Buscar este blog

lunes, 22 de abril de 2019

Guerra Civil en el Vaticano (SODOMA Seguna parte)


Frédéric Martel, autor de "Sodoma": "Monseñor Pío Laghi era gay y frecuentaba taxi boys"

El periodista francés pasó cuatro años investigando la homosexualidad dentro de la Iglesia Católica y concluyó que esa orientación sexual tiene una influencia descomunal en la política del Vaticano. Según sus averiguaciones, el Nuncio papal durante la dictadura tenía sexo con varones.




Por Miriam Lewin

Publicada: 21/04/2019

TD

Sodoma, poder y escándalo en el Vaticano, es una radiografía de la decadencia de la Iglesia Católica. Una investigación de cuatro años con cientos de entrevistas en todos los continentes que desnuda la hipocresía de la institución con respecto a la homosexualidad. El autor, el periodista y sociólogo francés Frédéric Martel, ha recorrido el mundo para revelar que la mayor parte de los sacerdotes y altos prelados católicos son gays, y que la severa condena institucional al sexo y amor entre varones no es sino una pantalla.

Martel visitó Buenos Aires durante la escritura del libro, publicado ahora en 20 países, para indagar sobre el pasado del papa Francisco y ahora volvió para hablar de su investigación. Menciona una expresión que se usa en Roma para referirse a quienes muestran una cara pública y otra privada: ser "de la parroquia" significa ser homosexual. Hay una regla que se verifica casi sin excepciones: "Cuanto más pro gay es un prelado es menos suceptible de ser gay,  cuanto más homófobo es, hay más probabilidad de que sea homosexual".

La Congregación para la doctrina de la Fe es un nido de eruditos con doble vida.

El periodista, él mismo homosexual, está lejos de censurar la sexualidad de los curas. Lo que condena es el secreto y la mentira. En el texto desenmascara a través de testimonios a los grandes cruzados contra la supuesta inmoralidad de los gays y destapa las verdaderas orientaciones de obispos y cardinales ultraconservadores. Algunos de ellos, acosadores de seminaristas. Otros, consumidores de prostitución masculina. Hay ciertos casos de parejas bien constituidas de sacerdotes con hombres a los que aman. Y unos pocos, que han salido del closet y abandonado la Iglesia. La que llama "policía de las almas", la Congregación para la Doctrina de la Fe, una suerte de moderna Inquisición, según descubrió Martel, un nido de eruditos religiosos con doble vida, que incluso buscan en los Santos Evangelios referencias entre líneas que legitiman la homosexualidad. También revela que el nuncio apostólico en épocas de dictadura, monseñor Pío Laghi, que solía jugar al tenis durante la dictadura con Emilio Massera, era gay. Según Martel, Laghi tenía muchas relaciones sexuales y recurría a taxi boys. "Ese no es el problema, es una opción que la iglesia tiene que reconocer. El problema es la mentira, y mi libro es una crítica a eso", advierte.

Martel fue católico hasta los 12 años, pero a pesar de que ya no conserva la fe, reconoce la importancia de la Iglesia como movimiento cultural. En un hotel de San Telmo, habla en un inglés veloz  y no tiene pelos en la lengua. "Mi objetivo fue escribir un buen libro, que le explique a la gente lo que no entiende", dice.

-¿Por qué hay dentro de la Iglesia un doble standard con respecto  a la homosexualidad?

-Es más que un doble standard, es esquizofrenia. El Papa Francisco señala con esas palabras, doble vida esquizofrénica, a algunos cardenales. Son homofóbicos porque son gays, y eso no es una contradicción, es una consecuencia. Quieren esconder su homosexualidad. Es preciso comprender esto para comprender el Vaticano.

- En lugar de simplemente esconder su homosexualidad, luchan abiertamente en contra de los derechos de los homosexuales...

-López Trujillo, el cardenal mexicano, enemigo de la homosexualidad, que decía que no había que usar condones, que no se podía tener sexo antes del matrimonio, era un gay con muchos amantes, que acosaba a seminaristas, que frecuentaba a prostitutos a los que golpeaba. Este tipo de esquizofrenia puede ser una excepción pero existe. López Trujillo era muy influyente en épocas de  Juan Pablo II y Benedicto, que condenaban la homosexualidad duramente. La realidad es peor que la ficción.

El problema no es la homosexualidad, es la represión de la sexualidad.

- La homosexualidad, ¿tiene influencia en la política del Vaticano?

-La consecuencia en la política del Vaticano de la homosexualidad es descomunal. La homosexualidad es uno de los elementos clave para entender cómo funciona la Iglesia. Escándalos, doctrina, muchas cosas están ligadas a la homosexualidad. Pero el problema no es la homosexualidad, el problema es la represión de la sexualidad, es la sexualidad que se esconde. La mentira, la doble vida.

- ¿Hay alguna relación entre la homosexualidad y la pedofilia, como alguna gente cree?

- Quiero ser muy cauto con eso. No hay lazos entre la homosexualidad y los abusos, porque el abuso generalmente se da en las familias y las escuelas. Los perpetradores son heterosexuales y las víctimas, niñas o mujeres. Pero cuando se observa el abuso sexual dentro de la iglesia, 80 a 85 por ciento de los abusados son niños o hombres o seminaristas. ¿Por qué? Es una pregunta compleja. Pero el problema no es la homosexualidad, el problema es la represión. Los sacerdotes gays se odian a sí mismos, les mienten a los demás pero también se mienten a sí mismos. Son muy inmaduros. No entienden lo que es la sexualidad, la viven como en los años '40, '50, están atrasados 50 años. Y el elemento clave es el secreto, el encubrimiento, porque no están seguros de su sexualidad. Tienen miedo de los medios, del escándalo, de tener problemas legales con los sacerdotes de sus parroquias. Así que los protegen. Y no porque ellos lo sean, los protegen porque tienen temor a que se descubra su propia sexualidad. Hay chantaje también.

El Papa está en medio de una guerra civil, el Vaticano está en guerra.

- ¿Qué opinión tiene de Francisco?  

- Cuando vine por primera vez no me caía bien. Era peronista, un jesuita argentino, viejo. Un día era gay friendly, al día siguiente era antigay. Un día quería luchar contra el abuso sexual, al día siguiente protegía a los abusadores, incluso a los condenados.

-¿Y qué explicación hay para eso?

-Está en medio de una guerra civil. El Vaticano está en guerra. Por un lado hay prelados de extrema derecha, muy conservadores, como Héctor Aguer, que están obsesionados con la homosexualidad, que atacan al Papa. Hay muchos como él en otros países. El Papa está en medio de esta batalla. Así que a veces quiere defender a los gays y después cambia. Es política. También es típico de los jesuitas. Para ellos, las cosas son mitad mentira, mitad verdad. Por eso no me gustaba. Pero cuando uno comprende la lucha en la que está, uno desarrolla afecto por él. Porque es una víctima de esta confrontación. Y tengo que decir que no me gustaba el cardenal Bergoglio, pero me gusta más el papa Francisco. Cuando está con una persona gay individualmente, Francisco es muy amable, aunque haya tenido una postura dura contra el matrimonio igualitario.



7


EL CÓDIGO MARITAIN



El cardenal Paul Poupard posee una de las mejores bibliotecas del Vaticano. Cuento dieciocho estanterías de once estantes. Hecha a la medida, en arco de círculo, cubre las paredes de una enorme sala de recepción ovalada.

—En total hay más de 15.000 libros —me dice en tono pretencioso el cardenal Poupard, que me recibe en zapatillas rodeado de sus infolios y sus autógrafos en una de las numerosas visitas que le hice.

El cardenal francés vive en el último piso de un palacio adscrito a la santa sede de la Piazza di San Calisto, en el barrio romano hippie-pijo de Trastevere. El palacio es enorme, la vivienda también. Unas monjas mexicanas sirven a Su Eminencia, que reina como un príncipe en su palacio.

Frente a la biblioteca, el cardenal tiene su retrato en un caballete. Un cuadro de gran tamaño firmado por una artista rusa, Natalia Tsarkova, para la que también posaron Juan Pablo II y Benedicto XVI. La representación del cardenal Poupard es majestuosa. Está sentado en una silla alta, una mano le roza delicadamente la barbilla y la otra sostiene las hojas de un discurso manuscrito. En el anular derecho lleva un anillo episcopal adornado con una piedra preciosa de un azul verdoso Veronés.

—La artista me hizo posar durante cerca de dos años. Quería que fuese perfecto, que todo mi mundo impregnara el cuadro. Mire esos libros, el birrete rojo, es muy personal —me dice Poupard. Y añade—: Yo era mucho más joven…

Detrás de este Dorian Gray, cuyo modelo, extrañamente, parece haber envejecido más deprisa que su retrato, veo otros dos cuadros colgados de un modo más discreto en la pared.

—Son dos obras de Jean Guitton, que me las ha regalado —me explica Poupard.

Contemplo esos cuadros de aficionado. Así como el retrato en el caballete es interesante, los Guitton, de un azul de estampita, parecen pálidos Chagall.

El cardenal se ayuda de un escabel verde para alcanzar los libros en su biblioteca panorámica. Lo hace ahora y me enseña ejemplares de sus libros y un sinfín de separatas de artículos de revistas teológicas, que forman toda su producción. Tenemos una larga conversación sobre los autores franceses que me gustan, como Jean Guitton, Jean Daniélou y François Mauriac. Cuando pronuncio el nombre de Jacques Maritain el cardenal Poupard se anima, noto en él un estremecimiento de placer. Se dirige a una estantería para mostrarme las obras completas del filósofo francés.

—Pablo VI fue quien le presentó Maritain a Poupard. Era el 6 de diciembre de 1965, me acuerdo muy bien.

El cardenal habla ahora en tercera persona. Al principio de nuestra conversación advertí en él una vaga inquietud: que mi interés se centrase en Maritain más que en la obra ¡tan considerable! de Poupard; pero ahora entra en el juego sin pestañear.

Hablamos largo y tendido de la obra de Maritain y de sus relaciones, a veces tormentosas, con André Gide, Julien Green, François Mauriac y Jean Cocteau, y me percato de que todos esos escritores franceses de antes de la guerra tenían talento. Y también eran homosexuales. Todos.

De nuevo estamos ante los cuadritos de Jean Guitton y Poupard los escudriña como si quisiera descubrir en ellos algún secreto. Me dice que conserva cerca de doscientas cartas de él, una correspondencia inédita que seguramente sí esconde muchos secretos. Delante de las pinturas de Guitton le pregunto a Poupard sobre la sexualidad de su mentor. ¿Cómo es posible que Maritain, este hombre erudito, laico y misógino, miembro de la Academia Francesa, se hubiera mantenido casto durante casi toda su vida, a ejemplo de Maritain, y solo se hubiera casado tardíamente con una mujer de la que habló muy poco y a la que casi nadie vio, enviudando precozmente sin tratar de volverse a casar?

El cardenal reprime una carcajada mefistofélica, vacila, y luego dice:

—¡Jean Guitton estaba hecho para vivir con una mujer como yo para ser zapatero! —(Está en zapatillas.) Luego, poniéndose serio y sopesando cuidadosamente sus palabras, añade—: Todos somos más complicados de lo que se piensa. Las cosas no son en blanco y negro, son más enrevesadas.

El cardenal, que al principio estaba tan comedido y reprimido, sin dejar traslucir sus emociones, se explaya por primera vez.

—Para Maritain y para Guitton la continencia era su manera de salir del paso, era su apaño. Un viejo asunto personal.

Ya no dirá nada más. Se da cuenta de que quizá ha ido demasiado lejos. Y, con una evasiva de su cosecha, añade con petulancia esta cita que repetirá a menudo en nuestros frecuentes diálogos:

—Como diría Pascal, mi autor preferido: «Todo eso es de otro orden».



Para entender el Vaticano y la Iglesia católica, tanto del tiempo de Pablo VI como de hoy, Jacques Maritain es una buena puerta de entrada. Poco a poco he ido descubriendo la importancia de esa farmacopea, de esa contraseña compleja y secreta, verdadera clave de lectura de Sodoma: el código Maritain.

Jacques Maritain, el escritor y filósofo francés, falleció en 1973. Hoy el gran público apenas le conoce y su obra parece pasada de moda. Pero tuvo una influencia considerable en la vida religiosa europea del siglo xx, sobre todo en Francia y en Italia, y es un caso emblemático para nuestra investigación.

Los papas Benedicto XVI y Francisco todavía citan los libros de este converso, y su proximidad con dos papas, Juan XXIII y Pablo VI, es notoria y reviste un interés especial para nosotros.

—Pablo VI se consideraba discípulo de Maritain —me confirma Poupard.

Giovanni Montini, nombre real del futuro papa, ferviente lector de Maritain desde 1925, tradujo incluso al italiano el prólogo de uno de sus libros (Tres reformadores: Lutero, Descartes, Rousseau). Ya proclamado papa, Pablo VI siguió sintiendo un gran aprecio por el filósofo y teólogo francés y se dice que pensaba «elevarle a la púrpura», es decir, nombrarle cardenal.

—Me gustaría acabar de una vez por todas con este rumor. Pablo VI estimaba mucho a Maritain pero nunca pensó crearlo cardenal —me dijo Poupard, que como muchos otros usa la fórmula consagrada de «crear cardenal».

Cardenal puede que no, pero Maritain, sin duda, cautivó a Pablo VI. ¿Cómo explicar esta influencia insólita? Según las personas a las que pregunté, su relación no fue del orden de la connivencia o la amistad interpersonal, como en el caso de Pablo VI y Jean Guitton. El «maritainismo» ejerció una fascinación duradera sobre la Iglesia italiana.

Hay que decir que el pensamiento de Maritain, centrado en el pecado y la gracia, ilustra un catolicismo generoso, cuando no ingenuo. La extrema piedad de Jacques Maritain, su fe sincera y de una profundidad admirable eran un ejemplo que impresionó a Roma. La vertiente política de su obra hizo el resto: en la Italia posfascista, Maritain defendía la idea de que la democracia es la única forma política legítima, y con ello propició la necesaria ruptura de los católicos con el antisemitismo y el extremismo de derechas. Esta reconciliación de los cristianos con la democracia inauguró en Italia una prolongada camaradería entre el Vaticano y la democracia cristiana.

El antiguo sacerdote de la curia Francesco Lepore confirma la influencia de Maritain en el Vaticano:

—La obra de Maritain es lo bastante importante como para que se siga estudiando en las universidades pontificias. En Italia sigue habiendo «círculos Maritain». Incluso hay una cátedra Maritain, recién inaugurada por el presidente de la república.

Durante un par de conversaciones en el Vaticano, el cardenal Giovanni Battista Re, «ministro del Interior» de Juan Pablo II, me habla de su entusiasmo por Maritain, sumándose así a otros prelados que han sentido la misma pasión por él:

—En mi vida no me quedó mucho tiempo para leer. Pero leí a Maritain, a Daniélou, a Congar, La vida de Cristo de Mauriac. Leí a todos esos autores cuando era muy joven. Para nosotros el francés era la segunda lengua. Y Maritain era la referencia.

Encuentro la misma admiración en el cardenal Jean-Louis Tauran, «ministro de Asuntos Exteriores» de Juan Pablo II, a quien entrevisto en Roma:

—Jacques Maritain y Jean Guitton tienen mucha influencia aquí, en el Vaticano. Pablo VI les apreciaba mucho, e incluso durante el pontificado de Juan Pablo II se citaba mucho a Maritain.

Sin embargo, un influyente diplomático extranjero destinado a la santa sede relativiza este atractivo:

—A los católicos italianos les gusta el lado místico de Maritain y su piedad, pero en el fondo piensan que es demasiado radical. ¡Ese laico tan exaltado siempre ha atemorizado a la santa sede!

El vicedecano del colegio cardenalicio, el francés Roger Etchegaray, a quien visito dos veces en su mansión de la romana Piazza di San Calisto, abre mucho los ojos cuando pronuncio el nombre clave:

—Conocí bien a Maritain. —El cardenal, que durante mucho tiempo fue embajador «volante» de Juan Pablo II, hace una pausa, me ofrece chocolate y añade, desdiciéndose—: Conocer, lo que se dice conocer, es imposible. No se puede conocer a alguien. Solo Dios nos conoce realmente.

El cardenal Etchegaray me dice que va a llevarse a Maritain a la casa del sur de Francia donde espera jubilarse, algo que lleva veinte años aplazando. En busca del tiempo perdido, el cardenal solo se llevará una parte de sus libros: los de Maritain, pues, pero también los de Julien Green, François Mauriac, André Gide, Henry de Montherlant y Jean Guitton, que fue íntimo amigo suyo. Todos estos amigos son sin excepción homófilos u homosexuales.

De pronto Roger Etchegaray me toma la mano con el afecto piadoso de los personajes de Caravaggio.

—¿Sabe cuántos años tengo? —me pregunta el cardenal.

—Creo que sí…

—Tengo 94 años. ¿A que no se lo cree? 94 años. A mi edad, mis lecturas, mis ambiciones, mis proyectos son un poco limitados.



La influencia duradera de Maritain arranca de su reflexión teológica y su pensamiento político, pero también se nutre de su ejemplo vital. En el centro del misterio Maritain están su boda con Raïssa, su esposa, y el pacto secreto que les unió. Detengámonos un instante en anima, noto en él un estremecimiento de placer. Se dirige a una estantería para mostrarme las obras completas del filósofo francés.

—Pablo VI fue quien le presentó Maritain a Poupard. Era el 6 de diciembre de 1965, me acuerdo muy bien.

El cardenal habla ahora en tercera persona. Al principio de nuestra conversación advertí en él una vaga inquietud: que mi interés se centrase en Maritain más que en la obra ¡tan considerable! de Poupard; pero ahora entra en el juego sin pestañear.

Hablamos largo y tendido de la obra de Maritain y de sus relaciones, a veces tormentosas, con André Gide, Julien Green, François Mauriac y Jean Cocteau, y me percato de que todos esos escritores franceses de antes de la guerra tenían talento. Y también eran homosexuales. Todos.

De nuevo estamos ante los cuadritos de Jean Guitton y Poupard los escudriña como si quisiera descubrir en ellos algún secreto. Me dice que conserva cerca de doscientas cartas de él, una correspondencia inédita que seguramente sí esconde muchos secretos. Delante de las pinturas de Guitton le pregunto a Poupard sobre la sexualidad de su mentor. ¿Cómo es posible que Maritain, este hombre erudito, laico y misógino, miembro de la Academia Francesa, se hubiera mantenido casto durante casi toda su vida, a ejemplo de Maritain, y solo se hubiera casado tardíamente con una mujer de la que habló muy poco y a la que casi nadie vio, enviudando precozmente sin tratar de volverse a casar?

El cardenal reprime una carcajada mefistofélica, vacila, y luego dice:

—¡Jean Guitton estaba hecho para vivir con una mujer como yo para ser zapatero! —(Está en zapatillas.) Luego, poniéndose serio y sopesando cuidadosamente sus palabras, añade—: Todos somos más complicados de lo que se piensa. Las cosas no son en blanco y negro, son más enrevesadas.

El cardenal, que al principio estaba tan comedido y reprimido, sin dejar traslucir sus emociones, se explaya por primera vez.

—Para Maritain y para Guitton la continencia era su manera de salir del paso, era su apaño. Un viejo asunto personal.

Ya no dirá nada más. Se da cuenta de que quizá ha ido demasiado lejos. Y, con una evasiva de su cosecha, añade con petulancia esta cita que repetirá a menudo en nuestros frecuentes diálogos:

—Como diría Pascal, mi autor preferido: «Todo eso es de otro orden».



Para entender el Vaticano y la Iglesia católica, tanto del tiempo de Pablo VI como de hoy, Jacques Maritain es una buena puerta de entrada. Poco a poco he ido descubriendo la importancia de esa farmacopea, de esa contraseña compleja y secreta, verdadera clave de lectura de Sodoma: el código Maritain.

Jacques Maritain, el escritor y filósofo francés, falleció en 1973. Hoy el gran público apenas le conoce y su obra parece pasada de moda. Pero tuvo una influencia considerable en la vida religiosa europea del siglo xx, sobre todo en Francia y en Italia, y es un caso emblemático para nuestra investigación.

Los papas Benedicto XVI y Francisco todavía citan los libros de este converso, y su proximidad con dos papas, Juan XXIII y Pablo VI, es notoria y reviste un interés especial para nosotros.

—Pablo VI se consideraba discípulo de Maritain —me confirma Poupard.

Giovanni Montini, nombre real del futuro papa, ferviente lector de Maritain desde 1925, tradujo incluso al italiano el prólogo de uno de sus libros (Tres reformadores: Lutero, Descartes, Rousseau). Ya proclamado papa, Pablo VI siguió sintiendo un gran aprecio por el filósofo y teólogo francés y se dice que pensaba «elevarle a la púrpura», es decir, nombrarle cardenal.

—Me gustaría acabar de una vez por todas con este rumor. Pablo VI estimaba mucho a Maritain pero nunca pensó crearlo cardenal —me dijo Poupard, que como muchos otros usa la fórmula consagrada de «crear cardenal».

Cardenal puede que no, pero Maritain, sin duda, cautivó a Pablo VI. ¿Cómo explicar esta influencia insólita? Según las personas a las que pregunté, su relación no fue del orden de la connivencia o la amistad interpersonal, como en el caso de Pablo VI y Jean Guitton. El «maritainismo» ejerció una fascinación duradera sobre la Iglesia italiana.

Hay que decir que el pensamiento de Maritain, centrado en el pecado y la gracia, ilustra un catolicismo generoso, cuando no ingenuo. La extrema piedad de Jacques Maritain, su fe sincera y de una profundidad admirable eran un ejemplo que impresionó a Roma. La vertiente política de su obra hizo el resto: en la Italia posfascista, Maritain defendía la idea de que la democracia es la única forma política legítima, y con ello propició la necesaria ruptura de los católicos con el antisemitismo y el extremismo de derechas. Esta reconciliación de los cristianos con la democracia inauguró en Italia una prolongada camaradería entre el Vaticano y la democracia cristiana.

El antiguo sacerdote de la curia Francesco Lepore confirma la influencia de Maritain en el Vaticano:

—La obra de Maritain es lo bastante importante como para que se siga estudiando en las universidades pontificias. En Italia sigue habiendo «círculos Maritain». Incluso hay una cátedra Maritain, recién inaugurada por el presidente de la república.

Durante un par de conversaciones en el Vaticano, el cardenal Giovanni Battista Re, «ministro del Interior» de Juan Pablo II, me habla de su entusiasmo por Maritain, sumándose así a otros prelados que han sentido la misma pasión por él:

—En mi vida no me quedó mucho tiempo para leer. Pero leí a Maritain, a Daniélou, a Congar, La vida de Cristo de Mauriac. Leí a todos esos autores cuando era muy joven. Para nosotros el francés era la segunda lengua. Y Maritain era la referencia.

Encuentro la misma admiración en el cardenal Jean-Louis Tauran, «ministro de Asuntos Exteriores» de Juan Pablo II, a quien entrevisto en Roma:

—Jacques Maritain y Jean Guitton tienen mucha influencia aquí, en el Vaticano. Pablo VI les apreciaba mucho, e incluso durante el pontificado de Juan Pablo II se citaba mucho a Maritain.

Sin embargo, un influyente diplomático extranjero destinado a la santa sede relativiza este atractivo:

—A los católicos italianos les gusta el lado místico de Maritain y su piedad, pero en el fondo piensan que es demasiado radical. ¡Ese laico tan exaltado siempre ha atemorizado a la santa sede!

El vicedecano del colegio cardenalicio, el francés Roger Etchegaray, a quien visito dos veces en su mansión de la romana Piazza di San Calisto, abre mucho los ojos cuando pronuncio el nombre clave:

—Conocí bien a Maritain. —El cardenal, que durante mucho tiempo fue embajador «volante» de Juan Pablo II, hace una pausa, me ofrece chocolate y añade, desdiciéndose—: Conocer, lo que se dice conocer, es imposible. No se puede conocer a alguien. Solo Dios nos conoce realmente.

El cardenal Etchegaray me dice que va a llevarse a Maritain a la casa del sur de Francia donde espera jubilarse, algo que lleva veinte años aplazando. En busca del tiempo perdido, el cardenal solo se llevará una parte de sus libros: los de Maritain, pues, pero también los de Julien Green, François Mauriac, André Gide, Henry de Montherlant y Jean Guitton, que fue íntimo amigo suyo. Todos estos amigos son sin excepción homófilos u homosexuales.

De pronto Roger Etchegaray me toma la mano con el afecto piadoso de los personajes de Caravaggio.

—¿Sabe cuántos años tengo? —me pregunta el cardenal.

—Creo que sí…

—Tengo 94 años. ¿A que no se lo cree? 94 años. A mi edad, mis lecturas, mis ambiciones, mis proyectos son un poco limitados.



La influencia duradera de Maritain arranca de su reflexión teológica y su pensamiento político, pero también se nutre de su ejemplo vital. En el centro del misterio Maritain están su boda con Raïssa, su esposa, y el pacto secreto que les unió. Detengámonos un instante en esta relación, que entra de lleno en nuestro tema. El encuentro de Jacques y Raïssa se produjo, de entrada, con una espectacular doble conversión al catolicismo: él era protestante y ella judía. Unidos por un amor loco, su matrimonio no fue ni blanco ni de conveniencia. Tampoco fue un matrimonio burgués ni de sustitución, aunque es posible que Maritain hubiera querido huir así de la soledad y de lo que a veces se ha llamado «la tristeza de los hombres sin mujeres».

En este sentido, su matrimonio recuerda al de escritores como Verlaine, Aragon y más tarde Jean Guitton. También trae a la mente el célebre matrimonio de André Gide con su prima Madeleine, que al parecer no se consumó. «La mujer de Gide había reemplazado a su madre como polo de disciplina y virtud espiritual hacia el que siempre había que volver, y sin el cual su otro polo de alegría, de liberación, de perversión, habría perdido todo su significado», piensa George Painter, el biógrafo de Gide. El autor de Los sótanos del Vaticanoequilibra la libertad con la sujeción.

Para Maritain también hubo dos polos: el de su mujer Raïssa y otro mundo, no de perversión, sino de «inclinaciones» amistosas. Como no cedió al «Mal», el diablo le tentó con la virtud de la amistad. Jacques y Raïssa formaron una pareja ideal, pero sin sexo durante la mayor parte de su vida. Esta heterosexualidad aparente no era solo una elección religiosa, como se creyó durante mucho tiempo. A partir de 1912 los Maritain decidieron hacer un voto mutuo de castidad, que se mantuvo en secreto por largo tiempo. ¿Fue un don a Dios este sacrificio del deseo carnal? ¿El precio de la salvación? Tal vez. Los Maritain hablaron de «camaradería espiritual». Dijeron que «querían ayudarse mutuamente a ir hacia Dios». También se puede ver detrás de esta versión casi cátara de la relación entre los sexos una elección propia de la época en que vivieron, la de muchos otros homófilos. Porque entre los que rodearon a Maritain había un número inimaginable de homosexuales.

Durante toda su vida Maritain fue el hombre de las grandes «amistades de amor» con las mayores figuras homosexuales de su siglo: fue el amigo o el confidente de Jean Cocteau, Julien Green, Max Jacob, René Crevel y Maurice Sachs, pero también de François Mauriac, escritor siempre metido en el armario, cuyas verdaderas inclinaciones amorosas, no solo sublimadas, quedaron posteriormente al descubierto.

En su casa de Meudon, Maritain y Raïssa recibían continuamente, con grandes muestras de hospitalidad, a católicos solteros, intelectuales homosexuales y jóvenes efebos. Con esa gravedad que tanto gusta a sus amistades afeminadas, el filósofo diserta profusamente sobre el pecado homosexual y exclama «os amo» a sus jóvenes amigos, llamándoles «hijitos míos», él que ha optado por no tener relaciones sexuales con su mujer y no tendrá hijos.

La homosexualidad es una de las ideas fijas de Maritain. El amigo de Pablo VI aborda una y otra vez este asunto, como revela su correspondencia, hoy publicada. Lo hace, ciertamente, guardando la distancia, de un modo que podríamos llamar «ratzingueriano». Maritain pretende salvar a los gais que invita a su cenáculo de Meudon para protegerlos del «Mal». Odio de sí, seguramente, pero también desvelo por los demás, con sinceridad y honestidad. Una época.

Este católico exaltado, contraintuitivo, apenas se interesa por los católicos más ortodoxos, es decir, por los más heterosexuales. Aunque mantiene una correspondencia intensa con el jesuita Henri de Lubac, futuro cardenal, y menos intensa con el escritor Paul Claudel; aunque se relaciona profesionalmente con Georges Bernanos, por ese lado sus pasiones amistosas son pocas.

En cambio, a Maritain no se le escapó ninguna gran figura homosexual de su tiempo. Tenía un gaydar envidiable, como se diría hoy. Es un hecho que Maritain se especializó en las amistades homófilas so pretexto de traer de regreso a la fe y la castidad a algunos de los grandes escritores llamados «invertidos» del siglo xx. Y para evitarles a estos escritores el pecado y quizá el infierno —porque en esa época la condición homosexual todavía olía a azufre—, Maritain se propuso cuidarlos, «aclarar su problema», según su expresión, y por tanto tener un trato asiduo con ellos. Y así fue como André Gide, Julien Green, Jean Cocteau, François Mauriac, Raymond Radiguet y Maurice Sachs dialogaron con él, lo mismo que casi todos los grandes autores homosexuales de la época. Él aprovechaba para tratar de convertirles y convencerles de que fueran castos; como es sabido, la conversión y la continencia como procedimiento de represión de esta clase de inclinación fue un gran clásico hasta finales de la década de 1960.

Este debate tiene muchas implicaciones para nuestro asunto. No se puede entender a los papas Juan XXIII, Pablo VI y Benedicto XVI, ni a la mayoría de los cardenales de la curia romana, si no se tiene en cuenta el «maritainismo» como punto de partida íntimo sublimado. En Italia, donde Maritain y la literatura católica y homosexual han tenido una influencia considerable, toda la jerarquía vaticana conoce el tema al dedillo.

Uno de los principales historiadores de la literatura gay en Italia, el profesor Francesco Gnerre, que ha publicado textos importantes sobre Dante, Leopardi y Pasolini, me explica, durante varias entrevistas en Roma, esta singularidad:

—A diferencia de Francia, que ha tenido a Rimbaud y a Verlaine, a Marcel Proust, a Jean Cocteau, a Jean Genet y a tantos otros, la literatura homosexual apenas ha existido en Italia hasta 1968. Se habla realmente por primera vez de homosexualidad en la portada de los periódicos durante los años setenta, digamos que con Pasolini. Hasta esas fechas los homosexuales leían a los franceses. Por lo demás, también sucedía algo parecido con los católicos italianos, que durante mucho tiempo leyeron a los católicos franceses, tan influyentes aquí. Pero ¡lo realmente insólito es que sean exactamente los mismos autores!

Entremos en detalles. Es preciso, porque el secreto de Sodoma se sitúa alrededor de ese «código Maritain» y de las «batallas» entre Jacques Maritain y cuatro grandes escritores franceses: André Gide, Jean Cocteau, Julien Green y Maurice Sachs.

Con Gide, para empezar, el debate es breve. La correspondencia de Maritain con el protestante Gide, el Diario del segundo y la larga conversación entre los dos hombres a finales de 1923 ponen de manifiesto que Maritain quiso disuadir al gran escritor de publicar Corydon, un tratado valiente en el que Gide se destapa y hace una labor militante a través de cuatro diálogos sobre la homosexualidad. Maritain acude a su casa para suplicarle, en nombre de Cristo, que no publique ese libro. También se preocupa por «la salvación de su alma» tras la confesión de homosexualidad que supondría dicha publicación. Gide le ve venir, y dado que su norma de vida, fundamento moral de Los alimentos terrestres, es dejar de resistir a la tentación, no tiene intención de perder su libertad para ceder al predicador gruñón.

—Me horroriza la mentira —le responde Gide—. Tal vez es ahí donde se refugia mi protestantismo. A los católicos no les gusta la verdad.

Maritain interviene varias veces para impedir que el escritor publique su breve tratado. Vano intento. Varios meses después de su encuentro, André Gide, que desde hace tiempo asume su homosexualidad en privado, publica Corydon con su verdadero nombre. Jacques Maritain y François Mauriac están horrorizados. Nunca le perdonarán a Gide su coming out.

La segunda batalla es con Jean Cocteau, y sobre el mismo tema. Hace tiempo que Cocteau y Maritain son amigos, y la influencia del segundo sobre el joven escritor converso es más fuerte que la que ejercía sobre el gran escritor protestante. Además, en la casa de Maritain en Meudon, Cocteau todavía parece discreto y buen católico. Pero lejos de allí tiene amantes, entre ellos Raymond Radiguet, y acaba presentándoselo. Extrañamente, el hombre de Meudon, en vez de rechazar esa relación homosexual visceralmente contra natura, trata de domesticar al joven amante de Cocteau. Radiguet, prodigio literario con El diablo en el cuerpo, que morirá poco después, con veinte años, de fiebre tifoidea, dirá de esa época, con una divertida frase: «Cuando no nos casábamos, nos convertíamos».

Pero Maritain vuelve a fracasar. Jean Cocteau da el paso y publica, primero sin nombre de autor y luego con su verdadera identidad, su Libro blanco, en el que confiesa su homosexualidad.

—Es un plan del diablo —le escribe Maritain—. Es su primer acto público de adhesión al Mal. Acuérdese de Wilde y de su ruina hasta la muerte. Jean, es su salvación lo que está en juego, es su alma la que debo defender. Entre el diablo y yo, escoja a quién quiere. Si usted me ama, no publicará ese libro y me dará el manuscrito para que lo guarde.

—Necesito amor y hacer el amor a las almas —le contesta Cocteau, con una frase desafiante.

El libro blanco se publicó y la incomprensión entre los dos hombres se agravó, pero su relación de pura «amistad amorosa», enfriada momentáneamente, se mantuvo contra viento y marea, como revela su correspondencia.

Durante una visita reciente al convento de los dominicos de Toulouse, donde Jacques Maritain pasó los últimos años de su vida, el hermano Jean-Miguel Garrigues me confirmó que Jean Cocteau siguió visitando a Maritain hasta su muerte, y que había ido a verle a Toulouse.

La tercera batalla fue más favorable a Maritain, aunque también terminó con su derrota frente a Julien Green. Durante cerca de cuarenta y cinco años los dos hombres mantuvieron una intensa correspondencia.

Su diálogo, místico y profundamente religioso, se eleva a alturas sublimes. Pero también en este caso su dinámica está basada en una «herida», la de la homosexualidad. Julien Green lucha contra su deseo masculino, que ha experimentado desde su juventud como un peligro difícilmente compatible con el Amor a Dios. Por su parte, Maritain ha adivinado enseguida el secreto de Green, aunque no lo menciona de forma explícita durante los primeros decenios de su correspondencia. Ninguno de los dos habla de la «inclinación» que les corroe y se andan con rodeos en todos los sentidos.

Maritain, él mismo converso, admira a Julien Green por su conversión en 1939, resultado de la «campaña» de un fraile dominico convencido de que el sacerdocio era la solución a la homosexualidad (después se supo que ese sacerdote también era gay). Maritain también admira al escritor por su continencia, dictada por su fe. Pero con el pasar de los años Julien Green evoluciona y da el paso: empieza destapándose en su obra, que se vuelve abiertamente homosexual (pienso en Sud, su gran libro), y tampoco oculta su vida amorosa, como revelan su Journal y los amantes que se le conocen. Maritain no rompe con Green como ha hecho con Gide. (El Journal intégral de Julien Green sin censurar está en vías de publicación; según mis informaciones, revela la homosexualidad de Green.)

La cuarta batalla, también perdida —¡y qué derrota!— es la que le enfrentó con su amigo sincero y escritor receloso de entreguerras Maurice Sachs. Este judío convertido al catolicismo es un amigo de Maritain que lo llama «Jacques querido», pero también un homosexual exaltado. Es piadoso, pero no puede evitar ser un seminarista escandaloso por culpa de sus amistades especiales y venenosas. En su novela El sabbat el narrador les cuenta a sus amigos que ha ido al «seminario» ¡y le preguntan si se trata de un nuevo club homo! El crítico literario Angelo Rinaldi escribirá a propósito de Maurice Sachs: «Un abad ora en sotana ora en slip rosa… refugiado en una cabina de sauna donde pasa días felices de glotón bebé felador». Sachs acabará aspirado por todos los abismos: después de 1940 este protegido de Jacques Maritain acabará siendo colaboracionista y pétainista y, pese a ser judío, soplón nazi antes de morir al final de la guerra, se cree que de un tiro en la nuca que le disparó un SS al borde de una fosa; un recorrido impensable, en suma.

Estas cuatro batallas perdidas por Jacques Maritain ponen en evidencia, junto con otros datos, la obsesión homosexual del filósofo. A mi juicio, la relación de Maritain con la cuestión gay es más que evidente.

Utilizo aquí la palabra «gay» a propósito, con un anacronismo deliberado. Aunque deben preferirse las palabras propias de cada época —y por eso utilizo los conceptos de «homofilia», «amistad amorosa» e «inclinaciones» cuando hace falta—, a veces también hay que llamar a las cosas por su nombre. Durante demasiado tiempo, en los libros de texto, se ha escrito que Rimbaud y Verlaine eran «amigos» o «compañeros» y todavía hoy leo en los Museos Vaticanos referencias a Antínoo como «favorito» del emperador Adriano, cuando se trataba de su amante. El uso anacrónico de la palabra «gay» es aquí políticamente fecundo.

Por tanto, junto con Cristo y santo Tomás de Aquino, la otra gran preocupación de la vida de Jacques Maritain es la cuestión gay. Aunque lo más probable es que practicase poco o nada la homosexualidad, la vivió con la misma inquietud apasionada que su fe católica. Tal es el secreto de Maritain, y uno de los secretos más oscuros del sacerdocio católico: la elección del celibato y la castidad como fruto de una sublimación o una represión.

Porque ¿cómo explicar, sino, que Maritain se relacionara con todos los escritores gais de su época, si tanto odiaba la homosexualidad? ¿Era homófobo? ¿Era voyeur? ¿Estaba fascinado por sus contrarios, como se ha dicho? Creo que ninguna de estas suposiciones es realmente convincente. La verdad me parece mucho más simple.



La confesión de Maritain se encuentra en una carta a Julien Green de 1927. Aquí el diálogo aparece en frentes invertidos: mientras que Julien Green está atormentado por el pecado homosexual, es Jacques Maritain quien, en su correspondencia, parece haber hallado la solución de lo que él llama «este mal misterioso».

¿Y qué le propone a Green? La castidad. Frente al «amor estéril» de la homosexualidad, «que siempre será un mal, un rechazo profundo de la cruz», Maritain defiende la que a su juicio es «la única solución», el «amor a Dios por encima de todo», es decir, la abstinencia. El remedio que ofrece a Green, ya preconizado para Gide, Cocteau y Maurice Sachs, que lo han rechazado, no es otro que el que ha escogido él con Raïssa: la sublimación del acto sexual con la fe y la castidad.

—El Evangelio no nos dice en ninguna parte que mutilemos nuestro corazón, pero nos aconseja que nos hagamos eunucos por el reino de Dios. Es así como la cuestión se plantea, a mi entender —le escribe a Julien Green.

Solventar la cuestión homosexual con la castidad, esa forma de castración, para agradar a Dios: la idea de Maritain, imbuida de masoquismo, es fuerte. Hará escuela en el Vaticano entre la mayoría de los cardenales y obispos de posguerra. «Ser el rey de mis dolores», habría dicho Aragon, otro escritor de genio que cantó ostentosamente en público a «los ojos» de su mujer Elsa mientras corría en privado detrás de los muchachos.

En una carta a Cocteau, Maritain hace otra confesión límpida: el amor a Dios es el único capaz de hacer olvidar los amores terrenales que ha conocido, algo que «aunque me cueste decirlo, no lo sé por los libros».

¿«No lo sé por los libros»? Se adivina que la cuestión homosexual fue tórrida en la juventud de Jacques Maritain, hombre por lo demás afeminado y sensible, prendado de su madre hasta la caricatura, y que optó por destruir sus cuadernos de notas íntimas para evitar que sus biógrafos «se aventurasen demasiado» y descubriesen «algún viejo asunto personal» (en palabras de su biógrafo Jean-Luc Barré).

—No quise escribir esa palabra, esa marca, «homosexualidad», en mi biografía de Maritain, porque todos habrían reducido mi libro a eso —me dice Jean-Luc Barré, su biógrafo, durante un almuerzo en París—. Pero debería haberlo hecho. Si lo escribiera hoy, diría las cosas más claras al respecto. No hay duda de que, a propósito de Maritain, se puede hablar de homosexualidad latente, cuando no bien real.



El gran amor de juventud de Jacques Maritain se llamaba Ernest Psichari. Los dos jóvenes todavía eran adolescentes cuando se conocieron en el liceo Henri IV de París, en 1899 (Jacques tenía 16 años). Fue un flechazo. No tardó en nacer entre ellos una «amistad de amor» de una fuerza inimaginable. Su vínculo, único, indefectible, es una «gran maravilla», le dice Maritain a su madre. A su padre, Ernest le confiesa: «Ya no concibo la vida sin la amistad de Jacques, eso sería concebirme sin mí mismo». Esta pasión es «fatal», escribe Maritain en otra carta.

Hoy conocemos bien su relación pasional. La correspondencia entre los dos chicos, publicada recientemente (175 cartas de amor), produce incluso una sensación de vértigo: «Siento que nuestros dos seres desconocidos se penetran suave, tímida, lentamente», escribe Maritain; «Ernest, tú eres mi amigo. Solo tú»; «Tus ojos son faros resplandecientes. Tus cabellos son una selva virgen, llena de susurros y de besos»; «Te amo, vivo, pienso en ti»; «Vivo en ti, solo en ti»; «Eres Apolo […]. ¿Quieres partir conmigo a Oriente, allá, a la India? Estaremos los dos solos en un desierto»; «Te quiero, te abrazo»; «Tus cartas, mi preciosidad, me deparan un placer infinito y las releo sin cesar. Me enamoro de cada una de tus letras, de tus a, de tus d, de tus n y de tus r». Y, lo mismo que Rimbaud y Verlaine, los enamorados firman sus poemas juntando sus iniciales.

Esta fusión total con el ser amado ¿se consumó, o permaneció casta? No lo sabemos. Yves Floucat, filósofo tomista, especialista en la obra de Maritain y de Julien Green, cofundador del Centre Jacques Maritain, con quien hablo en su casa de Toulouse, piensa que fue sin duda «una amistad pasional pero casta». Y añade, aunque naturalmente no hay ninguna prueba de su paso al acto ni de lo contrario, que fue «un verdadero amor entre personas del mismo sexo». El hermano Jean-Miguel Garrigues, del convento de los dominicos donde Maritain pasó el final de su vida, me explica:

—La relación entre Jacques y Ernest era mucho más profunda que una simple camaradería. Yo diría que fue cariñosa más que amorosa, en el sentido de que obedecía más al deseo de ayudar al otro a ser feliz que al apetito afectivo o carnal. Para Jacques era más del orden del «amistad amorosa» que de la homofilia, si entendemos la segunda como un deseo de la libido más o menos sublimado. Ernest, en cambio, tuvo una vida homosexual activa durante años.

En efecto, hoy está fuera de duda la homosexualidad practicante de Psichari, confirmada por una biografía reciente, por la publicación de sus «cuadernos de ruta» y por la aparición de nuevos testimonios. Incluso es una homosexualidad muy activa, pues tuvo innumerables relaciones íntimas en África (al estilo de Gide) y recurrió a prostitutos masculinos en la metrópoli hasta su muerte.

En una correspondencia que ha permanecido mucho tiempo inédita entre Jacques Maritain y el escritor católico Henri Massis, sus dos mejores amigos reconocen claramente lahomosexualidad de Psichari. Massis teme incluso que «algún día se sepa la terrible verdad».

Resulta que André Gide no dudó en «sacar del armario» a Psichari en un artículo de La Nouvelle Revue Française de septiembre de 1932. El escritor católico Paul Claudel, muy apenado por esta revelación, propone un contrataque que ya ha empleado para Arthur Rimbaud: si Ernest se ha convertido siendo homosexual, es una victoria maravillosa de Dios. Claudel resume así el argumento: «La obra de Dios en semejante alma es aún más admirable».

En todo caso, Ernest Psichari murió en combate a los 31 años, el 22 de agosto de 1914, herido en la sien por una bala alemana. Jacques se enteró de la noticia varias semanas después. Según su biógrafo, el anuncio de la muerte de Ernest lo sumió en el estupor y el dolor. Jacques Maritain no se consoló nunca de la desaparición del ser amado ni logró olvidar al que fue su gran amor de juventud —antes que Cristo, antes que Raïssa—. Años después viajó a África siguiendo sus huellas, mantuvo un trato duradero con la hermana de Ernest y durante la Segunda Guerra Mundial quiso combatir para «morir como Psichari». Durante toda su vida Jacques recordó constantemente al ser amado y, habiendo perdido a su Eurídice, habló del «desierto de la vida» tras la muerte de Ernest. Una pena que, efectivamente, «no la supo por los libros».



Por tanto, para entender la sociología tan peculiar del catolicismo, y en concreto la del Vaticano sobre el asunto que nos ocupa, hay que tener en cuenta lo que aquí he dado en llamar el «código Maritain».

La homosexualidad sublimada, cuando no reprimida, se traduce a menudo en la elección del celibato y la castidad y, con más frecuencia todavía, en una homofobia interiorizada. La mayoría de los papas, cardenales y obispos que hoy tienen más de 60 años se formaron en esta atmósfera y este modo de pensar del «código Maritain».

Si el Vaticano es una teocracia, también es una gerontocracia. No se puede entender la Iglesia de Pablo VI a Benedicto XVI, ni siquiera la de Francisco, ni a sus cardenales, sus costumbres, sus intrigas, partiendo de los modos de vida gay de nuestros días. Para apreciar su complejidad debemos remontarnos a las matrices antiguas, aunque nos parezcan de otro tiempo. Un tiempo en que no se era homosexual, sino «homófilo», en que se diferenciaba la identidad homosexual de las prácticas que podía generar, un tiempo en que la bisexualidad era frecuente, un mundo secreto en que los matrimonios de conveniencia eran la regla y las parejas gais la excepción. Una época en que los jóvenes homosexuales de Sodoma asumían con alivio la continencia y el celibato heterosexual del sacerdote.

El sacerdocio fue una salida natural para unos hombres angustiados por tener costumbres que suponían antinaturales, de eso no hay duda. Pero las trayectorias, los modos de vida, variaron mucho entre la castidad mística, las crisis espirituales, las dobles vidas, a veces la sublimación, la exaltación o las perversiones. En todos los casos siempre había un sentimiento de inseguridad, bien descrito por los escritores católicos homosexuales franceses y su «perpetua vacilación entre los muchachos cuya belleza les condena, y Dios, cuya bondad les absuelve» (de nuevo palabras de Angelo Rinaldi).

Por eso el contexto, aunque tenga el atractivo de los debates teológicos y literarios de otra época, es tan importante en nuestro asunto. Un cura asexuado en los años treinta puede

convertirse en homófilo en los años cincuenta y practicar activamente la homosexualidad en los setenta. Muchos de los cardenales activos en este momento han pasado por estas tres etapas, la interiorización del deseo, la lucha contra sí mismo y la homofilia hasta que, un buen día, dejaron de «sublimar» o «superar» su homosexualidad y empezaron a experimentarla con prudencia, luego con temeridad o pasión y a veces arrebatadamente. Por supuesto, esos mismos cardenales que hoy han alcanzado una edad respetable ya casi no «practican», con 75 u 80 años, pero siguen estando intrínsecamente marcados, quemados de por vida por esa identidad compleja. Y sobre todo esto: su trayectoria siempre ha tenido un sentido único, contrariamente a lo que algunos han teorizado: va de la negación al desafío o, por decirlo en los términos de Sodoma y Gomorra de Marcel Proust, del rechazo de la «raza maldita» a la defensa del «pueblo elegido». He aquí otra regla de Sodoma, la novena:

Por lo general los homófilos del Vaticano evolucionan desde la castidad hacia la homosexualidad; los homosexuales nunca hacen el camino inverso para volverse homófilos.

Como ya señalara el teólogo-psicoanalista Eugen Drewermann, existe «una suerte de complicidad secreta entre la Iglesia católica y la homosexualidad». Esta dicotomía me la encontré a menudo en el Vaticano, e incluso podría decirse que es uno de sus secretos: el rechazo violento de la homosexualidad fuera de la Iglesia y su valoración, extravagante, dentro de la santa sede. De ahí la existencia de una especie de «masonería gay» arraigada en el Vaticano, y muy misteriosa, cuando no invisible, desde fuera.

A lo largo de mi investigación fueron muchos los cardenales, arzobispos, monsignori y otros sacerdotes que me hablaron con insistencia de su pasión casi crística por la obra de François Mauriac, André Gide o Julien Green. Con prudencia, y sopesando sus palabras, me dieron las claves de su lucha desgarradora, la del «código Maritain». Creo que era su manera de revelarme, con infinita dulzura y miedo contenido, uno de los secretos que les atormenta.







Próximo capítulo:

8

LAS AMISTADES AMOROSAS





No hay comentarios:

Publicar un comentario