Kirk Douglas, senderos de
gloria
Público
David Torres
diciembre 9,
2016
Hace ya
muchos años, cuando escribió su magnífico libro de memorias El hijo del
trapero, Kirk Douglas narraba la escena en que, ya bastante mayor, veía
cómo dos jovencitas lo reconocían en la calle y al pasar ante ellas hinchaba el
pecho como un pavo. “Mira” decía una de ellas, embelesada, “el papá de Michael
Douglas”. Era 1989, el actor contaba 72 magníficos años, se sentía fuera de
juego y ya le había pasado el testigo a sus hijos. Hoy acaba de cumplir cien y
es, junto con Olivia de Havilland, el último dinosaurio de la época dorada de
Hollywood, una gárgola viviente cuya biografía está escrita a golpes de
leyenda.
Probablemente
ningún otro actor, ni James Stewart, ni Cary Grant, ni John Wayne, ni Max Von
Sydow, pueda presumir de una lista de obras maestras tan enorme y variada.
Dramas, westerns, comedias, policíacos, peplum, aventuras, Douglas
paseó su característico mentón por media historia del cine. Su físico
desprendía una energía y una intensidad extraordinarias, y aunque sobresalía
ante todo en papeles heroicos (de pistolero, de gladiador, de boxeador, de
guerrero), también era capaz de componer villanos inolvidables, como en Retorno
al pasado, El gran carnaval o Cautivos del mal. O de
incorporar como pocos el sufrimiento y la lástima, no hay más que recordar el
fabuloso Van Gogh que encarnó para Vincente Minnelli en El loco del pelo rojo.
A su olfato
de productor le debemos, entre otras muchas cosas, el primer gran empujón en la
carrera de Kubrick, cuando lo llamó para ponerlo al frente del mayor alegato
antibélico de la historia del cine: Senderos de gloria. En la célebre
toma subjetiva de las trincheras, su rostro implacable pasa revista a los
soldados que van a entrar en combate mientras sus ojos tercos lo dicen todo:
está mirando cadáveres. Como el de Robert Mitchum, como el de Ava Gardner, como
el de algunas estrellas del Hollywood clásico, el rostro de Kirk Douglas es una
fuerza de la naturaleza, un rasgo del paisaje reconocible para cualquier
espectador, y tiene el poder de evocar en un solo gesto furias y tormentas,
calmas y tempestades.
Hijo de
emigrantes rusos judíos que escaparon de Moscú para evitar el reclutamiento en
la guerra contra Japón, nunca olvidó que su padre tuvo que hacerse trapero nada
más llegar a Nueva York, porque a los judíos les prohibían trabajar en las
fábricas. Cuando coincidieron en el rodaje de El loco de pelo rojo,
Anthony Quinn, que acabaría ganando el Oscar por su papel de Gauguin, le dijo
que no tenía la menor idea de lo que era la miseria. Douglas le contestó que,
por desgracia, lo sabía de sobra, y Quinn le respondió que no le hiciera reír,
que una cosa era ser pobre en Nueva York y otra ser pobre en un suburbio de
Chihuahua. “No, no lo sé” dijo Douglas, “y me he pasado el resto de mi vida
intentando no averiguar la diferencia”.
De su
incomparable legado cinematográfico, él personalmente prefería una película
sobre todas las otras, Los valientes andan solos, un western terminal
de David Miller con Gena Rowlands y Walter Mathau donde Douglas comparte
protagonismo con una bellísima yegüa rojiza llamada Whisky. Imposible
contemplar la persecución final con coches y helicópteros -el final de la edad
de los caballos- sin que se te llenen los ojos de lágrimas. El guión -el más
perfecto que jamás cayó en sus manos, según confesión propia- era obra de
Dalton Trumbo, el guionista de Espartaco, el hombre que siempre le
agradeció a Douglas que le devolviera su nombre en los créditos cuando decidió
dar fin a la caza de brujas en Hollywood. Aunque no lo consiguiera del todo.
Marlene
Dietrich, Lauren Bacall, Pier Angeli, Lana Turner, Rita Hayworth, Gene Tierney,
fueron algunas de sus amantes más famosas, por citar únicamente las
celebridades. En realidad, hubo centenares de ellas, quizá miles si se cuentan
encuentros anónimos de una noche, y el propio Kirk Douglas menciona en sus
memorias cómo Anne Buydens le preparó una cita sorpresa en la que se reencontró
con veinte o treinta de sus amantes del último año. En ese momento Douglas
comprendió dos cosas: que no podía seguir a ese ritmo y que estaba delante de
su futura segunda esposa.
Fue un jefe
vikingo con el ojo arrancado, fue un periodista sin corazón capaz de dejar
morir a un hombre por vender más periódicos, fue un gladiador rebelde guiando a
los esclavos, fue el coronel Dax en el fango sanguinario de Francia, fue un
púgil contra las cuerdas, fue Doc Holliday con demasiada salud, fue un
productor sin escrúpulos que vendía a su novia y a sus amigos, fue Van Gogh
lanzando al mundo su grito amarillo, fue el arponero que acompañó al capitán
Nemo en su último viaje bajo los mares. Pero siempre siguió siendo Issur, el
hijo del trapero. Cuando se muera, ojalá sea dentro de muchos años, ni un
funeral vikingo va a hacer justicia a su grandeza.
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