Desclasifiquemos
las vergüenzas del franquismo
20-11-15
Público
Francisco Espinosa Maestre
Historiador
Todos los países tienen zonas oscuras y fondos
documentales cerrados a la investigación. Sin embargo, al mismo tiempo cabe
afirmar que mientras más democrático es un país menos serán las trabas para
acceder a la investigación de su pasado reciente. E igualmente esa base
democrática garantizará también que incluso los documentos clasificados no
serán destruidos, sino conservados hasta que se considere oportuna su consulta.
Pondré un ejemplo significativo.
Bill Clinton, presidente de los EEUU entre 1993 y 2001,
ordenó durante su mandato que fueran desclasificados miles de documentos —unos
veintitrés mil— relacionados con la situación en Chile antes y después del
golpe militar de septiembre de 1973. Entre esos documentos están incluso las
notas de las conversaciones entre Nixon y Kissinger. Esta desclasificación
permitió demostrar hasta qué punto estuvo implicado dicho país en el golpe de
Pinochet, como puede verse en el libro de Peter Kornbluh Pinochet: los archivos secretos (Crítica, Barcelona, 2004 y 2013). Obsérvese
que los documentos se desclasifican cuando no se ha cumplido ni el cuarenta
aniversario del golpe.
Incluso en los países del Este contamos con ejemplos
de que los archivos se han conservado y se pueden consultar. Pensemos en el
caso de Alemania Oriental con los archivos de la Stasi o en la misma Unión
Soviética, cuyos archivos han posibilitado trabajos de gran interés sobre la
etapa estalinista. Y sin ir tan lejos aquí al lado tenemos a Portugal con los
archivos de la PVDE, la policía política del Estado. En América Latina hay
ejemplos para todo, pero hay que destacar los llamados “Archivos del terror”,
descubiertos por Martín Almada en 1992 y que sirvieron para conocer la época
del dictador Stroessner y el Plan Cóndor, que coordinó a diferentes dictaduras
—Argentina, Brasil, Chile o Uruguay— en su lucha contra izquierdistas y
desafectos a dichas políticas en esos países.
España es un caso muy diferente tanto por la extrema
duración de la dictadura como por las características de la Transición. Cuatro
décadas con adaptaciones varias a las diversas circunstancias son mucho tiempo
y permiten preparar lo que se desea que se conozca en el futuro. Además,
durante mucho tiempo, archivos civiles y militares fueron frecuentados por
individuos identificados, cuando no protagonistas, de lo ocurrido a partir de
julio de 1936 que purgaron esos archivos a su antojo. Pondré un ejemplo. En el
llamado Servicio Histórico Militar, al que los que no éramos militares ni
personas relevantes del franquismo accedíamos mediante un aval, existía un
informe de Yagüe sobre la ocupación de Badajoz en agosto de 1936. En dicho
informe se aludía a otro documento adjunto sobre las consecuencias del ataque,
incluyendo las bajas realizadas a los asediados. Pues bien, en vano se buscará tal
informe. Sencillamente ha desaparecido. O, dicho de otra forma, alguien decidió
que ese documento debía desaparecer. Tampoco se encontrará nada parecido en la
Hoja de Servicios de Yagüe, ya que en algún momento fue reescrita.
Habría que tener en cuenta otro hecho importante que
creo que tiene hondas raíces en nuestro país. Muchos documentos han
desaparecido porque quienes ocupaban el poder en el momento en que se gestaron
se los llevaron a su casa cuando cesaron. Así pueden darse casos como el de
Serrano Suñer, quien hablando en cierta ocasión con el historiador Javier
Tusell, para reafirmarse en algo que mantenía, se levantó y volvió con un
documento original de su etapa de ministro (1938-1942). Y volviendo al caso de
Yagüe o al de otros militares como Varela sabemos que se llevaron los archivos
a su casa disponiendo de sobrado tiempo para expurgarlos de documentos
inconvenientes. En el caso del último, la persona que catalogó su archivo
señalaba los documentos delicados para que Varela los revisara y decidiera qué
hacer con ellos.
En cuanto a los fondos documentales que quedaron en
archivos corrieron diversa suerte. Los de juzgados de primera instancia
(inscripciones fuera de plazo, comunicaciones de sentencia, información sobre
consejos de guerra, incautaciones o responsabilidades políticas) fueron
recogidos a fines de los años sesenta, trasladados a Madrid y nunca más se supo
de ellos. Igual pasó con los archivos de la Policía, antiguas delegaciones de
orden público, y con los de la Guardia Civil. Algunos archivos de las prisiones
provinciales, caso del de Sevilla, fueron destruidos ya en los años ochenta en
las propias prisiones. La documentación interna de las Auditorías de Guerra
también desapareció. Al franquista Rodolfo Martín Villa se debe, en su etapa al
frente de Gobernación durante la Transición, la destrucción de todos los
archivos del Movimiento (Falange, Sección Femenina, etc.), hecho insólito e
ilegal por el que hasta ahora no ha tenido que rendir cuentas. Igualmente, la
situación de los archivos municipales resulta penosa en lo que se refiere a la
etapa 1931-1945.
Nuestro país carece de Ley de Archivos. La Ley de
Patrimonio Documental Español de 1985 nunca se desarrolló en tal sentido y
sigue, con su particular ambigüedad, siendo la referencia. A estas alturas
seguimos sin saber con exactitud qué documentación existe en España relativa al
golpe militar, a la represión fascista y a la guerra civil. Prueba de ello son
las ausencias de ciertos fondos documentales del informe sobre archivos realizado
por la Comisión Interministerial creada por el gobierno presidido por Rodríguez
Zapatero, cuya responsable era la vicepresidenta del gobierno Fernández de la
Vega. Dicha comisión, por ejemplo, no mencionó la importante documentación
sobre el trabajo esclavo y los batallones de trabajadores que se encontraba
depositada en el Archivo del Tribunal de Cuentas, hoy en el Centro Documental
de la Memoria Histórica de Salamanca gracias a la tenacidad de un amplio grupo
de historiadores.
Expuesto
el panorama se entenderá la carrera de obstáculos que ha supuesto investigar
esa etapa histórica. En los años ochenta los propios encargados de los
archivos, ya fueran locales, regionales o nacionales, mostraban abiertamente su
oposición a que accediéramos a los documentos. El entonces Archivo de la Guerra
Civil de Salamanca constituía una excepción por la actitud abierta tanto de la
dirección como de los funcionarios. Del Histórico Nacional resulta imposible
olvidar al cura que se encargaba de interrogar a los investigadores que
queríamos ver la Causa General y los guardias civiles retirados que se
encargaban de llevar, de no muy buen grado, los legajos a la sala de
investigación.
Con el tiempo, sin duda, esta situación ha mejorado,
pero no desde luego al ritmo que cabía esperar. Cualquiera que sepa cómo
funcionan los archivos en países de nuestro entorno comprenderá que a España le
queda mucho por avanzar en este terreno. Aunque hay que decir que da la
sensación de que ciertas instituciones no ven problema alguno en que la
catalogación y digitalización de los archivos y su apertura a la investigación
se posponga indefinidamente. Los responsables de los archivos ya no se oponen
abiertamente a que los investigadores accedan a los documentos. Lo que hacen es
plantear excusas de “carácter técnico”: la documentación no está catalogada,
los expedientes necesitan ser restaurados, el personal no puede atender todas
las demandas, etc. Además, los horarios de los archivos militares, que solo
abren por la mañana, convierten prácticamente en tarea casi imposible su
consulta para los que no vivimos en Madrid.
Un caso paradigmático de cómo está la situación en
España en este terreno es el de los “10.000 documentos” relativos al período
1936-1968 que siguen clasificados. La ministra Chacón no dio los pasos
necesarios para su desclasificación, cuando lo más trabajoso ya había sido
hecho, y el ministro Morenés aprovechó para dejarlo todo como estaba. Se han
hecho intentos para acceder a esos documentos pero han sido rechazados con los
argumentos más peregrinos. Piénsese que, en teoría, si nos atenemos a la
legalidad (los cincuenta años a partir de la fecha del documento marcados por
la Ley de Patrimonio Documental), actualmente podríamos consultar la
documentación existente hasta 1965. Así que habrá que pensar que nos hallamos
ante delicadísimos documentos que afectan a la seguridad nacional o, más
probable, que algunos consideran que el país no está lo suficientemente maduro
para enterarnos de tan graves secretos, que sin embargo ellos sí pueden ver.
Aunque se ha especulado con el contenido de esos documentos lo único que
sabemos es lo que publicó en su momento el periodista Antonio Rodríguez, de la
revista Tiempo. También
habría otra pregunta: ¿cuál era el total de documentos entre los que se seleccionaron
esos 10.000?
El mayor ejemplo de lo que aquí se dice es lo
ocurrido con los “papeles” de Franco, durante mucho tiempo en poder de la
Fundación Francisco Franco y cuya copia digitalizada se encuentra hoy a
disposición de los investigadores en el Centro Documental de la Memoria
Histórica de Salamanca. El historiador Ángel Viñas, que ha utilizado dichos
“papeles” recientemente para su reciente obra sobre el dictador me dice lo
siguiente. La Fundación no deja ver los originales, sino copias digitalizadas
por Internet, algunas de las cuales no han salido bien. Por otra parte la
descripción de los documentos es muy pobre y su búsqueda requiere mucho
trabajo. Pero ahora viene lo importante: los documentos de Franco siguen en
poder de la familia. Lo que hay en la Fundación y ahora en Salamanca no pasa de
ser un archivo de oficina de algún alto cargo de la Casa Civil de Franco. A la
muerte de Franco, este fondo debió acabar, como el llamado Archivo de Burgos,
en el Archivo General de Palacio, de Madrid, pero por algún motivo que se
ignora su pista se perdió y terminó en poder de la Fundación que se dedica a
mantener el buen nombre del dictador.
Que el archivo del que fue jefe del Estado ande en tal
situación da bien la medida de la situación de los archivos en nuestro país.
Otros países crean espacios propios para los documentos generados durante los
mandatos de sus dirigentes. Si bien esto debe ser privilegio de los países
democráticos. Los dictadores, por el contrario, no suelen dejar archivos. La
situación que se ha expuesto explica que España sea un país donde nunca ha
existido una política archivística coherente y mantenida en el tiempo. Aquí
todo se ha ido haciendo a medida que iban surgiendo y más o menos superándose
las trabas que planteaban unos y otros. Carece de sentido que toda la
documentación generada por la administración del Estado sea enviada al Archivo
General de la Administración de Alcalá de Henares, archivo absolutamente
desbordado donde cualquier día lo que hay allí pendiente de catalogación
superará a lo ya catalogado.
Igualmente resulta absurdo que a la administración
militar se le haya permitido mantener y gestionar sus fondos documentales
históricos. Todo esto da lugar a una casuística que no deja de sorprender al
usuario. Existen archivos del mismo rango que no guardan relación alguna en su
funcionamiento. En la práctica todo esto lo que trae consigo es crear múltiples
quebraderos de cabeza al usuario, que se ve obligado a ir de archivo en archivo
sin perder nunca de vista qué es lo que puede esperar de cada uno. La
legislación por la que se rigen puede que sea la misma, pero la forma en que se
interpretan esas mismas normas puede que sean diferentes. Al final, como en la
justicia, todo depende de con quién te toque. Lo mismo ocurre con los
archiveros, unos son partidarios de la libertad de investigación, dentro de las
posibilidades que la legislación permite, y otros apuestan por la restricción,
bien por cuestiones ideológicas o por temor a las consecuencias que puedan
surgir por permitir la consulta de ciertos documentos.
Atrás quedó la idea de crear un gran archivo dedicado
a la represión franquista, que facilitase su conocimiento y su consulta. En
fin, por soñar que no quede. Es posible que algún día exista una política
archivística pensada en bien de los ciudadanos y que, de paso, podamos
disfrutar de los archivos de la misma manera en que lo hacen los países
democráticos. Confiemos en que sea así, aunque solo sea porque tenemos derecho
a conocer el pasado reciente en un plazo razonable de tiempo.
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