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domingo, 7 de octubre de 2018

Tres meses después de casarme, pedí el divorcio


06/10/2018

Tres meses después de casarme, pedí el divorcio


No puedo señalar el momento exacto en el que empecé a derrumbarme, pero quiero decir que empezó cuando fuimos a elegir los platos para la boda.

Recuerdo ese día como si fuera ayer. Estábamos en medio de Macy's discutiendo sobre qué platos escanear con esa estúpida pistola. Él quería algo simple y discreto. Yo prefería platos con algún dibujo y algo más de color. Pensaba que estábamos sucumbiendo al estrés de la boda. Todas las parejas discuten durante la planificación, o eso era lo que decían todas las revistas.

Sin embargo, esos platos iban a ser una metáfora de nuestra relación. Básicamente, éramos dos personas muy diferentes. Por desgracia, nos dimos cuenta cuatro meses tarde.

Tendría que haber cancelado la boda diez veces antes de dar el "sí, quiero", pero no lo hice. Seguí adelante porque me creía la mentira que me habían vendido las revistas de bodas: que todo mejoraría cuando se terminara el estrés de planificar la boda. Simplemente teníamos que superar ese día y nuestra vida volvería a recuperar el buen rumbo.

"Vamos a terminar ya con esto" no es el mantra soñado para cuando caminas hacia el altar, pero es el que sonaba en mi cabeza cuando mi padre me acompañaba.

Desde que empezamos nuestra nueva vida como marido y mujer, llovió prácticamente todos los días de nuestra luna de miel. Estábamos empapados e incómodos cuando nos vimos de nuevo discutiendo sobre platos en una pequeña tienda mexicana de regalos. Yo me había enamorado de los colores vivos y de los grabados aztecas que nos habían rodeado durante nuestra visita a México, pero él parecía empeñado en mantener nuestro hogar desprovisto de color.

"Vamos a terminar ya con esto" no es el mantra soñado para cuando caminas hacia el altar, pero es el que sonaba en mi cabeza cuando mi padre me acompañaba.

Las discusiones siguieron en el vuelo de vuelta a casa y durante las primeras semanas de matrimonio. En vez de disfrutar de nuestra recién descubierta libertad tras la planificación de la boda, empezamos a buscar libertad el uno del otro.

Un mes después de la boda, me senté en la cama yo sola para comer sushi mientras mi marido estaba por ahí en vez de estar en casa para comerse el sushi conmigo. Un mes después de la boda. Yo sola en la cama. Busqué en Google "asesores matrimoniales en mi zona" y "cómo anular una boda".

El mes siguiente lo pasamos buscando una fórmula milagrosa para salvar nuestro matrimonio. Él me prometió dejar de ir al bar todas las noches con sus hermanos solteros. Yo le prometí hacer más cosas divertidas y pasar menos tiempo trabajando. El esfuerzo duraba un tiempo y luego recaíamos en nuestros antiguos hábitos.

Luego llorábamos, discutíamos y llorábamos más fuerte mientras nos preguntábamos cómo habíamos llegado a esta situación. Al final cogí cita con una asesora matrimonial, pero el día antes de ir a verla, mi marido me llamó cuando yo salía de la oficina.

"Ni siquiera estoy seguro de querer que funcione este matrimonio", me confesó. Yo comprendía lo que quería decir.

Los dichosos platos sobre los que habíamos discutido estaban aún sin abrir en una habitación libre. ¿Cómo podía estar muriendo nuestro matrimonio antes incluso de haber terminado de recoger los regalos? Todavía había trozos de papel de regalo pegados con celo al lateral de una de las cajas. Me di cuenta cuando mi marido cruzaba el salón el día que se fue.

Mi madre me llevó a ver al abogado para el divorcio. Era un hombre amable y me acercó una caja de pañuelos deslizándola sobre el escritorio cuando empecé a llorar. Mi madre también me llevó a un bar cuando volvíamos a casa. Nos sentamos ahí, un martes a las 2 de la tarde, y me puso una cerveza muy fría en la mano cuando volví a llorar.

Nunca me había sentido más desdichada que durante el año previo a aquella tarde en el bar, pero el final de mi matrimonio nunca había sido la solución soñada. Deseaba que no nos hubiéramos llegado a casar.

No tardé en enfadarme. Me sentía engañada por haberme casado con un hombre que no tenía ninguna intención de seguir casado conmigo. En mi mente, era un ladrón de tiempo que me había robado los últimos años y los que estaban por venir.

Me invadían también oleadas de culpabilidad. ¿Qué podría haber hecho de otro modo? ¿Qué hice mal?¿Tendría que haber cambiado para él? ¿Tendría que haber cambiado para su familia, que nunca pensó que yo fuera suficientemente buena para él?

Pasé de culparme por el fracaso de nuestro matrimonio a preguntarme cómo era posible que no hubiera visto venir que el matrimonio estaba condenado al fracaso desde el principio.

Al final, acabé descubriendo la verdad, que incluía números rojos en la cuenta corriente y otras mujeres. Mi culpabilidad cambió entonces a otra distinta; pasé de culparme por el fracaso de nuestro matrimonio a preguntarme cómo era posible que no hubiera visto venir que el matrimonio estaba condenado al fracaso desde el principio. Volví a sentir rabia: ¿estaba ciega o es que era estúpida?

Los días y las semanas siguientes al divorcio de mi marido de cuatro meses estuvieron llenos de tristeza y vergüenza. Me escondí en mi casa hasta que pasó el tiempo suficiente y di por hecho que la noticia ya era de dominio público.

La tristeza iba y venía. Conforme fue pasando el tiempo, me di cuenta de que estaba echando de menos algo que nunca había existido. El hombre del que me había enamorado y con el que me había casado no era el mismo hombre al que le dije "sí, quiero". Lamentaba la pérdida de esa vida tanto como lamentaba lo que creía que sería mi futuro truncado.

Me sorprendió la variedad y la intensidad de esas emociones, pero lo que más me sorprendió fue lo pronto que volvió mi vida a la normalidad. Un día estaba sentada sola en el sofá llorando al ver anuncios de pañales para bebés y al día siguiente estaba en medio de un centro comercial riéndome con mi hermana, como si los últimos meses le hubieran sucedido a otra persona.

Fue en una de esas noches perfectamente normales, cinco meses y dos semanas después de mi boda, cuando conocí al verdadero amor de mi vida. En ningún momento le molestó que yo fuera una divorciada casi treintañera con unos cuantos gatos. En ningún momento le molestó que fuera una mujer apocada sin más intereses que disfrutar de actividades informales. No me quería cambiar: le gustaba tal y como era.

Cinco años y siete meses después de aquella aciaga boda, volví a caminar hasta el altar. Estamos muy contentos con nuestros platos, de un color azul verdoso y blanco que compramos en Target, y todas las noches los utilizamos para cenar con nuestras dos hijas. Al final, no cambiaría nada de lo que sucedió porque es el camino que me trajo hasta donde estoy, adonde siempre quise llegar.

Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.


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