El
Supremo franquismo
Jordi Galves
Barcelona. Viernes, 26 de abril de 2019
Barcelona. Viernes, 26 de abril de 2019
EL NACIONAL
CAT
El
ignorante no es el que no sabe; el ignorante es el que no quiere saber. El que
se niega a ser ilustrado, informado, aleccionado, si es necesario. El ignorante
es aquel que considera que las propias convicciones y certezas, que la opulenta
formación que ha recibido, son infalibles, como si fueran las enseñanzas
dogmáticas del Papa, especialmente asistido por Dios mismo a la hora de
pontificar, de tener razón. El presidente de la sala segunda del Tribunal
Supremo, Manuel Marchena, ayer se equiparaba, indignado, altivo, a la suprema
autoridad apostólica y romana, que como todo el mundo sabe proviene, ni más ni
menos, del divino Redentor, de Aquel que todo lo sabe, que para eso es Dios
Omnipotente. Qué tiempos más gloriosos fueron aquellos los de la Edad Media,
¿verdad?, en los que el derecho civil y el canónico casi se confundían, los
tiempos en que los sacerdotes y los jueces eran una misma cosa y el principio
de Iura novit curia —el tribunal conoce la ley— no tenía contradicción
posible. Qué bonito era el mundo cuando no había internet, cuando alguien no te
podía llevar la contraria porque dominabas completamente la información. Cuando
tenías al pueblo no sólo dominado sino sometido en la ignorancia y en la
inopia.
El viejo derecho medieval de los inquisidores gusta
mucho al juez Marchena, al padre de la nena, y también a sus secuaces cargados
de medallas. Cuando veo a los jueces españoles del Supremo, tan guapos,
condecorados con la Orden de San Raimundo de Peñafort, una medalla que lleva el
nombre de un gran inquisidor, de un perro de Dios, una medalla muy bonita que
instituyó Francisco Franco en el año de Gracia de 1944, me doy cuenta que no
sólo no tienen vergüenza. También es que los jueces se saltan la ley de Memoria
Histórica. Los juristas españoles callan como muertos pero saben bien que llevo
razón. Ayer, cuando David Fernández declaraba ante los señores jueces adornados
con la condecoración de San Raimundo de Peñafort, fue como si los jueces de
Schleswig-Holstein hubieran analizado el caso de Carles Puigdemont adornados
con la esvástica de Hitler. Con toda la jeta. Marchena, por ostentar la Gran
Cruz de la Orden, popularmente conocida entre los juristas, como la Raimunda,
tuvo que recibir, necesariamente, el plácet del arzobispo de Toledo, cardenal primado
de las Españas. Lo digo para que vean ustedes un poco de qué va la cosa de la
medallita. En el decreto de 23 de enero de 1944 que regula la creación de esta
medalla franquista inspirada en la inquisición medieval se pueden leer estas
preciosas palabras —atención que es poesía en estado puro—: “Las Armas y las
Leyes son los dos grandes protagonistas de la universal historia, hasta el
punto de no lograr ésta ninguna de sus formas civilizadoras sin el supremo
acorde de estas altas facetas del espíritu humano, desarrollándose bajo el
palio espiritual de la Religión, que las engarza con Dios, supremo manantial de
vida y único camino de redención. [...] En nuestra España, liberada de las
potencias del mal, llega aquí ahora el tiempo esplendoroso en que las Leyes van
dando permanencia y sentido de profundidad humana al magno proceso heroico de
nuestra liberación nacional. [...] Para cumplir ese cometido, nada nos ha
parecido más adecuado como crear la Cruz de San Raimundo de Peñafort,
rememorando así las excelsas virtudes de un español benemérito, confesor de
Reyes y de Papas…”
Ya tenían razón ya los viejos legisladores medievales
cuando decían lo que “narra mihi factum, dabo tibi ius” (hacedme el relato, que
yo os contaré qué ley se aplicará). Por eso no quieren oír —no es necesario que
la compartan— opinión jurídica que ponga en entredicho su inquisición y
persecución política. Prefieren que les informen de cosas tan trascendentales
como el lanzamiento de un yogur o la de la descripción de la bandera de Òmnium Cultural,
que no existe. Los jueces del Supremo no sólo actúan y van vestidos como
tardofranquistas, con el NO-DO de los Reyes Católicos colgado del cuello y la
pestilencia de la inquisición dominicana perfumando el ambiente. También se
sienten impunes y felices en su satisfecha ignorancia. ¿Qué importancia puede
tener saber pronunciar el nombre del diputado Ruben Wagensberg? Al fin y al
cabo no es un apellido español, es de origen judí. A ellos qué les importa la
gente que no es como ellos son?
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