La Guerra ha
terminado
R. Pérez
Barredo
Lunes, 1 de abril de 2019
1 de abril de 1939. Palacio de la Isla de Burgos. Franco firma con pulso tembloroso, debido a la gripe que le ha tenido en la cama los últimos días, el último parte de guerra. Le siguieron cuatro décadas de dictadura
Mil días y más de medio millón de muertos
después, la guerra llegó a su fin con la victoria de los sublevados. Franco,
aquejado de una gripe que le había tenido varios días postrado en la cama,
firmó con pulso tembloroso, tras varios tachones, el último parte de guerra. En
la tarde del día anterior, uno de sus ayudantes le había informado de que las
tropas nacionales habían alcanzado sus últimos objetivos. Sin levantar la vista
de la mesa, el caudillo había respondido a la noticia con un lacónico «muy
bien, gracias» revelador de su carácter frío y aséptico. En su
residencia-cuartel general del Palacio de la Isla, acompañado por el ministro
de Gobernación, Ramón Serrano Suñer, Franco estampó su firma. Horas después,
desde los micrófonos de Radio Nacional de España, el actor Fernando Fernández
de Córdoba transmitió el mensaje a todo el país; el Generalísimo lo escuchó
junto a su mujer y a su hija. Desde Roma, el Papa Pío XII se aprestó a
felicitar al caudillo mediante telegrama por «la deseada victoria católica de
España».
Tras 28 meses de resistencia,
Madrid había cedido tres días antes, provocando el definitivo desmoronamiento de
las cercadas zonas republicanas de Levante, que siguieron sus pasos en los días
siguientes. Tan importante fue la entrada de las tropas franquistas en Madrid
que fue ese día, 28 de marzo, tras el discurso emitido por Serrano Suñer desde
el Palacio de la Isla en el que equiparaba el triunfo a la conquista de Granada
por los Reyes Católicos, cuando se celebró por todo lo alto la victoria. Miles
de burgaleses se echaron ese día a la calle, recorriendo en masa un itinerario
que les llevó desde Gobernación hasta el Palacio de la Isla pasando por
Capitanía. Serrano Suñer enardeció a la multitud con sus palabras.
El 2 de abril, domingo de
Ramos, Franco emitió un breve mensaje dirigido a las tropas de tierra, mar y
aire. «En los momentos en que con la victoria final recogemos los frutos de
tanto sacrificio y heroísmo, mi corazón está con los combatientes de España y
mi recuerdo con los caídos para siempre en su servicio». Que las primeras
palabras del Generalísimo fueran para el estamento militar decía mucho d e sus
intenciones futuras. La actividad militar predominó durante unos cuantos años
más, impidiendo a la sociedad civil tomar las riendas del poder político y
social del país.
En días sucesivos, Franco tomó
desde Burgos varias decisiones trascendentes. Se decidió que el 18 de mayo se
celebrara el `Día de la Victoria’; en junio inauguró en Alcocero el monumento a
Mola, quedando vinculado el apellido del general estrellado a la toponimia del
lugar; y en agosto, formó nuevo Gobierno. El 26 de septiembre se celebró en Las
Huelgas el II Consejo Nacional del Movimiento y el 1 de octubre, la `Fiesta del
Caudillo’. Sin embargo, no hubo aquel año manifestación más espectacular en
Burgos que la registrada el día 18 con motivo del adiós de Franco a su `Capital
de la Cruzada’.
El Generalísimo se dirigió así
a los burgaleses: «Vinimos a Burgos en los momentos de mayor peligro de la
patria; he pasado en este despacho los días más decisivos de la Historia de
España. (...) Ahora, de momento, sufriréis las consecuencias de la resaca
producida por la marcha de los organismos oficiales que aquí se instalaron
durante la guerra y en los primeros momentos de la paz (...) Tenéis que
prepararos y trabajar para que Burgos prospere todo lo posible y que tenga no
sólo la vida provincial sino también la vida industrial propia».
Con el país destrozado, sembrado de muertos; con centenares de miles de
personas en el exilio y con las cárceles a rebosar, España entró de lleno en
una época durísima marcada por la carestía y el hambre. Burgos registró un
bajón brutal en su censo (de sobrepasar los 100.000 habitantes a no llegar a
los 60.000) a la par que emigraban a Madrid los centros oficiales. El
racionamiento se prolongó hasta el verano del 52, afectando a alimentos de
primera necesidad -pan, aceite, azúcar, legumbres...-; el índice de precios
subió anualmente ante la congelación de los salarios. Burgos registró un
retroceso en todos los sentidos: durante años no hubo desarrollo industrial; el
paro se incrementó notablemente; la miseria era bien visible; además, la tasa
de mortalidad infantil sufrió un incremento escalofriante hasta alcanzar el 20
por ciento hacia el año 1941. Por otro lado, la renombrada paz sólo lo fue para
los vencedores: durante los 40 años de dictadura que siguieron a aquel 1 de
abril de 1939 no hubo hueco -ni compasión, ni perdón- en la sociedad, en la
historia e incluso en la memoria para los perdedores. Este es el argumento de
quienes abogaban, setenta años después de la contienda fratricida, por la
necesidad de una Ley de la Memoria Histórica, promulgada finalmente en 2006 y
pendiente de su plena ejecución, que pretende dar respuesta a una cuestión que
venía centrando la atención de un amplio sector de la sociedad en los últimos
años por haber quedado aplazado el debate durante la Transición.
Sin embargo, no han sido pocas
las posturas contrarias a este hecho, argumentadas en que se trata de algo
históricamente superado que no puede sino alterar la convivencia y que incluso
viene avalado por un rencoroso afán revanchista. Esta situación no revela sino
la ausencia de una política de la memoria en la España contemporánea que la
citada ley aspira a construir aunque no desde el consenso. Uno de los capítulos
más importantes -y polémicos- de este proceso abierto es la exhumación de fosas
comunes.
Mientras los detractores
consideran improductiva e innecesaria la búsqueda de restos pasado tanto
tiempo, los defensores se aferran a ello como la única manera de restituir la
dignidad y la memoria de sus familiares muertos. En este sentido, en su estudio
Exorcizando la mala suerte. Esquelas y duelos inconclusos de 1936, el
antropólogo y profesor de la Universidad de Burgos Ignacio Fernández de Mata
señala la importancia que esto tiene para los familiares. «Un duelo inconcluso
impide la partida del difunto. En lugar de ubicarlo en el espacio que le
corresponde, desde donde forme parte del conjunto socio-simbólico del grupo, su
ausencia de extiende en el tiempo y en el espacio: los deudos no tienen dónde,
ni cuándo, visitarlo, honrarlo, recordarlo, por lo que se ven obligados a
cargar siempre con él. (...) Sin restos mortales debidamente honrados sobre los
que elaborar un duelo y renovar su sentido de pertenencia al grupo por la vía
de los antepasados, los deudos simbólicamente cargan con el alma pesada a
través del recuerdo y el deber, vagando también ellos por fuera de su
comunidad. La autorrecriminación lo hace presencia constante, ancla a la gente
en el dolor, en la desazón de su inconclusión ritual, perpetuando sine die su
sentido de pérdida y desajuste».
A este respecto, la
coordinadora provincial de la Asociación para la Recuperación de la Memoria
Histórica (ARMH) lleva años trabajando en ello con éxito. El colectivo posee
una lista de 1.700 víctimas -con sus nombres y apellidos- muertas por sacas,
paseos, consejos de guerra o inanición en la cárcel, aunque calcula que este
número no debió ser inferior a los 2.500, cifra difícilmente cotejable por
cuanto existen numerosas lagunas en aquellas zonas de la provincia en las que
la represión fue mayor, caso de Miranda de Ebro o de Las Merindades.
*Este artículo fue publicado en Diario de Burgos el 1 de abril de
2009
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