TRIBUNA
Los otros catalanes
El crítico Javier Fernández de
Castro destaca la vigencia del libro de Francisco Candel que dio voz a los
inmigrantes en Barcelona
ElPaís
No cabe duda
de que Francisco
Candel tenía buen ojo para los títulos: Donde la ciudad cambia su
nombre o Han matado un hombre, han roto un paisaje no solo
eran vistosos y originales, sino que picaban la curiosidad e incitaban a la
lectura. En contra de la clase de literatura que se escribía entonces, las
suyas eran unas novelas sorprendentes, divertidas, descaradas, disparatadamente
realistas y desgarradoras. Lo que escribía le era tan próximo y natural que no
vio la necesidad de cambiar los nombres o difuminar un poco los escenarios de
los sucesos relatados. Y lo que sucedió fue una furibunda rebelión de los
personajes en la que estos, no sin cierta dosis de razón, amenazaron con
estrangularlo. Todo ello ha quedado debidamente consignado en ¡Dios la que
se armó!
Pero si con
sus novelas logró poner cara y ojos a unos recién llegados que eran mirados con
creciente suspicacia por los naturales, le bastó un batiburrillo de artículos,
reportajes, ensayos y testimonios titulado Els altres catalans (1964), o
Los otros catalanes (1965), para darle voz a un problema identitario que
desde entonces no ha dejado de crecer y envenenarse. Pero no cabe duda de que de
nuevo acertó con el título.
En contra de
la clase de literatura que se escribía entonces las de Francisco Candel eran
unas novelas sorprendentes, divertidas, descaradas, disparatadamente realistas
y desgarradoras
Esos
"otros" catalanes a los que las endomingadas damas de la parte alta
de la ciudad bajaban a darles ropa usada y golosinas para sus niños (y que
Candel, fallecido en 2007, despelleja sin piedad en sus novelas) crecieron tan
desmesuradamente que acabaron por formar un cinturón rojo en torno a Barcelona,
todo ello con la preocupante particularidad de que seguían celebrando sus
ferias abrileñas, sus procesiones rocieras y unas semanas santas que empezaban
a equipararse a "las de allí". Que era preciso integrarlos era
evidente porque la amenaza contra la propia identidad catalana crecía al mismo
ritmo que el número de recién llegados. Y fue entonces cuando el aún honorable Jordi Pujol
creyó dar con la tecla adecuada: "Catalán", decretó con la autoridad
moral que entonces tenía, "es todo aquel que vive y trabaja en
Cataluña".
El problema
es que los tiempos corren más que los buenos propósitos. Y esta vez le tocó a
la matriarca del clan Pujol dar el nuevo grito de alarma al relatar,
espeluznada, su premonitora visión de las adorables iglesias románicas de la
Vall de Boí convertidas en mezquitas. La pobre mujer había visto con horror que
los otros ya eran otros.
Cabe
preguntarse qué pasará por las cabezas de la atribulada ex primera dama y de su
ya no tan honorable esposo cuando miren juntos la televisión y vean lo que está
pasando en todo el arco mediterráneo, con miles de refugiados de todas las
etnias y religiones saltando día tras día las alambradas aun a costa de
lacerarse pies y manos, hacinados en barcos a merced de la suerte y los
elementos o salvando las peligrosas marismas donde desemboca el río Evros, que
es la versión macedonia de nuestro viejo Ebro. Es incluso factible que al final
de un día en el que la cosecha de emigrantes haya sido agobiante, ese
matrimonio de ancianos, a coro con un número cada vez creciente de vecinos,
pueda llegar a preguntarse si no estará lejos el día en que los otros seamos
nosotros.
50 años más tarde, el viejo Candel,
que nunca salió de su barrio y que en cierto modo sigue viviendo en él,
acogería con su característica sorna esas nuevas aprensiones. Él, que nació en
un pueblecito de Valencia y llegó a la ciudad sin nombre con dos años, no solo
terminó siendo un escritor honrado y respetado en Cataluña, sino que hasta fue
senador. Y encima sale en las antologías de escritores valencianos. Como lo
oyes.
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