Un señor cualquiera
9/4/19
Yo no lo hubiera hecho.
No hubiera sido capaz, no sé si por cobardía o porque tal vez no haya amado a
nadie lo bastante, con la suficiente intensidad para llevar a cabo tal
impresionante prueba de amor. Y justamente por eso me comía la curiosidad por
saber más de ese hombre que esta semana nos ha removido la conciencia y nos ha
dado una lección de amor infinito.
No
es un superhéroe con superpoderes que le permitan hacer cosas a las que otros
no nos atrevemos; no viste capa ni mallas, ni tiene pinta de sesudo filósofo.
Ni siquiera es rojo, con cuernos y tenedor. Es un señor normal. Bajito, un poco
calvo, de edad mediana, de hablar calmado y pensamiento, por lo poco que le
hemos escuchado, tranquilo y sin ira. Hasta tiene un nombre y un apellido de lo
más común. De los que se olvidan rápidamente.
Pero
creo que nos costará olvidarnos de Ángel Hernández, el hombre que prestó sus
manos a su mujer para que abandonara décadas de sufrimiento. Nos costará
olvidar la imagen de su cara, cansada, pero serena, tras declarar ante el juez
y asegurar que «no tengo miedo, estoy tranquilo porque mi mujer ha dejado de
sufrir y eso es lo importante».
No le interesa que le apoyen o lo
tilden de valiente, sino que sirva para que la eutanasia se apruebe, y nadie
tenga que pasar, además, por el sufrimiento de ser esposado, detenido y
retenido en un calabozo durante 24 horas. Es dolor sobre dolor. Es sumar a una
pérdida en condiciones tan difíciles el castigo de una Ley inflexible. O de la
ausencia de una ley específica, que en esas estamos.
La eutanasia ha entrado en campaña,
aunque lleva mucho tiempo bloqueada en el Parlamento por los mismos a los que
se les llena la boca de hablar de España y los españoles.
He empezado diciendo que no sería
capaz de hacer lo que Ángel. Tampoco imagino lo que es ver durante 32 años a un
ser querido sufriendo día a día, y sabiendo que mañana sufrirá aún más. Y así,
supuestamente, hasta que Dios quiera, que eso se encargan de proclamarlo a los
cuatro vientos los defensores del “derecho a la vida”, los mismos que bloquean
una vez tras otra la regulación de la eutanasia, y que han hecho posible que
este hombre, un señor cualquiera, haya pasado solo y en un calabozo el tiempo
que podría haber estado despidiéndose de su mujer, organizando el sepelio,
rodeado de sus amigos y sus seres queridos.
Las leyes tienen que mirar al suelo,
no al cielo. Y a los hombres y mujeres a los que pueden ayudar, no a una moral
absurda, a un dios que decide quién debe sufrir, y por cuánto tiempo,
o a qué familiares puede condenar a compartir el sufrimiento y a
pagar después con la cárcel.
La eutanasia ha entrado en campaña,
aunque lleva mucho tiempo bloqueada en el Parlamento por los mismos a los que
se les llena la boca de hablar de España y los españoles. Ángel es español, y
nos ha abierto los ojos, como en su tiempo lo hiciera Ramón Sampedro. Quizá más
porque hemos descubierto que lo que le ha pasado a un señor cualquiera puede
pasarnos a nosotros.
Y no todos somos tan valientes ni
amamos con tal intensidad.
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