
Creo
que el hecho homosexual, construido a base de complicidades subterráneas, está
estructurado en rizoma en el Vaticano, y más extensamente en la Iglesia
católica. Con su propia dinámica interna, cuya energía proviene tanto del deseo
como del secreto, la homosexualidad conecta entre sí a centenares de prelados y
de cardenales de una manera que escapa a las jerarquías y a los códigos. De
este modo, siendo a la vez multiplicidad, aceleración y derivación, da lugar a innumerables
conexiones multidireccionales: relaciones amorosas, contactos sexuales,
rupturas afectivas, amistades, reciprocidades, situaciones de dependencia y
promociones profesionales, abusos de poder y del derecho de pernada. Sin
embargo, las causalidades, las ramificaciones, las relaciones no pueden ser
determinadas claramente desde fuera. Cada «rama» del rizoma, cada «fragmento»
de la Gran Obra, cada «bloque» de esta especie de «cadena de bloques» (o blockchain,
por usar una imagen del mundo digital) ignora a menudo la sexualidad de las
otras ramas: es una homosexualidad a diferentes niveles, auténticos «cajones»
aislados de un mismo armario (el teólogo estadounidense, Mark Jordan, eligió
otra imagen que compara el Vaticano con una colmena con su honeycomb of
closets: estaría constituida por muchos pequeños armarios, y cada sacerdote
homosexual en cierto modo estaría aislado en su celdilla). No hay que
subestimar, por tanto, la opacidad de los individuos y el aislamiento en el que
viven, incluso cuando son partes interesadas del rizoma. Agrupación de seres
débiles cuya unión no hace la fuerza, setrata de una red donde cada uno sigue
siendo vulnerable y a menudo infeliz. Y esto explica por qué muchos obispos y
cardenales a los que he entrevistado, pese a ser ellos mismos gais, parecían
sinceramente consternados ante la extensión de la homosexualidad en el
Vaticano.
En
definitiva, las «mil mesetas» homosexuales del Vaticano, ese rizoma
extraordinariamente denso y secreto, es mucho más que un simple lobby.
Es un sistema. Es la matriz de Sodoma.
¿Tuvo
el cardenal Ratzinger conocimiento de este sistema? Es imposible decirlo. En
cambio, es cierto que el papa Francisco descubrió los resortes y la extensión
del rizoma cuando llegó a la silla de san Pedro. Y no se pueden entender los
Vatileaks, la guerra contra Francisco, la cultura del silencio sobre los miles
de escándalos de abusos sexuales, la homofobia recurrente de los cardenales, ni
tampoco la dimisión de Benedicto XVI si no se evalúa la extensión y la profundidad
del rizoma.
Así que no hay lobby gay;
hay mucho más que esto en el Vaticano: una inmensa red de relaciones homófilas
u homosexualizadas, polimorfas, sin centro, pero dominadas por el secreto, la
doble vida y la mentira, constituida en «rizoma». Y que también podríamos
llamar: «El Armario».
Próximo capítulo:
22
DISIDENTES
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