David Torres
23-11-15
El terror y la comedia son géneros
que a veces van involuntariamente unidos. Hay películas de miedo que dan
mucha risa y películas de risa que dan mucho miedo. Las dictaduras suelen
prosperar en esa zona de intersección de modo que Hitler le copia el bigotito a
Chaplin, Videla parece un ascensorista jubilado y Kim Jong-un un logo de
salami. Sin embargo, en pocas dictaduras esa esquizofrenia emocional se vivió
tan a fondo como en el franquismo, cuando durante cuatro décadas se elevó a los
altares a un legionario gordo y genocida. A la gente le daba pánico y (a la
vez, al verlo, y sobre todo al oírlo) le entraba la risa floja.
Que semejante palomo con cuerpo de
lavadora y voz de tonadillera fuese por ahí predicando gallardía y valores viriles
provocó un cortocircuito mental y moral del que todavía no nos hemos
recuperado. Algo parecido a lo que sucedió en la Alemania nazi, cuando Hitler,
Himmler, Goebbels, Göering y otros jerarcas nazis se proclamaron a sí mismos
ejemplos de pureza genética aunque todos juntos parecían un montón de retales
de la raza aria.
Sólo así, merced a una ceguera y una
sordera crónicas, se explica la pervivencia de los últimos restos del fascismo
en Europa, desde el gigantesco mausoleo del Valle de los Caídos, levantado a
mayor gloria de un asesino de masas, hasta esos bares de carretera donde venden
botellas de vino y servilletas estampadas con su cara de plomo. Cuatro décadas
después de la defunción física del Caudillo, su ectoplasma sigue subsistiendo
en el folklore patrio. Obispos y curas le dedican misas negras a lo largo y lo
ancho de la geografía española. Columnistas, periodistas y escritores afectos
se dedican a glosar sus hazañas. Historiadores de mesa camilla reescriben las
infamias de un régimen cuya brutalidad está escrita en las cunetas: el segundo
país del mundo con más tumbas sin nombre después de Camboya.
Únicamente en un país sin memoria ni
vergüenza se permite que una nueva formación política que cada vez huele más a
vieja celebre la presentación de la campaña electoral en el Palacio Municipal
de Congresos con su líder carismático, Albert Rivera, y una turba de acólitos
alzando el brazo todos a una al estilo franquista. Fue un gesto muy de centro y
un acto reflejo, aunque también condicionado: sólo hacía dos días del sórdido
aniversario, la pútrida defunción del 20-N. Los brazos se estiraron solos,
siguiendo el ritmo de la gimnasia falangista, y sólo les faltó gritar “Heil,
Albert”, a juego con la foto del gran líder en colores desvaídos y tonos
josenantonianos. Es el mismo país donde una señora del PP se pregunta por qué
no puede gritar ella “Arriba España”. Y cómo vas a explicárselo. Y por dónde
empiezas a explicárselo.
En un país colonizado por el bodybuilding del franquismo se entiende que alguien como Bertín Osborne haya pasado sucesivamente de señorito andaluz a cantante de rancheras y de cómico teatral a líder de audiencia: un entrevistador que se echó a reír con desparpajo cuando el hijo de Suárez le recordó lo facha que era. Bertín también ha dicho que el franquismo está superado hace muchos años. Mayormente, por la derecha.
En un país colonizado por el bodybuilding del franquismo se entiende que alguien como Bertín Osborne haya pasado sucesivamente de señorito andaluz a cantante de rancheras y de cómico teatral a líder de audiencia: un entrevistador que se echó a reír con desparpajo cuando el hijo de Suárez le recordó lo facha que era. Bertín también ha dicho que el franquismo está superado hace muchos años. Mayormente, por la derecha.
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