Frédéric
Martel y su explosiva investigación sobre el Vaticano: “Hay cardenales que
llevan una vida normal con sus novios”
En su reciente libro "Sodoma. Poder y escándalo
en el Vaticano", el periodista y sociólogo francés asegura que en el
corazón de la Iglesia Católica se encuentra "una de las mayores
comunidades gay del mundo". En diálogo con Infobae destacó que muchos
sacerdotes y obispos se caracterizan "por su doble moral y su
homofobia"
Por Agustina Larrea | 14 de abril de 2019
Describe al corazón de la Iglesia Católica, el Vaticano, como "una de las mayores
comunidades gay del planeta".
Dice que su intención no es señalar a curas, cardenales y obispos sino que
pretende remarcar un sistema de "doble moral" encabezado por
personajes que "en su vida pública se muestran extremadamente
homofóbicos" pero que en privado "tienen relaciones íntimas con otros
varones".
El periodista y sociólogo francés Frédéric
Martel acaba de lanzar en la Argentina su nuevo y controversial
trabajo, Sodoma (Roca editorial, 2019) que en el mundo ya se convirtió
en un best-seller y despertó polémicas por su contenido.
Sonriente, el autor de trabajos periodísticos como Cultura
mainstream, Global gay y un destacado ensayo sobre
internet llamado Smart, asegura a Infobae que tiene "más de 14
abogados" y que a lo largo de su investigación habló con un
centenar de miembros de la Iglesia.
Mientras espera que su publicación
se sumen nuevas traducciones (el libro fue lanzado en 20 países y espera que
llegue a estar disponible en 50 antes de fin de año), el investigador visitó la
Argentina donde, asegura, también encontró historias que muestran la
"doble vida" de varios religiosos.
-Entrevistó a cientos de cardenales,
obispos y distintos miembros de la Iglesia Católica. ¿Por qué decidió contar
esta historia ahora?
–Sodoma es un libro que
refleja una investigación sistemática sobre la sexualidad y especialmente
homosexualidad entre sacerdotes, obispos y cardenales, principalmente en Roma,
en el Vaticano, donde viví por un tiempo durante los últimos cuatro años.
También refleja lo que ocurre en cerca de 30 países. Vine a Buenos Aires, por
ejemplo, fui a Santiago de Chile, México, Cuba, Colombia, entre otros, para
hacer la investigación. La cuestión no era decir "el cardenal A" o
"el obispo B" es gay porque el libro en realidad es sobre el sistema.
Me pregunté: "¿por qué esta maquinaria de homofobia y misoginia es también
un sistema muy gay?". Así que ese es de alguna manera el asunto,
llevado adelante en lo que se llama "periodismo inmersivo".
Entras a una corporación o a un determinado grupo e intentas develar su lógica
y cómo funciona. Pero quiero subrayar que esto no se hace para
"denunciar" a nadie. El hecho de que un cardenal o un sacerdote sean
homosexuales no es un problema para mí. Yo soy abiertamente gay y soy
"gay-friendly". Lo que sí es un problema es la hipocresía, la
esquizofrenia, la doble vida.
-¿Y cómo fue esa experiencia? Al
leer el libro da la sensación de que el Vaticano es como una suerte de gran
clóset.
-Yo no diría que el Vaticano es un
gran clóset, diría que es la suma de pequeños closets. Todos están en sus
pequeños secretos. Y hay distintos tipos de personas. Hay personas a las que
llamaría "homófilos". Los homófilos son personas gay con una
identidad cultura y psicología gay pero que no actúan, que no tienen relaciones
sexuales. Ellos son fieles al voto de castidad y celibato. Después hay
otros que tienen grandes problemas. Ellos pueden tener historias de amor o de
sexo pero están muy infelices con eso, pelean con eso flagelándose, se castigan
a sí mismos y ese tipo de cosas. Después hay muchos cardenales que llevan una
vida normal con sus novios. A veces es un asistente, un guardaespaldas, un
secretario o un traductor. Después hay muchas cosas alocadas, con personas gay
en el Vaticano, sacerdotes u obispos que tienen vidas múltiples.
-¿Y esto ocurre en varios países?
-Sí, esto también es lo que vemos
aquí, en Argentina. Hubo un nuncio, que es una especie de diplomático, de
embajador del Papa, que se llamó Pío Laghi y fue muy importante aquí. Se supo
que tuvo muchas historias de amor con hombres y con personas que ejercían la
prostitución. Entonces, hay muchos miembros de la Iglesia que tuvieron una
doble vida. Y esto sirve como una suerte de llave para explicar lo que ocurre. Cuando
un sacerdote, un cardenal o un obispo es extremadamente homofóbico o está tan
obsesionado con la homosexualidad que se muestra contra ella, en la mayoría de
los casos es homófilo o gay.
Hay muchos cardenales que llevan una
vida normal con sus novios. A veces es un asistente, un guardaespaldas, un
secretario o un traductor
-El libro subraya que existe un
patrón.
-Sí, es una suerte de regla que se
cumple. Cuanto más homofóbico, más probabilidades de que esos sacerdotes
sean gays. Si se toma, por el contrario, a algunos cardenales y obispos más
abiertos, más "gay-friendly", probablemente no lo sean. Hay varios
aquí en Argentina e incluso el Papa Francisco. Obviamente muchos tienen
posiciones duras contra el matrimonio gay, ¿por qué no? Estamos en una sociedad
plural y democrática. Uno puede estar en contra, ¿por qué no? Pero hay que
prestar atención cuando a algunos esto se les vuelve una obsesión.
-¿Cómo analiza, en este sentido, la aparición de una
figura como la de Jorge Bergoglio?
-Yo diría que el papa Francisco para mí es una figura
compleja. Es argentino, jesuita, peronista. Un día es
"gay-friendly", al día siguiente es anti-gay. No es muy claro a
veces. Pero también es un hombre mayor, tiene 82 años. No podemos
esperar que vaya a la Marcha del Orgullo Gay en Buenos Aires. Es un hombre de
otra generación. Pero está en medio de una gran pelea. Lo están atacando mucho,
especialmente obispos y cardenales que son muy homofóbicos y de derecha. Y lo
denuncian porque para ellos es demasiado "gay-friendly". Para mí o
para vos quizá no es suficiente, pero para ellos es es demasiado
"gay-friendly". Está a favor de los inmigrantes, contra la
pobreza, cercano a la teología de la liberación y demás. Entonces lo atacan y
el Papa responde. Dice "ellos son esquizofrénicos, ellos son tan
rígidos que llevan una doble vida". Ellos los ataca diciendo que estas
personas son sus opuestos, que estos cardenales están viviendo una doble vida,
que podrían ser homosexuales en privado y homofóbicos en público".
-Entonces esto proviene de una batalla más amplia.
-Sí, el Papa está en medio de una guerra. Es por esto
que quizá se pueda explicar por qué él es a veces un poco cobarde con la
cuestión gay. Eso a mí me entristece, yo creo que él debería ser más defensor
de los derechos de las personas gay. Pero él no puede, a veces, por
estos oponentes de derecha, extremadamente agresivos y homofóbicos. El
obispo (Héctor) Aguer, en La Plata, por ejemplo. O en el pasado Pio Laghi, o el
cardenal (Leonardo) Sandri, frecuentemente homofóbico. Yo creo que el Papa está
en una trampa, creo que ellos tratan de echarlo. En el libro yo explico el
contexto de esta batalla internacional.
-Usted celebra que Bergoglio es el
primer Papa en usar públicamente la palabra "gay".
-Sí. Es que yo diría que él es alguien muy "gay-friendly" en privado, cuando se trata de una persona. Él tiene empatía con la gente. Pero no es tan "gay-friendly" cuando se trata de movimientos políticos y, por supuesto, se opuso fervientemente al matrimonio gay. Pero creo que terminó siendo un moderado, por ejemplo, en lo que respecta a las uniones civiles.
-Sí. Es que yo diría que él es alguien muy "gay-friendly" en privado, cuando se trata de una persona. Él tiene empatía con la gente. Pero no es tan "gay-friendly" cuando se trata de movimientos políticos y, por supuesto, se opuso fervientemente al matrimonio gay. Pero creo que terminó siendo un moderado, por ejemplo, en lo que respecta a las uniones civiles.
El papa Francisco para mí es una
figura compleja. Es argentino, jesuita, peronista. Un día es
“gay-friendly”, al día siguiente es anti-gay. No es muy claro a veces. Pero
también es un hombre mayor, tiene 82 años. No podemos esperar que vaya a la
Marcha del Orgullo Gay en Buenos Aires. Es un hombre de otra generación. Pero
está en medio de una gran pelea. Lo están atacando mucho, especialmente obispos
y cardenales que son muy homofóbicos y de derecha
-Sin embargo en el libro cuenta que
al principio no le gustaba nada Francisco.
-Es que soy francés (risas) y tengo
una visión más secular. Y a él lo veía como un jesuita, que ya es un problema
(risas) y peronista. Pero con el tiempo comencé a quererlo. Sobre todo por
estas peleas que encarna. Si se mira hacia América latina, por ejemplo, el
combate es terrible. En Chile, por ejemplo, con representantes homofóbicos. O
el cardenal (Angelo) Sodano, que fue nuncio por mucho tiempo. Toda esta
gente es extremadamente homofóbica y al mismo tiempo protegen sistemáticamente
a algunos abusadores de menores. Está el triste caso de Marcial Maciel en
México, con cientos de chicos abusados entre sus víctimas, que fue protegido
por la jerarquía clerical entera, bajo el papado de Juan Pablo II y Benedicto
XVI.
-¿Y el resto de América latina?
-Si se mira a Colombia aparece este
alocado cardenal Alfonso López Trujillo Él fue un referente de la
homofobia, se oponía al sexo antes del matrimonio, se oponía a los divorciados,
¡se oponía a los profilácticos! Yo cuento en el libro que López Trujillo y
otros de los personajes mencionados eran gay en su vida privada y tenían
enormes cantidades de amantes mientras que presionaba fuertemente a seminaristas
y contrataba los servicios de personas que ejercían la prostitución en Medellín
y en Roma. Yo entrevisté a sacerdotes que le llevaban taxi-boys. Con todo esto:
¿cómo se puede comportar en público así? Y ese es un ejemplo que ilustra a un
montón de personas que actúan igual. Yo no tengo problemas con el hecho de
que todos ellos sean o hayan sido homosexuales. Podés tener amantes o lo que
sea, pero tiene que ser una situación con consentimiento, entre adultos. Y,
al mismo tiempo, creo que no podés ser tan homofóbico en público y llevar esa
vida en privado.
-Algunas personas critican este tipo
de libros de investigación porque se corre el riesgo de llevar a muchos a unir
homosexualidad con pederastía o abusos sexuales. ¿Cómo trabajó para evitar eso?
-Este libro, desde su primera página
hasta la última, tiene como propósito separar las dos cosas. Lo que pasa es
que en la Iglesia estuvo siempre la confusión. En la Iglesia, en especial
durante el papado de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, todos los cardenales
llevaron adelante la confusión al decir "la homosexualidad es muy
mala". Ellos atacaron la homosexualidad, la denunciaron pero al mismo
tiempo nunca hicieron la diferencia entre tener sexo o una relación homosexual
entre adultos y mantener una relación sin consentimiento con un menor, o un
abuso. Ellos nunca separaron las dos cosas. Entonces, el problema no
está en la homosexualidad, el problema aparece cuando esta homosexualidad está
tan reprimida, tan en tu contra que odiás lo que sos y mentís sobre tu vida
secreta.
Está el triste caso de Marcial
Maciel en México, con cientos de chicos abusados entre sus víctimas, que fue
protegido por la jeraquía clerical entera, bajo el papado de Juan Pablo II y
Benedicto XVI
-En el libro usted señala que para
muchos jóvenes, sobre todo en Italia, hacerse sacerdotes fue una buena manera
de encontrar un lugar para esconder aquello que vivían en su intimidad. ¿No
cree en la fe?
-Claro que no. Yo no los juzgo. Yo siento empatía por todos ellos. Quien lea mi libro no puede decir que el libro es contra la Iglesia. El libro es contra la hipocresía, contra la mentira. Y yo, de alguna manera, estoy a favor de la verdad que propuso el papa Francisco. Él pidió encontrar la razón de los escándalos y las múltiples problemas de la Iglesia. Si sos creyente, tenés que observar la verdad de frente. El celibato falló, la abstinencia no existe para un alto porcentaje de sacerdotes y los sacerdotes tienen una vida sexual. Esto es un hecho. Algunos heterosexuales, otros son homosexuales. Yo creo que tiene que existir la posibilidad de optar.
-Claro que no. Yo no los juzgo. Yo siento empatía por todos ellos. Quien lea mi libro no puede decir que el libro es contra la Iglesia. El libro es contra la hipocresía, contra la mentira. Y yo, de alguna manera, estoy a favor de la verdad que propuso el papa Francisco. Él pidió encontrar la razón de los escándalos y las múltiples problemas de la Iglesia. Si sos creyente, tenés que observar la verdad de frente. El celibato falló, la abstinencia no existe para un alto porcentaje de sacerdotes y los sacerdotes tienen una vida sexual. Esto es un hecho. Algunos heterosexuales, otros son homosexuales. Yo creo que tiene que existir la posibilidad de optar.
El libro, sin embargo, tiene su tono
irónico, el uso de jerga gay, la descripción de las prendas que usan algunos
miembros de la Iglesia, entre otras cosas.
-Sí, pero ¡son datos! Se habla, por ejemplo, del cardenal (Raymond) Burke, un personaje muy homofóbico y misógino. Al mismo tiempo es un tipo que usa unas vestimentas largas muy femeninas y es el enemigo número uno del papa Francisco. Algunos me dicen: "Lo estás caricaturizando". Y yo les digo que no, que él en sí mismo es una caricatura. En todo caso, estoy caricaturizando a una caricatura. Pero son hechos. Si vos querés ser como una mujer, celebro tu elección. Pero yo solamente describo lo que usa.
-Sí, pero ¡son datos! Se habla, por ejemplo, del cardenal (Raymond) Burke, un personaje muy homofóbico y misógino. Al mismo tiempo es un tipo que usa unas vestimentas largas muy femeninas y es el enemigo número uno del papa Francisco. Algunos me dicen: "Lo estás caricaturizando". Y yo les digo que no, que él en sí mismo es una caricatura. En todo caso, estoy caricaturizando a una caricatura. Pero son hechos. Si vos querés ser como una mujer, celebro tu elección. Pero yo solamente describo lo que usa.
Si sos creyente, tenés que observar
la verdad de frente. El celibato falló, la abstinencia no existe para un alto
porcentaje de sacerdotes y los sacerdotes tienen una vida sexual. Esto es un
hecho. Algunos heterosexuales, otros son homosexuales. Yo creo que tiene que
existir la posibilidad de optar
-¿Qué cree que va a pasar con
esta guerra en curso que usted señala dentro del Vaticano? ¿Hacia qué dirección
está yendo?
-Como en toda organización, hay tensiones. Y las tensiones en estos momentos también están sobre las mujeres. ¿Por qué no puede haber mujeres en los lugares de los sacerdotes? No hay nada en la Biblia, ni siquiera en el Evangelio, que sostenga esto. A las mujeres se les prohibió ocupar ese lugar mucho después, en la Edad Media. Entonces, ¿por qué la Iglesia es tan misógina? Viví en el Vaticano y es impresionante, no se ven mujeres, ni una mujer, para nada. Los asistentes, los trabajadores son todos varones. A veces vez alguna mujer como mucama, tal vez una inmigrante. Y las esconden como para mostrar que no está bien que haya una mujer ahí. Esto también es un problema. Creo que el papa Francisco está intentando cambiar a la Iglesia pero es un hombre de edad y es difícil. A veces no tiene el coraje, a veces lo atacan mucho y tiene que ser cauto.
-Como en toda organización, hay tensiones. Y las tensiones en estos momentos también están sobre las mujeres. ¿Por qué no puede haber mujeres en los lugares de los sacerdotes? No hay nada en la Biblia, ni siquiera en el Evangelio, que sostenga esto. A las mujeres se les prohibió ocupar ese lugar mucho después, en la Edad Media. Entonces, ¿por qué la Iglesia es tan misógina? Viví en el Vaticano y es impresionante, no se ven mujeres, ni una mujer, para nada. Los asistentes, los trabajadores son todos varones. A veces vez alguna mujer como mucama, tal vez una inmigrante. Y las esconden como para mostrar que no está bien que haya una mujer ahí. Esto también es un problema. Creo que el papa Francisco está intentando cambiar a la Iglesia pero es un hombre de edad y es difícil. A veces no tiene el coraje, a veces lo atacan mucho y tiene que ser cauto.
Capítulo
5º
EL
SÍNODO
—Hubo
una reacción.
Lorenzo
Baldisseri es un hombre flexible y pausado. Y en esa fase de nuestra
conversación el cardenal escoge sus palabras aún más lentamente, con una
prudencia extrema. Se toma su tiempo antes de decir, a propósito del sínodo
sobre la familia:
—Hubo una reacción.
Le oigo tocar el piano. También se toma su tiempo, a
diferencia de muchos pianistas, que se embalan. Es pausado cuando interpreta a
los compositores que más le gustan, Vittorio Monti, Erik Satie, Claude Debussy
o Frédéric Chopin. Y me gusta su ritmo, sobre todo en los
fragmentos que mejor le salen, como la Danza española de Enrique
Granados o el Ave María de Giulio Caccini.
El cardenal había hecho que le pusieran en su inmenso
despacho del Vaticano el piano de media cola que había hecho traer desde Miami,
donde lo compró cuando era nuncio en Haití. Es un piano viajero que ha visitado
Paraguay, la India y Nepal, y ha vivido nueve años en Brasil.
—Todas las noches toco el piano de ocho a once en este
despacho. No puedo dejar de hacerlo. Aquí en el Vaticano me llaman el pianista
de Dios —añade con picardía.
Un cardenal que toca el piano solo, por la noche, en
este palacio del Vaticano sin un alma: la imagen me encanta. Baldisseri me
regala un estuche de tres CD editado por la Librería Editrice Vaticana. El
suyo.
—También doy conciertos. He tocado para el papa
Benedicto XVI en su residencia veraniega de Castel Gandolfo. Pero ¡es alemán y
le gusta Mozart! Yo soy italiano, soy romántico.
Con 78 años, el cardenal pianista, para hacer dedos y
no perder destreza, toca todos los días y en todas partes, en el despacho, en
su casa o cuando está de vacaciones.
—También he tocado para el papa Francisco. Era todo un
reto, porque él no es un gran amante de la música.
Baldisseri es uno de los hombres de confianza de
Francisco. Desde su elección, a la que Baldisseri contribuyó como secretario
del cónclave, el nuevo papa encargó al obispo italiano que preparase un sínodo
extraordinario sobre la familia en 2014-2015, y otro sobre la juventud en 2018.
Y le creó cardenal para investirle de la necesaria autoridad.
Un sínodo convocado por el papa es un momento
importante para la Iglesia. Esta asamblea de los cardenales y de muchos obispos
es la ocasión para debatir cuestiones de fondo y de doctrina. Una de ellas, más
sensible que otras, es la familia.
Francisco sabía desde el principio que para que sus
ideas tuvieran aceptación no había que desairar a los cardenales rígidos, en su
mayoría nombrados por Juan Pablo II y Benedicto XVI. Había que andarse con
diplomacia. Baldisseri es un nuncio, formado en la escuela de los diplomáticos
(la grande, la de Casaroli y Silvestrini, no la más reciente, y hoy tan
denostada, de Sodano y Bertone).
—Trabajé con un espíritu de apertura. Nuestro modelo
era el concilio Vaticano II: estimular el debate, apelar a laicos e
intelectuales, inaugurar un nuevo método, un nuevo enfoque. Que, por otro lado,
era el estilo de Francisco, un papa llegado de Latinoamérica, abierto,
accesible, que se comporta como un simple obispo.
¿Era lo bastante experto? ¿Fue imprudente?
—Yo era novato, es cierto. Lo aprendí todo organizando
este primer sínodo. No había ningún tabú, ninguna moderación. Todas las
cuestiones estaban sobre la mesa. Abiertas. ¡Candentes! Todo estaba sobre la
mesa: el celibato de los sacerdotes, la homosexualidad, la comunión de las
parejas divorciadas, la ordenación de mujeres… Se abrieron todos los debates a
la vez.
Rodeado de un pequeño equipo sensible, alegre y
sonriente, algunos de cuyos miembros conocí en los locales del Secretariado del
Sínodo (los arzobispos Bruno Forte, Péter Erdöy Fabio Fabene, todos ellos
ascendidos después por el papa), Lorenzo Baldisseri construyó una verdadera
máquina de guerra al servicio de Francisco.
Desde el principio la banda de Baldisseri trabajó con
los cardenales más abiertos y más gay-friendly: el alemán Walter Kasper,
cabecilla de los liberales en el Vaticano, que recibió el encargo de escribir
el informe preparatorio, el austríaco Christoph Schönborn y el hondureño Óscar
Maradiaga, amigo personal del papa.
—Nuestra línea, en el fondo, era la de Kasper. Pero el
método era igual de importante. El papa quiso abrir las puertas y las ventanas.
El debate tenía que entablarse por doquier, en las conferencias episcopales, en
las diócesis, entre los creyentes. El pueblo de Dios debía escoger —me cuenta
Baldisseri.
Este método era inédito y suponía una ruptura con Juan
Pablo II, que fue el arquetipo de un maníaco del control, o con Benedicto XVI,
que evitaba este tipo de debates por principio y por miedo. Francisco pensó que
podía dar un vuelco a la situación delegando en la base la preparación del
sínodo con una consulta mundial sobre 38 asuntos. Quiso poner en movimiento la
Iglesia. Con ello pretendía sobre todo esquivar a la curia y a los cardenales
de toda la vida que, acostumbrados a la teocracia absoluta y a la infalibilidad
papal, enseguida se dieron cuenta de la jugada.
—Se cambiaron las costumbres, es verdad. El método fue
lo que sorprendió —me explica prudentemente el cardenal.
Desde luego la banda de Baldisseri no perdió el tiempo.
Confiado, quizá temerario, Walter Kasper anunció públicamente incluso antes del
sínodo que las «uniones homosexuales, si se viven de un modo estable y
responsable, son respetables». ¿Respetables? La palabra ya era en sí misma una
revelación.
Partiendo de esa inmensa consulta de campo, el
secretariado del sínodo preparaba un texto preliminar que después discutirían
los cardenales.
—Tras el llamamiento al debate las respuestas llegaron
en masa, de todas partes, en todos los idiomas. Las conferencias episcopales
respondieron, los expertos respondieron, muchos individuos también respondieron
—dice Baldisseri con satisfacción.
Rápidamente se formó un grupo de quince sacerdotes
para leer todas esas notas, los miles de cartas, un aluvión inesperado, una
oleada sin precedentes. También había que examinar las respuestas de las 114
conferencias episcopales y de unas 800 asociaciones católicas, en un sinfín de
idiomas. Al mismo tiempo, varios redactores (entre los que había al menos un
homosexual al que conocí) escribieron el borrador de un texto que, al cabo de
un año, sería la célebre exhortación apostólica Amoris Laetitia.
En este borrador se incluyó adrede esta frase: «Los
homosexuales tienen dones y cualidades que pueden ofrecer a la comunidad
cristiana». Otra era una referencia explícita al sida: «Sin negar las
problemáticas morales relacionadas con las uniones homosexuales, se observan
casos en que el apoyo mutuo hasta el sacrificio es una ayuda maravillosa para
la vida de la pareja».
—Francisco venía aquí todas las semanas —me cuenta
Baldisseri—. Presidía personalmente las sesiones en las que debatíamos
propuestas.
¿Por qué optó Francisco por plantear las cuestiones de
la familia y la moral sexual? Además de preguntárselo al cardenal Baldisseri y
a varios colaboradores suyos, hablé de ello con decenas de cardenales, obispos
y nuncios, en Roma y en una treintena de países, contrarios o partidarios de
Francisco, defensores del sínodo o refractarios. Estas entrevistas me permiten
revelar el plan secreto del papa y describir la batalla inimaginable que no
tardaría en estallar entre facciones homosexualizadas de la Iglesia.
Desde el principio de su pontificado el papa previno a
la curia contra los escándalos tanto económicos como sexuales: «Todos somos
pecadores, pero no todos somos corruptos. Hay que aceptar a los pecadores, pero
no a los corruptos». Se propuso denunciar las dobles vidas y preconizó una
«tolerancia cero».
Más aún que a los tradicionalistas y a los
conservadores, Francisco detestaba, como hemos visto, a los rígidos hipócritas.
¿Por qué seguir oponiéndose al sacramento para los divorciados vueltos a casar
cuando hay tantos curas que viven en concubinato con una mujer en Latinoamérica
y África? ¿Por qué seguir odiando a los homosexuales cuando son tan
mayoritarios entre los cardenales y, alrededor del papa, en el Vaticano? ¿Cómo
reformar la curia, enredada en la negación y la mentira, cuando un número
insensato de cardenales y la mayoría de los secretarios de Estado desde 1980
tienen prácticas contrarias a la moral católica (tres de cada cuatro, según sus
informaciones)? Si ha llegado el momento de hacer limpieza, como suele decirse,
¿por dónde empezar, si la Iglesia está al borde del abismo a causa de su
obsolescencia programada?
Oyendo a sus oponentes, esos cardenales rígidos que
encadenan declaraciones conservadoras y homófobas y publican textos contra el
liberalismo sexual —los Raymond Burke, Carlo Caffarra, Joachim Meisner, Gerhard
Ludwig Müller, Walter Brandmüller, Mauro Piacenza, Velasio De Paolis, Tarcisio
Bertone, George Pell, Angelo Bagnasco, Antonio Cañizares, Kurt Koch, Paul Josef
Cordes, Willem Eijk, Joseph Levada, Marc Ouellet, Antonio Rouco Varela, Juan
Luis Cipriani, Juan Sandoval Íñiguez, Norberto Rivera, Javier Errázuriz, Angelo
Scola, Camillo Ruini, Robert Sarah y tantos otros—, Francisco no sale de su
asombro. ¿Cómo se atreven?, piensa el santo padre. Sus allegados le han
informado muy bien acerca de esa increíble parroquia.
Francisco, sobre todo, está exasperado por los casos
de abusos sexuales que gangrenan a miles —a decenas de miles, en realidad— la
Iglesia católica en todo el mundo. Cada semana se interponen nuevas denuncias,
se señala o procesa a obispos, se condena a curas, y unos escándalos suceden a
otros. En más del 80 % de los casos se trata de abusos homosexuales, pocas
veces son heterosexuales.
En Latinoamérica los episcopados han sido muy
criticados por la prensa, que afirmó que a menudo habían minimizado los hechos,
ya sea en México (Norberto Rivera y Juan Sandoval Íñiguez) o en Perú (Juan Luis
Cipriani). En Chile el escándalo es tan mayúsculo que todos los obispos del
país han tenido que dimitir, mientras se señala a la mayoría de los nuncios y
prelados, empezando por los cardenales Javier Errázuriz y Ricardo Ezzati son cuestionados
por ignorar las denuncias de abusos sexuales. De hecho, la justicia chilena
presentó en agosto de 2018 querella contra ambos por encubrimiento de abusos.
En todas partes la Iglesia ha sido criticada por su modo de encarar los abusos:
en Austria (Hans Hermann Groër), en Escocia e Irlanda (Keith O’Brien, Sean
Brady), en Francia (Philippe Barbarin), en Bélgica (Godfried Danneels) y así
sucesivamente, en Estados Unidos, en Alemania, etcétera. En Australia el
«ministro de Economía» del Vaticano, George Pell, ya ha sido condenado en
Melbourne. Los nombres de docenas de cardenales han aparecido en la prensa,
muchos de ellos convocados por la justicia bajo la acusación de haber
encubierto, por inercia o hipocresía, las fechorías sexuales cometidas por sacerdotes,
cuando no se les acusa a ellos mismos de tales actos. Incluso en Italia se
suceden escándalos de esta naturaleza en los que están implicados docenas de
obispos y varios cardenales, aunque la prensa de la península todavía es
extrañamente reacia a revelarlos. Pero el papa y sus afines saben que el dique
no tardará en reventar también en Italia.
Durante una conversación informal en Roma, el cardenal
Marc Ouellet, prefecto de la Congregación para los Obispos, me describe la
difusión inimaginable de los escándalos de abusos sexuales. El hombre es un
experto en doble lenguaje: un ratzingueriano que se hace pasar por defensor del
papa Francisco. Sin embargo, las cifras que el quebequés repite ante mí son una
locura. Describe una Iglesia literalmente a punto de estallar. A su juicio
todas las parroquias del mundo, todas las conferencias episcopales, todas las
diócesis están mancilladas. El panorama que me describe Ouellet es terrorífico:
la Iglesia parece un Titanic a punto de hundirse mientras la orquesta sigue
tocando. «Es imparable», me dirá, con cara de espanto, uno de los colaboradores
gais de Ouellet con quien también me entrevisté. (En otro memorando monseñor
Viganò denunciará el entorno homosexual de Marc Ouellet.)
Por tanto, en materia de abusos sexuales, Francisco no
tiene intención de cerrar los ojos, como hicieron durante demasiado tiempo Juan
Pablo II y sus lugartenientes Angelo Sodano y Stanislaw Dziwisz, ni de ser
indulgente, que fue la tendencia de Benedicto XVI. Al menos eso es lo que pregona.
Su análisis, sobre todo, difiere del de Joseph
Ratzinger y su adjunto el cardenal Tarcisio Bertone, para quienes este asunto
era un problema intrínsecamente homosexual. Según los expertos del Vaticano y
las confesiones de dos de sus colaboradores cercanos con quienes hablé, el papa
Francisco, por el contrario, pensaba que la causa profunda de los abusos
sexuales estaba en la «rigidez» de la fachada que oculta una doble vida y,
lamentablemente, quizá también en el celibato de los sacerdotes. El santo padre
pensaba que los cardenales y obispos que encubren los abusos sexuales no lo
hacen tanto para proteger a los pedófilos como porque tienen miedo. Temen que
si estalla un escándalo o se entabla un proceso sadrán a relucir sus
inclinaciones homosexuales. De modo que podemos formular así otra regla de
Sodoma, la sexta y una de las más esenciales de este libro:
En la mayoría de los casos de abusos sexuales aparecen
sacerdotes u obispos que han protegido a los agresores debido a su propia
homosexualidad y por miedo a que esta saliera a relucir si estallaba el
escándalo. La cultura del secreto, que era necesaria para guardar silencio
sobre la fuerte prevalencia de la homosexualidad en la Iglesia, ha propiciado
el ocultamiento de los abusos sexuales y la actuación de los depredadores.
Por todos estos motivos Francisco comprendió que los
abusos sexuales no son un epifenómeno y menos aún meras «habladurías», como los
calificaba el cardenal Angelo Sodano: es la crisis más grave que enfrenta la
institución después del gran cisma. El papa sospecha incluso que la historia no
ha hecho más que empezar. En el tiempo de las redes sociales y el Vatileaks, de
la liberación de la palabra y la judicialización de las sociedades modernas
—por no hablar del efecto Spotlight—, la Iglesia es una Torre de Pisa que
amenaza con derrumbarse. Es preciso reconstruirlo todo, cambiarlo todo, so pena
de que la religión desaparezca.
Esa era la filosofía que inspiraba el sínodo de 2014.
Francisco, por tanto, se decidió a hablar. Empezó a
denunciar (¡y de forma sistemática!) en las misas matinales de Santa Marta, en
conferencias de prensa improvisadas en aviones o con motivo de viajes
simbólicos, la hipocresía de las «vidas ocultas y a menudo disolutas» de los
miembros de la curia romana.
Ya había enumerado las 15 «enfermedades curiales»: sin
nombrarles, señaló a los cardenales y obispos romanos que padecían «alzhéimer
espiritual»; criticó su «esquizofrenia espiritual», su «maledicencia», su
«corrupción» y el tren de vida de esos «obispos de aeropuertos». Por primera
vez en la historia de la Iglesia, las críticas no procedían de los enemigos del
catolicismo, de los panfletarios volterianos y otros «catolicófobos», sino del
santo padre en persona. Un dato crucial para comprender el alcance de la «revolución»
Francisco.
El papa también quiere pasar a la acción. Quiere
«derribar un muro», en palabras de uno de sus colaboradores. Y lo hará con
símbolos, con hechos y con la herramienta del cónclave. Empieza borrando de un
plumazo, en la lista de futuros cardenales, a todos los arzobispos, nuncios y
obispos envueltos en situaciones escabrosas durante los papados de Juan Pablo
II y Benedicto XVI. El palacio de Castel Gandolfo, la residencia veraniega del
papa cuyas movidas veladas durante el papado de Juan Pablo II han llegado a
oídos de Francisco, se abrirá a los turistas y, en última instancia, será
vendido. Sobre la cuestión homosexual emprende una larga tarea pedagógica. En
este caso se trata de distinguir, de una manera nueva y fundamental para la
Iglesia, entre crímenes como la pedofilia, los abusos o las agresiones a
menores de quince años, así como los actos cometidos sin consentimiento o en
situaciones de prevalencia de autoridad (catecismo, confesión, seminarios,
etcétera.), y las prácticas homosexuales legales entre adultos que consienten.
También pasa página en el debate sobre el preservativo poniendo el acento en
«la obligación de tener cuidado».
Pero ¿qué hacer ante la crisis de vocaciones, por no
hablar de esos cientos de curas que todos los años piden ser reducidos al
estado laico para poder casarse? ¿No habrá llegado el momento de reflexionar
sobre los retos futuros, sobre asuntos postergados durante demasiado tiempo, y
salir de la teoría para hacer frente a situaciones concretas? Ese es el sentido
de sínodo. El papa sabe que en este terreno debe andarse con pies de plomo.
—Francisco vio el obstáculo. Su función le colocaba en
una posición de responsabilidad, de gobierno. Por eso se tomó su tiempo,
escuchó todos los puntos de vista —me explica el cardenal Lorenzo Baldisseri.
Los textos que llegan de los episcopados son
sorprendentes. Los primeros, que se hacen públicos en Alemania, Suiza y
Austria, son demoledores para la Iglesia: el catolicismo romano está
desconectado de la vida real, la doctrina ya no tiene ningún sentido para
millones de familias recompuestas, los fieles no entienden en absoluto la
postura de Roma sobre la contracepción, el preservativo, las uniones libres, el
celibato de los sacerdotes y, una parte de ellos, su postura sobre la
homosexualidad.
El «cerebro» del sínodo, el cardenal Walter Kasper,
que sigue de cerca el debate alemán, se alegra de que sus ideas acaben
revalidándose. ¿Está demasiado seguro de sí mismo? ¿El papa confía demasiado en
él? El caso es que el texto preparatorio adopta la línea de Kasper y propone
replantearse la posición de la Iglesia sobre los sacramentos a los divorciados
y sobre la homosexualidad. El Vaticano está dispuesto a reconocer las
«cualidades» del concubinato de los jóvenes, de los divorciados que vuelven a
casarse y de las uniones civiles homosexuales.
Es entonces cuando, según la púdica expresión de
Baldisseri, se produce una «reacción». Al hacerse público, el texto concita las
críticas del ala conservadora del colegio cardenalicio, con el estadounidense
Raymond Burke a la cabeza, que no se hacen esperar.
Los tradicionalistas se ponen de uñas contra los
documentos distribuidos y algunos, como el cardenal surafricano Wilfrid Napier,
no dudan en afirmar que, si se reconociera a las personas en «situaciones
irregulares», se acabaría inevitablemente legitimando la poligamia. Otros
cardenales africanos y brasileños alertan al papa, por motivos estratégicos,
sobre los riesgos de relajar las posiciones de la Iglesia, dada la competencia
de los movimientos evangelistas protestantes, muy conservadores, que tienen el
viento en popa.
Todos estos prelados se declaran, eso sí, abiertos al
debate y dispuestos a añadir notas a pie de página y codicilos donde haga
falta. Pero su mantra secreto no es otro que la célebre frase, mil veces
citada, del príncipe de Lampedusa en El Gatopardo: «Hay que cambiarlo todo para
que todo siga igual». No en vano Francisco denunciará, sin nombrarles, a los
«corazones petrificados» que «quieren que todo siga como antes».
Discretamente, cinco cardenales utraconservadores (los
«sospechosos habituales» Raymond Burke, Gerhard Ludwig Müller, Carlo Caffarra,
Walter Brandmüller y Velasio De Paolis) escriben un libro colectivo en defensa
del matrimonio tradicional publicado en Estados Unidos por la editorial
católica Ignatius. Pretenden repartirlo entre todos los asistentes al sínodo,
pero Baldisseri requisa el panfleto. El ala conservadora pone el grito en el
cielo ante lo que considera censura. El sínodo ya va camino de convertirse en
una farsa.
Desde la primera asamblea, los puntos litigiosos sobre
la comunión de los divorciados y la homosexualidad dan lugar a agrios debates
que obligan al papa a rectificar. Durante varios días el documento se modifica,
se edulcora, y la posición sobre la homosexualidad se endurece mucho. Pese a
todo, los padres sinodales, en la votación final, también rechazan esta versión
corregida.
La reacción contra el texto es tan fuerte, tan dura,
que pone en evidencia un ataque al propio papa a través de ella. Una parte del
colegio cardenalicio rechaza su método, su estilo y sus ideas. Los más
«rígidos», los más tradicionales, los más misóginos se rebelan. ¿Son los que
tienen la «inclinación» más fuerte? No deja de ser significativo que esta
guerra entre conservadores y liberales se librara, con frente invertido, sobre
la cuestión gay. Por tanto, si se quiere entender es preciso ser
contraintuitivos. Aún más significativo es el hecho de que varios cabecillas de
la facción anti-Francisco lleven una doble vida. Estos homosexuales
disimulados, llenos de contradicciones y de homofobia interiorizada, ¿se
indignan por odio a sí mismos o por miedo a ser descubiertos? La reacción
contra el santo padre es tan fuerte porque ha atacado su talón de Aquiles: su
vida íntima, disimulada tras un exceso de conservadurismo.
Es lo que James Alison, sacerdote inglés abiertamente
gay, muy respetado por sus escritos teológicos sobre el tema, resume con una
frase más sutil de lo que parece las veces que hablo con él en Madrid:
—¡Es la venganza del armario! ¡La venganza del
armario!
El padre Alison resume a su manera la situación: los
cardenales homosexuales «dentro del armario» han declarado la guerra a
Francisco por animar a los gais a «salir del armario».
Luigi Gioia, un fraile benedictino italiano que fue
uno de los responsables de la universidad benedictina Sant’Anselmo de Roma, me
proporciona otra clave de lo que pasó en Roma:
—Para un homosexual, la Iglesia es una estructura
estable. Este es uno de los motivos que explica, a mi entender, el que muchos
homosexuales hayan optado por el sacerdocio. Pues bien, cuando necesitas
esconderte también necesitas, para sentirte seguro, que lo que te rodea no se
mueva. Quieres que la estructura donde te has refugiado sea estable y
protectora, y entonces sabes cómo manejarte en su interior. Pero Francisco, al
querer reformarla, ha hecho que la estructura se tambalee, lo que ha alertado a
los curas homosexuales. Eso explica la violenta reacción que han tenido estos,
y su odio al papa. Tienen miedo.
Por su parte, el principal artífice y testigo del
sínodo, el cardenal Baldisseri, resume de un modo más condensado la situación
después de la batalla:
—Hubo acuerdo sobre todo salvo sobre los tres puntos
sensibles.
En realidad había una mayoría «liberal», pero no se
alcanzó el cuórum de dos tercios necesario para aprobar los artículos
controvertidos. De modo que, de los 62 apartados presentados, se rechazaron
tres, los más emblemáticos. Al papa le faltó cuórum. El proyecto revolucionario
de Francisco sobre la familia y la homosexualidad pasó a la historia.
Francisco perdió una batalla pero no perdió la
guerra. Decir que su fracaso en el sínodo le dejó disgustado es quedarse corto.
Este hombre autoritario pero franco estaba muy contrariado por la obstrucción
montada por los cardenales conservadores de la curia. Su hipocresía, su doble
juego y su ingratitud le indignaban. Las maniobras entre bastidores, el
complot, el método expresamente contrario a las leyes de la curia, ya se
pasaban de la raya. A sus colaboradores Francisco les dio a entender, en
privado, que no tenía intención de ceder. Iba a pelear y pasar a la
contraofensiva.
—Es un testarudo. Un testarudo obstinado —me dice un monsignore
que le conoce bien.
La reacción del soberano pontífice tuvo varias etapas.
Para empezar, podía preparar otro sínodo, previsto para el año siguiente, de
modo que le diera tiempo a organizarlo. Luego, a finales de 2014, decidió
lanzar una campaña de gran amplitud en defensa de sus propuestas para ganar la
batalla de las ideas. Quiso transformar una derrota en victoria.
Esta guerra fue en gran medida secreta, a diferencia
de la anterior, que pretendía ser participativa y consultiva. ¡Francisco, tras
caer en la trampa de la democratización, hará que sus oponentes se enteren de
lo que es un monarca absoluto en una teocracia cesarista!
—Francisco es rencoroso. Es vengativo. Es autoritario.
Es un jesuita: ¡no da su brazo a torcer! —resume un nuncio al que el papa no le
cae nada bien.
Francisco tenía tres recursos eficaces para salirse
con la suya. A corto plazo podía tratar de fomentar un debate más moderno en
todo el mundo, movilizando a los episcopados y a las opiniones públicas
católicas: esa fue la nueva misión que encomendó a Baldisseri y su equipo. A
medio plazo, sancionar a los cardenales que le habían humillado, empezando por
Gerhard Ludwig Müller, el responsable de la doctrina
de la Iglesia. A largo plazo, alterar la composición del colegio cardenalicio
creando nuevos obispos favorables a sus reformas y, teniendo en cuenta el límite
de edad, ir quitándose de encima a su oposición, como quien no quiere la cosa.
Esa era el arma suprema, que solo estaba al alcance del sumo pontífice.
Maniobrero y ladino, Francisco pasó a la ofensiva
recurriendo a las tres técnicas a la vez con una rapidez y, al decir de sus
adversarios, una vehemencia inaudita.
Comenzó la labor de «preparación» del segundo sínodo,
previsto para octubre de 2015. En realidad, lo que se puso en marcha en los
cinco continentes fue una auténtica máquina de guerra. Los nuncios, los
aliados, los cardenales amigos, todos fueron movilizados. Era Enrique V en
vísperas de la batalla de Azincourt. Francisco tenía un reino por teatro: «No
somos un tirano, sino un rey de Cristo, a cuya gracia está tan sometida nuestra
cólera como nuestra indulgencia». Indulgencia, hay; cólera, mucha más.
Pude seguir esta ofensiva en muchos países, donde
comprobé cómo los episcopados se dividieron en dos bandos irreconciliables,
cosa que ocurrió, por ejemplo, en Argentina, Uruguay, Brasil y Estados Unidos.
La batalla fue dura.
De entrada, en Argentina. Aquí el papa movilizó a sus
amigos en la retaguardia. El teólogo Víctor Manuel Fernández, un íntimo de
Francisco y uno de sus ghostwriters («escritores fantasma», expresión
que hace referencia a los «negros» literarios), hace poco ascendido a obispo,
salió súbitamente de su reserva. En una larga entrevista para el Corriere
della Sera (mayo de 2015) arremetía contra el ala conservadora de la curia
y, sin nombrarlo, contra el cardenal Müller: «El papa va despacio porque quiere
estar seguro de que no podrá dar marcha atrás. Se ha propuesto introducir
reformas irreversibles… Y no está solo, en absoluto. La gente [los fieles] está
con él. Sus adversarios son más débiles de lo que piensan… Por otro lado, es imposible
que el papa le guste a todo el mundo. ¿Les gustaba a todos Benedicto XVI?». Es
una «declaración de guerra» al ala ratzingueriana de la curia.
No lejos de Buenos Aires, en Uruguay, el arzobispo
«bergogliano» de Montevideo, Daniel Sturla, también dio un inesperado paso al
frente, pronunciándose sobre la cuestión homosexual. Después hizo pública una
contribución sobre la cuestión gay en el sínodo.
—Aún no conocía al papa Francisco. Me activé
espontáneamente, porque los tiempos han cambiado y aquí, en Montevideo, se
había vuelto imposible no compadecerse de los homosexuales. ¿Y sabe qué? Aquí
nadie censuró mis posiciones favorables a los gais. Creo que la sociedad está
evolucionando por doquier y eso ayuda a la Iglesia a avanzar en este terreno.
Entonces todos descubren que la homosexualidad es un fenómeno muy amplio,
también dentro de la Iglesia —me dice Sturla en una larga conversación que
mantuvimos en su despacho de Montevideo. (El papa Francisco lo proclamó
cardenal en 2015.)
Otro amigo del santo padre que se volcó fue el
cardenal hondureño Óscar Maradiaga. Coordinador del C9, el consejo de nueve
cardenales creado por Francisco, el arzobispo viajó por todas las capitales
latinoamericanas, acumulando «miles» en su tarjeta Platinum. En todas partes
este «obispo de los aeropuertos» divulgó el pensamiento de Francisco en público
y su estrategia en petit comité para ganar apoyos, informar al papa
sobre sus oponentes y preparar los planes de batalla. (En 2017 el arzobispado
de Óscar Madariaga fue objeto de acusaciones por un caso de corrupción
financiera, uno de cuyos beneficiarios fue su adjunto y amigo íntimo, un obispo
auxiliar, sospechoso según la prensa de graves «conductas indebidas y
conexiones homosexuales», que finalmente presentó su dimision en 2018. En su Testimonianza monseñor Viganò también juzga
severamente a Madariaga a propósito de su intento de proteger a los acusados de
los abusos homosexuales. Hoy por hoy el caso está en fase de instrucción y los
prelados investigados aún se encuentran bajo presunción de inocencia.)
En Brasil,
un gran país católico (el más importante del mundo, con una comunidad de unos
135 millones de fieles y diez cardenales que ejercen una influencia notable en
el sínodo), el papa se apoyó en sus más afines: el cardenal Cláudio Hummes,
arzobispo emérito de São Paulo; el cardenal João Bráz de Aviz, exarzobispo de
Brasilia; y el nuevo arzobispo de la capital brasileña, Sérgio da Rocha, que
tuvo un papel crucial en el sínodo y poco después fue recompensado por el papa
con el cardenalato. Francisco les encargó que aislaran al ala conservadora,
capitaneada por un cardenal antigay, el arzobispo de São Paulo Odilo Scherer,
próximo al papa Benedicto XVI. La pugna tradicional entre Hummes y Scherer, que
definía las relaciones de fuerza dentro del episcopado brasileño, se recrudeció
en esta ocasión. Más tarde, cuando Francisco elevó a la púrpura a Sérgio da
Rocha, sancionó además a Scherer, y le excluyó de la curia sin previo aviso.
Una tensión
recurrente que me resume Frei Betto, el famoso dominico e intelectual
brasileño, simpatizante del expresidente Lula y una de las figuras señeras de
la teología de la liberación:
—Hummes es
un cardenal progresista que siempre ha defendido las causas sociales. Es amigo
del papa Francisco, con quien puede contar. El cardenal Scherer, en cambio, es
un hombre limitado y un conservador que no tiene ninguna fibra social. Es muy
tradicionalista —me confirma Betto durante una charla en Río de Janeiro.
Cuando le
entrevisto, el cardenal Scherer me da una impresión mucho mejor. Afable y algo
pícaro, me recibe en camisa azul celeste con una pluma Montblanc que asoma,
blanca y negra, de su bolsillo, en su magnífico despacho del arzobispado de São
Paulo. Allí, durante una extensa entrevista, se esfuerza por quitar hierro a
las tensiones internas de la Iglesia brasileña, de la que es el máximo
dignatario:
—Tenemos un
papa, uno solo: Francisco. No tenemos dos, aunque haya un papa emérito. A veces
lo que dice Francisco no les gusta a algunos y entonces se inclinan por
Benedicto XVI; a otros no les gusta Benedicto y cierran filas con Francisco. Cada
papa tiene su propio carisma, su personalidad. Un papa completa al otro. Juntos
contribuyen a dar una visión equilibrada de la Iglesia. No hay que soliviantar
a un papa contra el otro.
Estados
Unidos era otro país decisivo, pues contaba con 17 cardenales, diez de los
cuales eran electores. Extraño mundo, a fin de cuentas, que Francisco conocía
mal y donde abundaban los cardenales rígidos con doble vida. Al no poder
confiar en el presidente de la Conferencia Episcopal Estadounidense, el
presunto liberal Daniel DiNardo (un oportunista ratzingueriano cuando estaba
Ratzinger y bergogliano con Francisco), el papa, para su desconcierto, se dio
cuenta de que tenía pocos aliados en ese país. Entonces optó por apoyarse en
tres obispos gay-friendly poco conocidos: Blase Cupich, favorable a las
parejas homosexuales, a quien acababa de nombrar arzobispo de Chicago; el
voluble Joseph Tobin, arzobispo de Indianápolis y hoy de Newark, donde ha
acogido a homosexuales casados y a católicos activistas LGBT; y Robert McElroy,
un cura liberal y progay de San Francisco.
Estos tres apoyos de Francisco en Estados Unidos
hicieron un trabajo incansable de cara al sínodo; en 2016 los dos primeros
fueron recompensados con la púrpura y McElroy fue nombrado obispo de San Diego
durante los debates.
En España,
Francia, Alemania, Austria, Países Bajos, Suiza y Bélgica, Francisco también
buscó aliados y se acercó a los cardenales más liberales como el alemán
Reinhard Marx, el austríaco gay-friendly Christoph Schönborn y el
español Juan José Omella y Omella (a quien nombraría poco después arzobispo de
Barcelona y a renglón seguido cardenal). En una entrevista del periódico Die
Zeit el papa también lanzó una idea destinada a tener un brillante futuro:
la ordenación de los famosos viri probati. En vez de proponer la
ordenación de mujeres o el fin del celibato de los seminaristas —casus belli
para los conservadores—, Francisco se propuso ordenar a hombres católicos
casados de edad madura como un modo de paliar la crisis de vocaciones, frenar
la homosexualidad en la Iglesia y tratar de frenar los casos de abusos
sexuales.
Al abrir
este debate el papa puso a los conservadores contra las cuerdas. Les
«arrinconó», según dice un cura que trabajó para el sínodo, y les hizo ver que
eran minoritarios en su propio país.
El papa
habló claro ya en 2014: «Para la mayoría de la gente, la familia [tal como la
concebía Juan Pablo II a principios de los años ochenta] ya no existe. Hay
divorcios, familias arcoíris, familias monoparentales, el fenómeno de la
gestión para otros, las parejas sin niños, las uniones del mismo sexo… La
doctrina tradicional, desde luego, permanecerá, pero los retos pastorales
requieren respuestas contemporáneas que ya no pueden venir del autoritarismo ni
del moralismo». (Fue el cardenal de Honduras, Óscar Maradiaga, amigo personal
de Francisco, quien se hizo eco de estas palabras audaces y no desmentidas por
el papa.)
Por tanto,
entre los dos sínodos, el de 2014 y el de 2015, la batalla entre liberales y
conservadores ganó en amplitud y se extendió a todos los episcopados, mientras
Francisco continuaba con su política de pequeños pasos.
—No hay que
simplificar el debate —relativiza, sin embargo, Romilda Ferrauto, una
periodista de Radio Vaticano que participó en ambos sínodos—. Hubo verdaderos
debates que caldearon el ambiente vaticano. Pero no estaban los liberales a un
lado y los conservadores al otro. No había una clara línea de fractura entre
izquierda y derecha, sino muchos más matices, más diálogos. Algunos cardenales
pueden estar de acuerdo con el santo padre sobre la reforma financiera, pero no
sobre la moral, por ejemplo. La prensa ha presentado al papa Francisco como un
progresista, pero eso tampoco es exacto: es un misericordioso. Tiene una
actitud pastoral, tiende la mano al pecador, que no es lo mismo, ni mucho
menos.
Más allá de
los cardenales movilizados por todo el mundo y en la curia, que se movían en
orden disperso, el equipo del papa también se interesó por los intelectuales.
Estos influencers, pensaba la banda de Baldisseri, serían vitales para
el éxito del sínodo. De modo que prepararon un gran plan secreto de
comunicación.
Entre
bastidores, un jesuita influyente, el padre Antonio Spadaro, director de La
Civiltà Cattolica, se encargó de organizar este frente
—No somos una revista oficial, pero la Secretaría de
Estado relee todos nuestros artículos y el papa los «certifica». Puede decirse
que es una revista autorizada, semioficial —me dice Spadaro en una oficina
romana.
¡Y menuda
oficina! La Villa Malta, en Vía di Porta Pinciana, sede de la revista, es un
lugar magnífico del barrio de la Villa Medici y el Palazzo Borghese.
Antonio
Spadaro, con quien me entrevisté y cené seis veces, siempre bajo los efectos de
la cafeína y el jet lag, es el pez piloto del papa. Es un teólogo y además
un intelectual, como no hay muchos hoy en el Vaticano. Su cercanía con
Francisco provoca envidias. Dicen que es una de sus eminencias grises y en todo
caso uno de sus consejeros oficiales. Joven, dinámico, encantador: Spadaro me
impresiona. Sus ideas brotan con una rapidez y una inteligencia evidente. El
jesuita se interesa por todas las culturas y ante todo por la literatura. Tiene
en su activo varios libros, como un ensayo premonitorio sobre la ciberteología
y dos libros biográficos sobre el escritor italiano, católico y homosexual
muerto de sida a los 36 años Pier Vittorio Tondelli.
—Me
interesa todo, hasta el rock —me dice Spadaro durante una cena en París.
Con
Francisco la revista jesuita se ha convertido en un espacio de experimentación
donde se ponen a prueba todas las ideas y se entablan debates. En 2013 Spadaro
publicó la primera entrevista larga con el papa Francisco recién elegido. Fue
todo un hito:
—Pasamos
tres tardes juntos para esta entrevista. Me sorprendió su apertura mental, su
sentido del diálogo.
Este texto
famoso anuncia, en cierta medida, la hoja de ruta del futuro sínodo. Francisco
expone sus ideas, innovadoras, y su método. Sobre los asuntos sensibles de la
moral sexual y el sacramento de las parejas divorciadas se declara a favor del
debate colegiado y descentralizado. En esta entrevista Francisco también
desarrolla por primera vez sus ideas sobre la homosexualidad. Spadaro plantea
sin rodeos la cuestión gay y acorrala a Francisco, obligándole a esbozar una
verdadera visión cristiana de la homosexualidad. El papa pide que se acompañe a
los homosexuales «con misericordia», propone una pastoral para las «situaciones
irregulares» y los «heridos sociales» que se sienten «condenados por la
Iglesia». Nunca un papa había sentido tanta empatía y, digamos la palabra,
tanta fraternidad por los homosexuales. ¡Era un verdadero giro copernicano! Y
esta vez sus palabras no fueron una improvisación, como quizá lo fuera su
célebre frase «¿Quién soy yo para juzgar?». La entrevista fue releída atentamente
y se sopesaron todos sus términos (como me confirma Spadaro).
Sin
embargo, para Francisco lo más importante es lograr que la Iglesia deje atrás
los asuntos espinosos que dividen a los creyentes y se centre en lo que de
verdad importa: los pobres, los migrantes y la miseria. «No podemos seguir
insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o
al uso de anticonceptivos. Es imposible… no es necesario estar hablando de
estas cosas sin cesar», dice el papa.
Más allá de
esta entrevista decisiva, Antonio Spadaro recurrió a sus contactos
internacionales, muy numerosos, para que respaldaran la posición del papa sobre
la familia. Fue así como se publicaron en 2015, en la revista La Civiltà
Cattolica, puntos de vista y entrevistas favorables a las ideas de
Francisco. Spadaro o el secretariado del sínodo también se pusieron en contacto
con otros expertos, como los teólogos italianos Maurizio Gronchi y Paolo
Gamberini, y los franceses Jean-Miguel Garrigues (amigo del cardenal Schönborn)
o Antoine Guggenheim. Este último salió inesperadamente en defensa de las
uniones homosexuales en el diario católico francés La Croix: «Creo que el reconocimiento de un amor fiel y duradero
entre dos personas homosexuales, sea cual sea su grado de castidad, es una
hipótesis que merece ser estudiada. Podría tener la forma que la Iglesia da
habitualmente a su plegaria: una bendición».
Durante un
viaje del primer periodo a Brasil, Spadaro también conoció a un sacerdote
progay, jesuita como él, Luís Corrêa Lima. Tuvieron una larga conversación en
la residencia de la Compañía de Jesús de la Universidad Católica de Río de
Janeiro sobre las «pastorales a favor de los homosexuales» que organizaba el
padre Lima. Seducido por esta idea, Spadaro le encargó a Lima un artículo para La
Civiltà Cattolica, que al final no se publicó.
(Además de
con Baldisseri, Kasper y Spadaro, hablé con Antoine Guggenheim y Jean-Miguel
Garrigues, que me confirmaron la estrategia global. También me reuní con el
padre Lima en Río de Janeiro y visité con él la favela de Rocinha, donde
celebra misa los domingos, y el local donde tienen lugar esas «pastorales»
LGBT.)
Otro
intelectual de alto nivel siguió los debates previos al sínodo con mucha
atención. Este dominico italiano, también teólogo, discreto y fiel, reside en
el convento parisino de Saint-Jacques, anexo a la famosa biblioteca de
Saulchoir.
El hermano
Adriano Oliva es un reconocido historiador medievalista, un curtido latinista,
doctor en teología. Y sobre todo es uno de los mejores especialistas mundiales
en santo Tomás de Aquino. Preside la famosa Comisión Leonina, encargada de la
edición crítica de las obras del pensador medieval. Una autoridad en la
materia.
Entonces
¿por qué Oliva se activó inopinadamente a comienzos de 2015 y emprendió la
escritura de un libro arriesgado a favor de los divorciados que se casan de
nuevo y de la bendición de los matrimonios homosexuales? ¿Sería que el dominico
italiano atendió la recomendación, salida directamente del secretariado del
sínodo, cuando no del mismo papa, de aparcar todas sus tareas para intervenir
en el debate?
Santo Tomás
de Aquino, como es sabido, es la autoridad en que se apoyan los conservadores
para negarles todos los sacramentos a los divorciados y a las parejas
homosexuales. Por eso, abordar este asunto frontalmente es arriesgado,
atrevido, pero también estratégico. El libro, que no tardó en publicarse, se
titula Amours [Amores].
Es difícil
encontrar hoy libros tan valientes como este. Aunque Amours es erudito y
exegético y está reservado a especialistas, en sus escasas 160 páginas hace una
crítica implacable de la ideología moralizante vaticana, de Juan Pablo II a
Benedicto XVI. El hermano Oliva parte de una doble quiebra doctrinal de la
Iglesia: la contradicción de su postura sobre los divorciados vueltos a casar y
el atolladero en que se ha metido con la homosexualidad. Su planteamiento es
claro: «La finalidad del presente estudio es mostrar que un cambio aconsejable
del Magisterio en lo que concierne a la homosexualidad y el ejercicio de la
sexualidad por parte de las parejas homosexuales correspondería no solo a los
estudios antropológicos, teológicos y exegéticos actuales, sino también a los
desarrollos de una tradición teológica, en especial tomista».
El dominico
critica la interpretación dominante del pensamiento de santo Tomás de Aquino:
se sitúa en el centro de la doctrina, no al margen. Oliva: «Se suele considerar
“contra natura” no solo la sodomía, sino también la inclinación homosexual.
Santo Tomás, encambio, considera esta relación “conforme a la naturaleza” de la
persona homosexual tomada en su individualidad». El teólogo se apoya en la
«intuición genial» del Doctor Angélico: lo «”contra natura” natural», que puede
explicar el origen de la homosexualidad. Y Oliva, en esto casi darwiniano,
señala que «santo Tomás sitúa en el nivel de los principios naturales de la
especie el origen de la homosexualidad».
Según santo
Tomás, el hombre, con todas sus irregularidades y singularidades, forma parte
del designio divino. La inclinación homosexual no es contra natura, sino que
procede del alma racional. Según Oliva: «La homosexualidad no implica ninguna
ilicitud, en cuanto a su principio, connatural al individuo y arraigada en lo
que le anima como ser humano, y en cuanto a su fin, amar a otra persona, que es
un buen fin». Oliva concluye con un llamamiento «a acoger personas homosexuales
en el seno de la Iglesia y no en sus márgenes».
Varios
cardenales y obispos y muchos curas me han dicho que tras la lectura de Amours
su visión de santo Tomás de Aquino había cambiado y que la prohibición de la homosexualidad
quedaba definitivamente levantada. Algunos, tanto fieles como jerarcas,
llegaron a decirme que el libro tuvo sobre ellos el mismo efecto que el Corydon
de Gide, y de hecho Adriano Oliva termina su texto con una alusión a Si la
semilla no muere de André Gide. (Pese a mi insistencia, el hermano Oliva
rehusó comentar la génesis de su libro y hablar de sus vínculos con Roma. Su
editor, Jean-François Colosimo, de las Éditions du Cerf, fue más elocuente, lo
mismo que el equipo del cardenal Baldisseri, quien confirmó el «encargo de
análisis a expertos» como el hermano Oliva. Por último, me confirmaron que
Baldisseri, Bruno Forte y Fabio Fabene [o sea, los principales artífices del
sínodo] habían recibido a Adriano Oliva en el Vaticano.)
Como cabía
esperar, el libro no pasó inadvertido en los ambientes tomistas, donde tuvo el
efecto de una bomba de fragmentación. La polémica soliviantó a los círculos
católicos más ortodoxos, ya que para más inri el ataque venía de dentro,
firmado por un sacerdote difícil de refutar, tomista entre los tomistas. Cinco
dominicos del Angelicum, la universidad pontificia San Tommaso d’Aquino de
Roma, publicaron deprisa y corriendo una respuesta severa (también
esquizofrénica, ya que algunos de ellos eran homófilos). Otros militantes
«identitarios», a su vez, arremetieron contra el audaz sacerdote por haber
convertido a santo Tomás en gay-friendly. La extrema derecha católica se
soltó el pelo en sus páginas web y blogs.
Apoyado
intelectualmente por el maestre de los dominicos, orden a la que pertenece, el
hermano Oliva también fue blanco de duros ataques, esta vez académicos, en
varias revistas tomistas. En respuesta a un artículo de 47 páginas se publicó
otro de 48 páginas en defensa de Oliva en la Revue des Sciences philosophiques
et théologiques que dirige el dominico Camille de Belloy, con quien también
hablé. Y todavía se anuncian más andanadas…
Como vemos,
el tema es sensible. Para el hermano Oliva, quien afirma haber «obrado con
total libertad», era incluso el asunto más peligroso de su carrera. Por muy
valiente que sea el dominico, es imposible que un investigador de su nivel se
hubiera lanzado solo a publicar un trabajo sobre santo Tomás de Aquino y la
cuestión gay sin haber recibido un respaldo firme de las alturas. ¿De los
cardenales Baldisseri y Kasper? ¿Del propio papa Francisco?
El cardenal
Walter Kasper me confirma la intervención personal de Francisco:
—Adriano Oliva vino a hablar conmigo. Antes me había
mandado una carta y se la enseñé al papa, que quedó muy impresionado. Le pidió
a Baldisseri que le encargara a Oliva un texto para difundirlo entre los
obispos. Creo que ese texto es el que acabó convirtiéndose en Amours. —Y añade Kasper—: Adriano Oliva ha
hecho un servicio a la Iglesia sin ser militante.
Amours, por recomendación del papa, se repartió durante el
sínodo. El libro no es un panfleto más ni un ensayo aislado y algo suicida,
como se ha dicho. Es un arma en un plan global concebido por el propio soberano
pontífice.
La
estrategia del papa, su maniobra, su máquina de guerra puesta en movimiento
contra los conservadores de la Iglesia, no pasó inadvertida a sus adversarios.
Cuando les pregunté a estos anti-Francisco, ya fueran cardenales o simples monsignori,
prefirieron hablar off the record. Por tradición, un cardenal nunca
habla mal del papa fuera del Vaticano. Los jesuitas y los miembros del Opus Dei
son los que más callan sus desacuerdos. Los dominicos son prudentes y por lo
general progresistas, como los franciscanos. Sin embargo, las críticas ad
hominem contra Francisco no se hicieron esperar, con y sin micrófono. Fue un
verdadero aluvión de odio.
Una de esas
lenguas viperinas es un prelado ineludible de la curia con quien tuve en Roma
más de una decena de citas, comidas y cenas, Aguisel (he alterado su nombre) es
un homosexual divertido, malintencionado, realmente viperino y sin complejos
que, pese a estar en la cuarentena, sigue siendo un gran seductor. ¡Aguisel es
él solo un ejemplo de gay-pride! Coquetea con los seminaristas, a quienes
invita a cenar por hornadas enteras; tira los tejos a los camareros de los
bares y los restaurantes romanos donde cenamos, llamándoles por su nombre. Y
resulta que yo le caigo bien.
—Yo soy del
Antiguo Testamento —me dice nuestro prelado con una fórmula divertida,
autoirónica y muy cierta.
Aguisel
detesta a Francisco. Le reprocha su inclinación «comunizante», su liberalismo
con respecto a la familia y, por supuesto, sus posiciones demasiado favorables
a los homosexuales.
—Este papa
es muy voluntarioso —me dice, y viniendo de él no es ningún elogio.
Otro día,
cuando cenábamos en La Campana, un restaurante típico del romano Vicolo della
Campana (una casa a la que Caravaggio solía acudir, según se dice), me señaló
las incoherencias y bandazos de Francisco. Este papa, a su juicio, «es un
veleta», y sobre la homosexualidad da un paso adelante y dos atrás, prueba de
que improvisa:
—¿Cómo es
posible que Francisco censure la teoría de género y al mismo tiempo reciba
oficialmente a un transexual español en el Vaticano con su novio (o novia)…? No
sabe uno a qué atenerse. Todo eso es incoherente y demuestra que no tiene
doctrina, solo actos impulsivos de comunicación.
El prelado
prosigue en tono confidencial, cuchicheando:
—Le diré
una cosa: el papa se ha ganado muchos enemigos en la curia. Es malo. Echa a
todo el mundo. No soporta que le contradigan. ¡Mire lo que le ha hecho al
cardenal Müller!
Le sugiero
que la inquina de Francisco contra Müller (a quien destituyó con cajas
destempladas y sin previo aviso en 2017) tiene sus motivos. Mi interlocutor
sabe todo esto y ve
que estoy bien informado. Pero lo único que le
obsesiona son las pequeñas ofensas inferidas a Müller y sus afines.
—El papa
intervino desde su posición, personalmente, ante la Congregación para la
Doctrina de la Fe, para que expulsaran a los asistentes de Müller. ¡De un día
para otro los despacharon a sus respectivos países! Al parecer, hablaban mal
del papa. ¿Eran unos traidores? No es verdad. Simplemente, estaban en la
oposición. ¡Qué bonito, que todo un papa ataque personalmente a simples monsignori!
Después de
un momento de vacilación Aguisel se atreve a decir:
—Francisco
tiene un espía en la Congregación para la Doctrina de la Fe que se lo cuenta
todo. ¿Lo sabía usted? ¡Tiene un espía! ¡El espía es el subsecretario!
Durante
varias comidas, las conversaciones con el prelado han sido del mismo tenor.
Conoce los secretos de la curia y, por supuesto, los nombres de los cardenales
y obispos «practicantes». Se nota que le encanta decírmelos, contarlo todo,
aunque cada vez que «saca del armario» a un correligionario se retracta,
asustado por su audacia:
—Me he ido
de la lengua. Hablo demasiado. No debería. ¡Pensará que soy un descarado!
La
imprudencia calculada del prelado durante estos diálogos frecuentes que mantuve
con él durante decenas de horas a lo largo de varios años me fascinaba. Como
todos los prelados con los que hablé, él sabía de sobra que soy periodista de
investigación y he escrito varios libros sobre el asunto gay. Si hablaba
conmigo, como tantos otros cardenales y obispos contrarios a Francisco, no era
por casualidad ni por accidente, sino por esa «enfermedad del rumor, la
maledicencia y el cotilleo» de la que se burla el papa.
—El santo
padre es un poco especial —añade el prelado—. La gente, las muchedumbres, en
todo el mundo le quieren mucho, pero no saben quién es. ¡Es brutal! ¡Es cruel!
¡Es duro! Aquí le conocemos, y le detestamos.
Un día,
cuando comíamos en el barrio romano de Piazza Navona, monseñor Aguisel me cogió
del brazo súbitamente al final de la comida y me llevó hacia la iglesia de San
Luis de los Franceses.
—Aquí tiene
tres Caravaggios y es gratis. Hay que aprovechar.
Los cuadros
murales, al óleo sobre lienzo, son de una belleza suntuosa, con su profundidad
crepuscular y su negrura tenebrosa. Meto una moneda de un euro en un aparatito
que está delante de la capilla y las obras se iluminan de repente.
Después de
saludar a una «loca de sacristía» que le ha reconocido —en esta iglesia
francesa, como en todas, abundan los curas y seminaristas gais—, Aguisel
sostiene luego una plática meliflua con un grupo de jóvenes turistas,
alardeando de su prestigioso cargo en la curia. Después de este intermedio
reanudamos nuestro diálogo sobre la homosexualidad de Caravaggio. El erotismo
que se desprende del Martirio de san Mateo, que representa a un hermoso
guerrero desnudo matando a un viejo caído en el suelo, recuerda a su San
Mateo y el ángel, cuya primera versión, hoy perdida, se consideró demasiado
homoerótica para ser digna de una capilla. Para el Tañedor de laúd, el Niño
con un cesto de frutas y Baco, Caravaggio usó como modelo a su
amante Mario Minniti. Otros cuadros, como Narciso, Los músicos, San Juan
Bautista y el extraño Amor Vincit Omnia (El amor victorioso,
que he visto en la Gemäldegalerie de Berlín) han confirmado desde hace mucho la
atracción que sentía Caravaggio por los muchachos. Dominique Fernandez, novelista
y miembro de la Academia Francesa, ha escrito al respecto: «A mi juicio
Caravaggio es el pintor homosexual más grande de todos los tiempos, pues nadie
como él ha exaltado con más vehemencia el vínculo de deseo entre dos hombres».
No es de
extrañar, pues, que Caravaggio sea, al mismo tiempo, uno de los pintores
preferidos del papa Francisco, de los cardenales rígidos de la curia que siguen
dentro del armario y de los militantes gais que organizan en Roma City Tours
LGBT, una de cuyas etapas consiste, precisamente, en rendir homenaje a «su»
pintor.
—A la
iglesia de San Luis de los Franceses no paran de llegar autocares de
visitantes. ¡Cada vez hay menos feligreses y más turistas low cost!
Vienen solo para ver los Caravaggios. Se comportan con una vulgaridad que no
osarían exhibir en un museo. ¡Tengo que llamarles la atención! —me explica
monseñor François Bousquet, el rector de la iglesia francesa, con quien
almuerzo en dos ocasiones.
Monseñor
Aguisel quiere enseñarme otra cosa. Da un pequeño rodeo, enciende la luz de la
hermosa capilla y ¿qué tenemos aquí? ¡Un San Sebastián! Este cuadro, del
artista Numa Boucoiran, se muestra en esta iglesia desde el siglo xix a
petición del embajador de Francia ante el Vaticano («después de la guerra por
lo menos cinco fueron homosexuales», añade Aguisel, que lleva la cuenta de
todos los embajadores franceses). Este San Sebastián, convencional y de
escaso valor artístico, reúne sin embargo todos los códigos de la iconografía
gay: el muchacho está de pie, resplandeciente, gallardo y extasiado, con una
desnudez exagerada por la belleza de sus músculos y el cuerpo atlético
traspasado por las flechas de su verdugo que quizá sea su amante. Boucoiran es
fiel al mito, aunque carece del talento de Botticelli, el Sodoma, Tiziano, Veronés,
Guido Reni, El Greco o Rubens, que también pintaron este icono gay, dibujado
ocho veces por Leonardo da Vinci.
He visto
varios San Sebastián en los museos del Vaticano, en especial el de
Girolamo Siciolante da Sermoneta, tan provocador y libidinoso que podría
figurar en la cubierta de una enciclopedia de las culturas LGBT. Por no hablar
del San Sebastián de la basílica de San Pedro de Roma, un mosaico más
prosaico, que tiene una capilla dedicada, entrando a la derecha, justo después
de la Piedad de Miguel Ángel. (Ahora es también la tumba de Juan Pablo
II.)
El mito de
san Sebastián es un código secreto muy apreciado, conscientemente o no, por los
hombres del Vaticano. Revelarlo significa descubrir muchas cosas, a pesar de
prestarse a distintas interpretaciones. Se puede considerar una figura
efebófila o, por el contrario, sadomasoquista; puede representar una pasividad
sumisa de jovencito o el vigor marcial del soldado que resiste estoicamente. Y
sobre todo esto: Sebastián, atado al árbol, con su vulnerabilidad absoluta,
parece amar a su verdugo, enlazarse con él. Este «gozo en el dolor», con el
verdugo y su víctima mezclados, unidos en un mismo suspiro, es una metáfora
maravillosa de la homosexualidad en el Vaticano. En Sodoma se celebra San
Sebastián todos los días.
Uno de los
pocos adversarios de Francisco dispuestos a expresarse públicamente es el
cardenal australiano George Pell, «ministro de Economía» del papa. Cuando Pell
se me acerca para saludarme estoy sentado en una salita de espera de la Loggia
I del Palacio Apostólico del Vaticano. Él de pie, yo sentado: tengo ante mí a
un gigante. Es desgarbado
de andar algo vacilante, y va flanqueado por su
asistente, también enorme, que camina con indolencia y tomará nota
concienzudamente de nuestra conversación. ¡Jamás en mi vida me había sentido
tan pequeño! Puestos el uno encima del otro llegarían a una altura de cuatro
metros, por lo menos.
—Trabajo
con el papa y me reúno con él cada quince días —me cuenta Pell con mucha
cortesía—. Desde luego, ambos tenemos una formación cultural muy distinta: él
viene de Argentina y yo de Australia. Puedo tener divergencias con él, como por
ejemplo sobre el cambio climático. Pero somos una organización religiosa, no un
partido político. Debemos mantenernos unidos en lo que concierne a la fe y la
moral. Al margen de esto pienso que somos libres y, como decía Mao Zedong, que
florezcan cien flores…
George Pell
contesta a mis preguntas a la manera anglosajona, con profesionalidad,
concisión y sentido del humor. Es eficaz, está bien informado y sabe por dónde
se anda. Con él, nada de off, todo es on the record. La cortesía
del cardenal me impresiona, pues sus colegas me lo habían descrito como
«brutal» y «pendenciero», cuando no temible como un «bulldog». En el Vaticano
le han apodado Pell Pot.
Hablamos de
las finanzas de la santa sede, de su trabajo de ministro, de la transparencia
que está logrando donde antes, durante mucho tiempo, ha prevalecido la
opacidad.
— ¡Cuando
llegué descubrí cerca de 1.400 millones de euros durmientes, olvidados en todos
los balances contables! La reforma financiera es uno de los pocos asuntos que
une en el Vaticano a la derecha, la izquierda y el centro, tanto en lo político
como en lo sociológico.
—Entonces
¿hay una derecha y una izquierda en el Vaticano? —le digo, interrumpiéndole.
—Creo que
aquí todos somos una variante de centro radical.
En el
sínodo, George Pell, que está considerado como uno de los representantes del
ala derecha y conservadora del Vaticano, un ratzingueriano, se sumó a los
cardenales críticos con Francisco. Como me suponía, el cardenal quita
importancia a las desavenencias que saltaron a la prensa haciendo alarde de
sutileza, es decir, de retórica hueca:
—No soy
adversario de Francisco. Soy un leal servidor del papa. Francisco alienta las
discusiones libres y abiertas y quiere que los que no piensan como él le digan
la verdad.
George Pell
menciona varias veces la «autoridad moral» de la Iglesia, que sería su razón de
ser y el motor principal de su influencia en el mundo. Cree que hay que
permanecer fiel a la doctrina y a la tradición. Aunque la sociedad se
transforme, no se puede cambiar la ley. Por eso la actitud de Francisco con las
«periferias» y su empatía con los homosexuales le parecen vanas, cuando no
equivocadas.
—Está muy
bien eso de interesarse por las «periferias», pero también hay que tener una
masa crítica de creyentes. Claro que hay que ocuparse de la oveja descarriada,
pero también se debe prestar atención a las otras 99 ovejas que se han quedado
en el rebaño.
Después de
nuestra entrevista Pell tuvo que marcharse de Roma debido que fue interrogado
en los juzgados de Australia por un caso antiguo de abusos sexuales contra
niños y otras acusaciones de encubrimiento continuado de curas pedófilos a los
que desplazaba de parroquia en parroquia cuando era obispo. El caso ha causado
mucho revuelo en los medios. Su primer procesamiento, con miles de páginas de
declaraciones, terminó con su condena a finales de 2018.
El resultado
de unos dos años de debates y tensiones en torno al sínodo tiene un bonito
nombre: Amoris Laetitia («La alegría del amor»). Esta exhortación
apostólica postsinodal lleva la marca personal y las referencias culturales de
Francisco. El papa insiste en el hecho de que ninguna familia es una realidad
perfecta, por lo que la atención pastoral debe ir dirigida a todas, tal como
son. Atrás ha quedado el discurso familiarista y patriarcal de los
conservadores contrarios al matrimonio homosexual.
Algunos
prelados, no sin razón, piensan que Francisco se ha echado atrás en su afán de
reforma y ha optado por una suerte de statu quo sobre los asuntos más
sensibles. Los defensores de Francisco, en cambio, consideran que Amoris
Laetitia es todo un hito.
Según uno
de los detractores del texto, los homosexuales han perdido la batalla del
sínodo, aunque han logrado, en compensación, que en esta exhortación apostólica
se incluyan tres referencias codificadas a la homosexualidad: una fórmula
críptica sobre el «amor de amistad» o «amistad amorosa» (§ 127); una referencia
a la alegría de san Juan Bautista (pintado con aspecto afeminado por Caravaggio
y también por Leonardo da Vinci, que usó como modelo a su amante Salai, § 65);
y, por último, el nombre de un pensador católico que acabó reconociendo su
homosexualidad, Gabriel Marcel (§ 322)… ¡Una victoria pírrica!
—Amoris
Laetitia es el resultado de dos sínodos —me dice el cardenal Baldisseri—.
Si lee los capítulos 4 y 5 verá que es un texto magnífico sobre la relación
amorosa y sobre el amor. El capítulo 8, el de los temas sensibles, es realmente
un texto comprometido.
El ala
conservadora del Vaticano no apreció el susodicho compromiso. Cinco cardenales,
entre los que había dos «ministros» del papa, Gerhard Ludwig Müller y Raymond
Burke, ya habían expresado su desacuerdo incluso antes del sínodo en un libro
titulado Permanecer en la verdad de Cristo, una desaprobación pública
tan insólita como clamorosa. Los cardenales George Pell, otro ministro de
Francisco, y Angelo Scola, se les sumaron, incorporándose así a la oposición.
Sin hacerlo formalmente, Georg Gänswein, el famoso secretario particular del
papa Benedicto XVI, divulgó un mensaje público sibilino que respaldaba esta
postura.
Cuando
terminaron los debates del segundo sínodo, el mismo grupo volvió a tomar la
pluma para expresar públicamente su desacuerdo. La carta, firmada por cuatro
cardenales (el estadounidense Raymond Burke, el italiano Carlo Caffarra y dos
alemanes, Walter Brandmüller y Joachim Meisner, que se ganaron el sobrenombre
de los cuatro dubia, «duda» en latín), llamaba a «disipar» las «dudas»
sembradas por Amoris Laetitia. Se publicó en septiembre de 2016. El papa
ni siquiera se tomó la molestia de contestarles.
Detengámonos
un momento en estos cuatro dubia. (Dos de los cuatro recientemente
fallecidos.) Según numerosas fuentes de Alemania, Suiza, Italia y Estados
Unidos, las cuales hablan de sus compañías «mundanas» y sus amistades
especiales. La prensa alemana destacaba maliciosamente que vivían rodeados sobre
todo de chicos guapos y afeminados; los periodistas de este país han confirmado
su homofilia. En cuanto a Carlo Caffarra, exarzobispo de Bolonia creado
cardenal por Benedicto XVI y fundador del Instituto Juan Pablo II «para
estudios sobre el matrimonio y la familia», fue uno de los oponentes tan
porfiados al matrimonio gay que esta obsesión trasnochada solo podía tener un
origen.
Porque los dubia
poseen un auténtico estilo: por un lado, las locas de sacristía, las liturgy-queens;
los monaguillos repeinados con raya recta; por otro, la inquisición, la
humildad en apariencia y la extravagante dignidad. Las risitas obsequiosas de
los apolos y los efebos que les rodean; y los autos de fe. Un lenguaje sinuoso,
en realidad torturado; y posturas medievales sobre la moral sexual. Junto con
todo esto, ¡qué desatención hacia las personas del bello sexo! ¡Qué misoginia!
¡Qué gaidad divina y qué rigidez viril, o al revés! «The lady doth protest
too much!»
Perfectamente
informado sobre la homofilia de varios de estos dubia y las paradojas
vitales de sus adversarios, esos dechados de intransigencia moral y rigidez, el
papa estaba profundamente disgustado por tanta duplicidad.
Fue
entonces cuando se entabló la tercera fase de la batalla de Francisco contra
sus oponentes, la más luciferina. El papa castigó metódicamente, uno tras otro,
a sus enemigos cardenales, bien retirándoles su ministerio (Gerhard Ludwig
Müller fue destituido de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Mauro
Piacenza trasladado sin contemplaciones, Raymond Burke despedido de su cargo al
frente del Tribunal Supremo), ya fuera vaciando de contenido su función (Robert
Sarah se encontró al frente de un ministerio que era un cascarón vacío, y
privado de todos sus apoyos), ya fuera despidiendo a sus colaboradores (los de
Sarah y Müller fueron reemplazados por hombres afines a Francisco), o bien, por
último, dejando que los cardenales se debilitaran ellos solos (las acusaciones
de abuso sexual contra George Pell, las sospechas que recaen sobre Gerhard
Ludwig Müller y Joachim Meisner de una mala gestión de los escándalos sexuales,
la batalla interna de la orden de Malta en el caso de Raymond Burke). ¿Quién
dijo que el papa Francisco era misericordioso?
La mañana
que visito al cardenal Gerhard Ludwig Müller en su domicilio privado de la
Piazza della Città Leonina, próxima al Vaticano, me da la impresión de que le
he sacado de la cama. ¿Se habrá pasado toda la noche cantando maitines? El
todopoderoso prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y enemigo número
uno del papa Francisco abre personalmente la puerta… y está en ropa interior.
¡Es mi primer cardenal en pijama!
Delante de
mí veo a un hombre alto con una camiseta arrugada, un chándal amplio, largo y
elástico, de marca Vittorio Rossi, y zapatillas. Algo apurado, balbuceo:
—¿Era a las
nueve cuando habíamos quedado?
—Sí, eso
es. Pero no pensará sacar fotos, ¿verdad? —me pregunta el cardenal-prefecto
emérito, que ahora parece darse cuenta de lo impropio de su vestimenta.
—No, no.
Nada de fotos.
—Entonces
puedo seguir [vestido] así —me dice Müller.
Pasamos a
un enorme despacho con todas las paredes cubiertas por una impresionante
biblioteca. La conversación es apasionante y Müller me parece más sofisticado
de lo que me han dado a entender sus adversarios.
Este
intelectual próximo a Benedicto XVI conoce a la perfección, lo mismo que el
papa emérito, la obra de Hans Urs von Balthasar y de Jacques Maritain, y sobre
ellos mantenemos una larga conversación. Müller me enseña sus libros,
impecablemente ordenados en la estantería, para que vea que los ha leído.
La casa es
clásica y de una fealdad poco católica. Este, por lo demás, es un rasgo común a
las docenas de viviendas de cardenales que visité: un semilujo semimundano, una
mezcla de géneros mal conjuntados, lo sucedáneo y lo superficial falto de
profundidad, en una palabra, lo que podría llamarse middlebrow: es así
como lo llaman en Estados Unidos a lo que no es ni exquisito ni popular, a la
cultura del medio, a la de medio pelo; la cultura de la media y del término
medio. Un gran reloj de pared opulento y falso art déco que ya no funciona, una
cómoda barroca demasiado estilosa, una mesa ramplona, todo mezclado. Es la
cultura «cuadernos Moleskine», falsos remedos de los de Bruce Chatwin o
Hemingway, leyendas apócrifas. Este estilo en el estilo, amable y desangelado,
es común a Müller, Burke, Ruini, Dziwisz, Stafford, Farina, Etchegaray,
Herranz, Martino, Re, Sandoval y tantos otros cardenales en busca de self-aggrandizement(autoengrandecimiento)
que he visitado.
En realidad
Müller, cuando me reúno con él, acaba de «encoger». El papa le ha apartado sin
miramientos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, donde ocupaba el
cargo de prefecto desde el papado de Benedicto XVI.
—¿Qué
juicio me merece Francisco? Digamos que Francisco tiene su propia personalidad,
tiene realmente un estilo propio. Pero, entiéndame, hablar de pro y
anti-Francisco no tiene ningún sentido para mí. La sotana roja que llevamos
significa que estamos dispuestos a verter nuestra sangre por Cristo, y servir a
Cristo significa, para todos los cardenales, servir al vicario de Cristo. Pero
la Iglesia no es una comunidad de robots y la libertad de los hijos de Dios nos
permite tener distintas opiniones, distintas ideas, sentimientos distintos de
los del papa. Pero lo repito, insisto, eso no quiere decir que no queramos ser
profundamente leales al papa. Lo somos, porque queremos ser profundamente
leales al Señor.
Sin
embargo, el leal Müller se ha sumado a la larga lista de los Judas, junto con
Raymond Burke, Robert Sarah, Angelo Bagnasco o Mauro Piacenza, que no ahorran
ataques solapados e hirientes contra el papa. Con su índole pendenciera, el
cardenal indócil ha querido dar lecciones al santo padre, contradiciendo
taimadamente las orientaciones de Francisco sobre el sínodo. Ha dado entrevistas
sobre la moral que desautorizaban a Francisco y ha prodigado los puntos de
tensión, que no tardaron en ser de ruptura. Decir que ha caído en desgracia
significaría que alguna vez gozó del favor del papa. Hacía meses que se había
puesto precio a su capelo cardenalicio. Francisco le desmochó sin vacilar en un
encuentro que, según Müller, «duró un minuto». ¡Y ahora está delante de mí en
calzones!
De pronto
una monjita llena de devoción que acaba de llamar suavemente a la puerta entra
con el té del cardenal que ha preparado con la solicitud clerical que
corresponde a Su Eminencia, por muy cesante que esté. El cardenal gruñón,
visiblemente molesto, apenas le dirige la mirada mientras ella posa la taza y
la despacha secamente. La religiosa sin edad, que había entrado con tanta
diligencia, sale rebotada. ¡En una familia burguesa tratan mejor a las criadas!
Sentí vergüenza por ella y más tarde, cuando me marché, me entraron ganas de ir
a verla para disculparme de esa misoginia.
El cardenal
Müller tiene el espíritu de la contradicción. En Baviera, donde fue obispo,
dejó el recuerdo de un prelado «ambiguo» y quizá incluso «esquizofrénico» (por
usar una palabra frecuente en el vocabulario del papa), según una docena de
testimonios que herecogido en Múnich y Ratisbona. Varios curas y periodistas me
describen sus amistades mundanas, en los ambientes del Regensburger Netzwerk
(«la red de Ratisbona»), al parecer bajo la influencia de Joseph Ratzinger y
Georg Gänswein.
—Cuando
Müller era obispo de Ratisbona, aquí en Baviera, su personalidad no se entendió
bien. Su relación con el célebre cardenal alemán Karl Lehmann, un liberal y
progresista, resultó especialmente difícil sobre la cuestión gay. Se
escribieron cartas muy duras, muy amargas, como intercambiándose las posiciones,
ya que Lehmann era bastante gay friendly y heterosexual, y Müller muy
antigay. Al mismo tiempo Müller acudía asiduamente a las recepciones de la
princesa Gloria von Thurn und Taxis en el castillo de Saint-Emmeram —me explica
en Múnich el periodista del Süddeutsche Zeitung Matthias Drobinski, que
cubre la Iglesia alemana desde hace veinticinco años.
El castillo
de Ratisbona junta con audacia y cierta alegría un claustro románico y gótico,
una abadía benedictina, un ala barroca y varios salones de baile rococó y
neorrococó. Este palacio que juega con los estilos y las épocas también es
conocido por haber sido el de la hermana de la emperatriz Sissi. La princesa
Gloria von Thurn und Taxis, viuda de un adinerado industrial cuya familia se
enriqueció con el monopolio del servicio postal durante el Sacro Imperio Romano
Germánico antes de que Napoleón se lo expropiara, reside aquí. Su antro es el
punto de referencia del sector más conservador de la Iglesia católica alemana,
lo que quizá explique el apodo de la princesa, Gloria TNT, por su
conservadurismo explosivo.
La dueña
del castillo, recién llegada de su clase diaria de tenis, con polo rosa de
marca, gafas ovaladas petulantes, reloj Rolex deportivo y gruesos anillos
repletos de cruces, me concede audiencia. ¡Qué mujer! ¡Qué circo!
Tomamos una
copa en el Café Antoinette —por el nombre de la reina francesa decapitada— y
Gloria von Thurn und Taxis, de cuya rigidez y modales de marimacho me habían
hablado, se muestra extrañamente afable y amistosa conmigo. Se expresa en un
francés perfecto.
Gloria TNT
se toma su tiempo para contarme su vida de queen: el tamaño de su
patrimonio multimillonario, con las 500 estancias de su castillo que hay que
mantener, sin contar los 40.000 metros cuadrados de tejado («es muy muy caro»,
se lamenta, abriendo desmesuradamente los ojos); una militancia política en la
derecha más reaccionaria; su aprecio a los curas, entre los que destaca su
«querido amigo» el cardenal Müller; y su vida en continua mudanza entre
Alemania, Nueva York y Roma (donde, según dicen, comparte una residencia
temporal en el centro con otra princesa, Alessandra Borghese, lo que ha
desatado los rumores sobre la inclinación sexual-monárquica de ambas). Gloria
TNT hace hincapié en su catolicismo desenfrenado:
—Soy de fe
católica. Tengo una capilla privada personal en la que mis amigos sacerdotes
pueden celebrar misa cuando quieran. Me encanta que se usen las capillas. Por
eso tengo un capellán, un cura a domicilio, desde hace un año y pico. Estaba
jubilado y me lo he traído aquí. Ahora vive con nosotros en unos aposentos del
castillo. Es mi capellán privado —me dice Gloria TNT.
El cura en cuestión se llama monseñor Wilhelm Imkamp.
Aunque le llaman monseñor no es obispo.
—Imkamp es
un cura ultraconservador muy conocido. Quería ser obispo, pero se lo impidieron
por razones personales. Es muy cercano al ala conservadora radical de la
Iglesia alemana, en especial al cardenal Müller y a Georg Gänswein —me señala
en Múnich el periodista Matthias Drobinski, del Süddeutsche Zeitung.
Extraño
prelado, a fin de cuentas, este turbulento Imkamp que parece bien introducido
en el Vaticano, donde ha sido «consultor» de varias congregaciones; también ha
sido asistente de uno de los cardenales alemanes más delicadamente homófobos,
Walter Brandmüller. ¿Por qué estos contactos activos y sus amistades
ratzinguerianas no le permitieron ser obispo con Benedicto XVI? He aquí un
misterio que merecería ser desvelado.
David
Berger, un teólogo y exseminarista convertido en militante gay, me explica durante
una charla en Berlín:
—Todas las
mañanas monseñor Imkamp celebra una misa en latín por el rito antiguo en la
capilla de Gloria von Thurn und Taxis. Él es un ultraconservador amigo de Georg
Gänswein, ella una madonna de los gais.
La
aristócrata decadente Gloria TNT también es rica en paradojas. Me describe su
colección de arte contemporáneo, que incluye obras de Jeff Koons, Jean-Michel
Basquiat, Keith Haring e incluso del fotógrafo Robert Mapplethorpe, un
magnífico y famoso retrato suyo. Koons está vivo, pero dos de estos artistas,
Haring y Mapplethorpe, eran homosexuales y murieron de sida; Basquiat era
toxicómano y el propio Mapplethorpe fue blanco de los ataques de la extrema
derecha estadounidense, que tildaba su obra de homoerótica y masoquista. ¿Esquizofrenia?
La princesa
resumió sus contradicciones sobre la homosexualidad durante un debate del
partido conservador bávaro (CSU) en presencia de monseñor Wilhelm Imkamp:
«Todos tienen derecho a hacer lo que quieran en su dormitorio, pero eso no debe
transformarse en programa político». Ahí está el truco: ¡manga ancha con los
homosexuales «en el armario», pero tolerancia cero para la visibilidad de los
gais!
En suma,
esta Gloria TNT es un cóctel explosivo: rata de sacristía y jet set
aristopunk, ferviente católica flipada y locatis integrista rodeada de una
patulea de gais. ¡Gloria von Thurn und Taxis es una cocotte (mujer de
vida alegre) de altos vuelos!
Tradicionalmente
cercana a los conservadores de la CSU de Baviera, parece que en los últimos
años ha adoptado algunas ideas de la AfD, el partido de la derecha reaccionaria
alemana, aunque sin adherirse formalmente. Se la ha visto al lado de los
diputados de esta formación durante las Demos für Alle, las manifestaciones
contra el matrimonio gay. En una entrevista declara su estima por la duquesa
Beatrix von Storch, vicepresidenta de la AfD, aunque reconoce que tiene
desacuerdos con su partido.
—La señora
von Thurn und Taxis es típica de la zona gris entre los cristianosociales de la
CSU y la derecha dura de la AfD, que coinciden en su rechazo a la «teoría de
género», su oposición al aborto, al matrionio gay y en su crítica a la política
migratoria de la canciller Angela Merkel —me explica en Múnich el teólogo
alemán Michael Brinkschröeder.
Estamos en
el meollo de la llamada «red de Ratisbona», una constelación en la que la Reina
Sol Gloria TNT es el astro iluminado a cuyo alrededor «mil diablos azules
bailan».
Los prelados Gerhard Ludwig Müller, Wilhelm Imkamp y
Georg Gänswein siempre han parecido estar a sus anchas en esta camarilla gay-friendly con mayordomos de librea,
tartas decoradas con «sesenta mazapanes en forma de pene» (nos cuenta la prensa
alemana) y curas, naturalmente, muy homófobos. La principesca Gloria TNT se
encarga también del servicio posventa y participa en la promoción de los libros
antigáis de sus amigos cardenales reaccionarios como Müller, el guineano
ultraconservador Robert Sarah o el alemán Joachim Meisner, con el que ha
escrito un libro de entrevistas. El homófilo Meisner fue la quintaesencia de la
hipocresía del catolicismo, pues era a la vez uno de los enemigos del papa
Francisco (uno de los cuatro dubia); un homófobo a machamartillo; un
obispo que ordenó a curas gais practicantes, tanto en Berlín como en Colonia, a
sabiendas de que lo eran; un closeted encerrado con siete llaves desde
su pubertad tardía; y un esteta que vivía con su corte de afeminados y
mayoritariamente LGBT.
¿Se puede
tomar en serio el pensamiento del cardenal Müller? Grandes cardenales y teólogos
alemanes se muestran críticos con sus escritos, que no son autoridad, y con su
pensamiento, que no sería digno de fe. Destacan, pérfidamente, que ha
coordinado la edición de las obras completas del Ratzinger, insinuando que esta
proximidad explica su título de cardenal y su cargo en la Congregación para la
Doctrina de la Fe.
Estos
juicios tan severos requieren una matización, pues quien creó cardenal a Müller
fue Francisco, no Benedicto XVI. Ha sido sacerdote en Latinoamérica y ha
escrito libros profundos, especialmente sobre la teología de la liberación.
Aunque esto no merma en modo alguno su conservadurismo, nos retrata a un
personaje más complejo. Durante nuestra conversación me dice que es amigo de
Gustavo Gutiérrez, el «padre fundador» de esta corriente religiosa, y es cierto
que ha publicado con él un libro de entrevistas apasionante.
Su
homofobia, en cambio, está fuera de duda. Cuando el papa, en una conversación
privada, dio muestras de empatía con Juan Carlos Cruz, un homosexual víctima de
abusos sexuales («Que seas gay no tiene ninguna importancia. Dios te hizo así y
te ama, eso es lo que importa. El papa también te ama. Debes ser feliz tal como
eres», le dijo Francisco), el cardenal Müller no ocultó su indignación y
declaró públicamente que «la homofobia es un invento» (un hoax —«bulo»—,
dijo).
Esta
severidad, esta firmeza, contrastan con la inacción mostrada por el cardenal
Müller en los casos de los abusos sexuales de que habría tenido conocimiento.
Bajo su liderazgo, la Congregación para la Doctrina de la Fe, que se ocupa en
el Vaticano de los expedientes pedófilos, fue acusado de negligencia (aunque él
lo niega tajantemente) y de mostrar escasa empatía con las víctimas. También es
notoria su falta de apoyo a la influyente laica irlandesa Marie Collins,
víctima de curas pedófilos, de la Comisión para la Protección de los Menores
creada por el Vaticano para luchar contra los abusos sexuales en la Iglesia.
Durante el
sínodo de la familia Müller se alineó claramente con la oposición al papa
Francisco, por mucho que hoy me diga, en plan farisaico, que no quiere «añadir
confusión a la confusión, amargura a la amargura, odio al odio». Se sumó a la
resistencia de los dubia, erigió en dogma la negativa a dar la comunión
a las personas divorciadas y vueltas a casar, y mostró un obstinado rechazo a
la ordenación de mujeres e incluso de viri probati. Para él, que se sabe
de memoria todos los versículos del Antiguo Testamento y las epístolas que
tratan de este «mal», las personas homosexuales merecen un respeto, pero a
condición de quepermanezcan castas. Por último, el cardenal se muestra iracundo
frente a la «ideología del género», de la que hace una burda caricatura, bien
distinta de la sutileza con que aborda la teología de la liberación.
Al papa
Francisco no le gustaron nada las críticas de Müller al sínodo de la familia y
en especial a Amoris Laetitia. En su saludo navideño de 2017 señaló, sin
nombrarle, a Müller cuando denunció a las personas «que traicionan su confianza
y se dejan corromper por la ambición o por la vanagloria; y cuando se les
despide con delicadeza, declaran falsamente que son mártires del sistema,
cuando en realidad deberían haber entonado un mea culpa». Más severo aún, el
papa denunció a los que traman «complots» y el «cáncer de las camarillas». Como
vemos, la relación entre Francisco y Müller es espléndida.
Una llamada
telefónica interrumpe de pronto nuestra conversación. Este, sin disculparse, se
levanta de un salto y contesta. El que hace poco se mostraba desabrido, al ver
el número en la pantalla adopta una postura afectada, se da tono: ahora es
educado. Habla con voz afable en alemán. La conversación florida solo dura unos
minutos, pero comprendo que es personal. Si no tuviera ante mí a un hombre que
ha hecho voto de castidad y si no oyera resonar a lo lejos, en el aparato, una
voz de barítono, podría suponer que se trataba de una conversación sentimental.
El cardenal
vuelve a sentarse a mi lado, vagamente intranquilo. De repente me pregunta, con
tono inquisitivo:
—¿Entiende
usted el alemán?
En
Roma a veces te sientes como en una película de Hitchcock. En el mismo edificio
donde vive Müller también reside su gran enemigo, el cardenal Walter Kasper.
Acudiré con frecuencia a este grupo de viviendas e incluso acabaré por conocer
al portero del inanimado edificio art déco, a quien dejaré notas para los dos
cardenales rivales y un ejemplar del famoso «libro blanco», mi regalo para
Müller.
Los dos
alemanes se baten en duelo desde hace mucho, y sus justas teológicas son
memorables. Como la de 2014-2015, cuando el papa encargó a Kasper, su
inspirador y teólogo oficial, la conferencia inaugural del sínodo sobre la
familia, y Müller la echó por tierra.
—El papa
Francisco reculó, es un hecho. No tenía elección. Pero siempre fue muy claro.
Aceptó un compromiso, pero trató de mantener el rumbo —me dice Kasper durante
un encuentro en su casa.
El cardenal
alemán, vestido con un traje oscuro muy elegante, habla con voz clara y dulzura
infinita. Escucha a su interlocutor, medita en silencio y luego se enfrasca en
una larga y preparada explicación filosófica cuyo intríngulis solo él conoce,
que me recuerda mis largas conversaciones con los católicos de la revista Esprit
en París.
Ahora
Kasper se entusiasma con santo Tomás de Aquino, al que está releyendo y que, a
su juicio, fue traicionado por los neotomistas, esos exégetas que le
radicalizaron y disfrazaron, como hicieron los marxistas con Marx y los
nietzscheanos con Nietzsche. Me habla de Hegel y de Aristóteles y, mientras
busca un libro de Emmanuel Levinas y quiere enseñarme otro de Paul Ricoeur,
comprendo que estoy delante de un verdadero intelectual. Su amor por los libros
no es fingido.
Nacido en Alemania el año en que Hitler llegó al
poder, Kasper estudió en la Universidad de Tubinga, cuyo rector era el teólogo
suizo Hans Küng, y allí conoció a Joseph Ratzinger. De esos años decisivos
datan estas dos amistades esenciales que perdurarían hasta hoy, pese a sus
crecientes desavenencias con el futuro papa Benedicto XVI.
—Francisco
tiene unas ideas más parecidas a las mías. Le tengo un gran aprecio, siento
mucho cariño por él, pero le veo poco. De todos modos mi relación con Ratzinger
sigue siendo muy buena, pese a nuestras diferencias.
La
«diferencia» se remonta a 1993 y ya se trataba de la cuestión de los
divorciados vueltos a casar, el verdadero asunto de Kasper, mucho más que la
cuestión homosexual. Con otros dos obispos y seguramente con el respaldo de
Hans Küng, que había roto con Ratzinger, Kasper hizo leer una carta en las
iglesias de su diócesis para abrir el debate sobre la comunión de las personas
divorciadas. En ella se hablaba de misericordia y de la complejidad de las
situaciones individuales, algo parecido a lo que dice Francisco hoy.
Frente a
este acto de disidencia leve, el cardenal Ratzinger, que dirigía la
Congregación para la Doctrina de la Fe, frenó en seco a los aventureros. Con
una carta tan rígida como severa les conminó a volver al redil. Con este simple
samizdat, Kasper se incorporó a la oposición al futuro Benedicto XVI lo
mismo que Müller, siguiendo una trayectoria contraria a la de su vecino de
escalera, lo hizo con Francisco.
Kasper-Müller:
esta fue, por tanto, la línea divisoria del sínodo, una batalla que también se
reanudó en 2014-2015, después de haberse librado en los mismos términos y casi
con los mismos actores veinticinco años antes entre Kasper y Ratzinger. El
Vaticano da a menudo la impresión de ser un gran barco que no avanza aunque
tenga el motor en marcha.
—Yo soy
pragmático —corrige Kasper—. La vía trazada por Francisco y la estrategia de ir
paso a paso es la buena. Si se avanza demasiado deprisa, como sobre la
ordenación de mujeres o el celibato de los sacerdotes, se producirá un cisma
entre los católicos, y yo no quiero eso para mi Iglesia. En cambio, sobre los
divorciados podemos ir más lejos. Es una idea que defiendo desde hace mucho
tiempo. En cuanto al reconocimiento de las parejas homosexuales, es un tema más
difícil. Intenté avivar este debate en el sínodo, pero no me hicieron caso.
Francisco encontró una vía intermedia al hablar de las personas, de los
individuos. Luego, paso a paso, habrá que ir moviendo las líneas. El papa rompe
también con cierta misoginia: nombra mujeres en todas partes, en las
comisiones, en los dicasterios, en los grupos de expertos. Avanza a su ritmo, a
su manera, pero tiene un norte.
Tras la
victoria del same-sex marriage en Irlanda, Walter Kasper dijo que la
Iglesia debía aceptar el veredicto de las urnas. Este referéndum de mayo de
2015 se celebró entre los dos sínodos; el cardenal pensaba que debía tenerse en
cuenta y así lo declaró al diario italiano Corriere della Sera. En su
opinión, el tema del matrimonio homosexual, que antes del primer sínodo todavía
era «marginal», se había convertido en «central» cuando, por primera vez, el
matrimonio se abrió a las parejas del mismo sexo «por un voto popular». En la
misma entrevista el cardenal añadió: «Un Estado democrático debe respetar la
voluntad popular. Si la mayoría del pueblo quiere estas uniones civiles es un
deber del Estado reconocer estos derechos».
En su casa
hablamos de todos estos asuntos en las dos entrevistas que me concede. Admiro
la sinceridad y la probidad del cardenal. Abordamos la cuestión homosexual con
gran libertad de tono y Kasper se muestra abierto, escucha, hace preguntas, y
yo sé pormuchas de mis fuentes y también por intuición —y por el llamado gaydar, al que me he referido más arriba—
que probablemente estoy ante uno de los poquísimos cardenales de la curia que
no son homosexuales. Es la séptima regla de Sodoma, que se verifica casi
siempre:
Los cardenales, los obispos y los curas más gay-friendly,
y los que hablan poco de la cuestión homosexual, generalmente son
heterosexuales.
Repasamos
varios nombres de cardenales y Kasper, en efecto, está al corriente de la
homosexualidad de varios colegas suyos. Se da el caso de que parte de ellos son
también sus adversarios y los más «rígidos» de la curia romana. Tenemos dudas
sobre algunos nombres y estamos de acuerdo sobre algunos otros. Nuestra
conversación, llegados a este punto, es de orden privado y le prometo guardar
en secreto nuestro pequeño juego de outing. Él se limita a decirme, como
si acabara de hacer un descubrimiento inquietante:
—Se
esconden. Disimulan. Esa es la clave.
Después
hablamos de los «anti-Kasper» y por primera vez noto que el cardenal se irrita.
Pero a los 85 años el teólogo de Francisco ya no tiene ganas de luchar contra
los hipócritas, los retorcidos. Con un ademán despacha el debate y me dice, con
una frase que podría considerarse vanidosa, autosuficiente, pero en realidad es
una constatación severa contra los jueguecitos inútiles de esos prelados que
viven al margen de la realidad y, lo que es peor, de su propia realidad:
—Vamos a
ganar.
Cuando
Kasper pronuncia estas palabras descubro la bonita sonrisa del cardenal, por lo
general tan austero.
En una mesa
baja hay un ejemplar del Frankfurter Allgemeine Zeitung, el periódico
que lee a diario. Kasper me habla de Bach y de Mozart, y siento vibrar su alma
alemana. Le obsesiona el tema del «desencanto». En la pared del salón hay un
cuadro que representa un pueblo y le pregunto por él.
—Fíjese, la realidad es esa. Mi pueblo en Alemania. Todos los veranos
vuelvo a mi región. Hay campanas, iglesias. Al mismo tiempo, las personas ya no
van mucho a misa y parece que son felices sin Dios. Esa es la gran cuestión.
Eso es lo que me preocupa. ¿Cómo volver a encontrar la senda de Dios? Tengo la
impresión de que se ha perdido. Hemos perdido la batalla.
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