Frédéric Martel, autor de "Sodoma": "Monseñor Pío Laghi era
gay y frecuentaba taxi boys"
El periodista francés pasó cuatro
años investigando la homosexualidad dentro de la Iglesia Católica y concluyó
que esa orientación sexual tiene una influencia descomunal en la política del
Vaticano. Según sus averiguaciones, el Nuncio papal durante la dictadura tenía
sexo con varones.
Por Miriam
Lewin
Publicada: 21/04/2019
TD
Sodoma,
poder y escándalo en el Vaticano, es una radiografía de la decadencia de la Iglesia Católica.
Una investigación de cuatro años con cientos de entrevistas en todos los
continentes que desnuda la hipocresía de la institución con respecto a la
homosexualidad. El autor, el periodista y sociólogo francés Frédéric Martel, ha
recorrido el mundo para revelar que la mayor parte de los
sacerdotes y altos prelados católicos son gays, y que
la severa condena institucional al sexo
y amor entre varones no es sino una pantalla.
Martel visitó Buenos Aires durante la escritura del
libro, publicado ahora en 20 países, para indagar sobre el pasado del papa
Francisco y ahora volvió para hablar de su investigación. Menciona una
expresión que se usa en Roma para referirse a quienes muestran una cara pública
y otra privada: ser "de la parroquia" significa ser
homosexual. Hay una regla que se verifica casi sin excepciones:
"Cuanto más pro gay es un prelado es menos suceptible de ser gay,
cuanto más homófobo es, hay más probabilidad de que sea homosexual".
La Congregación
para la doctrina de la Fe es un nido de eruditos con doble vida.
El periodista, él mismo homosexual, está lejos de
censurar la sexualidad de los curas. Lo que condena es el secreto y la
mentira. En el texto desenmascara a través de testimonios a los grandes
cruzados contra la supuesta inmoralidad de los gays y destapa las
verdaderas orientaciones de obispos y cardinales ultraconservadores. Algunos de
ellos, acosadores de seminaristas. Otros, consumidores de prostitución
masculina. Hay ciertos casos de parejas bien constituidas de sacerdotes
con hombres a los que aman. Y unos pocos, que han salido del closet
y abandonado la Iglesia. La que llama "policía de las almas", la
Congregación para la Doctrina de la Fe, una suerte de moderna Inquisición,
según descubrió Martel, un nido de eruditos religiosos con doble vida, que
incluso buscan en los Santos Evangelios referencias entre líneas que
legitiman la homosexualidad. También revela que el nuncio apostólico en épocas
de dictadura, monseñor Pío Laghi, que solía jugar al tenis durante la
dictadura con Emilio Massera, era gay. Según Martel, Laghi tenía muchas
relaciones sexuales y recurría a taxi boys. "Ese no es el problema, es
una opción que la iglesia tiene que reconocer. El problema es la mentira, y mi
libro es una crítica a eso", advierte.
Martel fue católico hasta los 12 años, pero a
pesar de que ya no conserva la fe, reconoce la importancia de la Iglesia
como movimiento cultural. En un hotel de San Telmo, habla en un inglés
veloz y no tiene pelos en la lengua. "Mi objetivo fue escribir un
buen libro, que le explique a la gente lo que no entiende", dice.
-¿Por qué hay dentro de la Iglesia un doble standard
con respecto a la homosexualidad?
-Es más que un doble standard, es esquizofrenia.
El Papa Francisco señala con esas palabras, doble vida esquizofrénica, a
algunos cardenales. Son homofóbicos porque son gays, y eso no es una
contradicción, es una consecuencia. Quieren esconder su homosexualidad. Es
preciso comprender esto para comprender el Vaticano.
- En lugar de simplemente esconder su homosexualidad,
luchan abiertamente en contra de los derechos de los homosexuales...
-López Trujillo, el cardenal mexicano, enemigo de la
homosexualidad, que decía que no había que usar condones, que no se podía tener
sexo antes del matrimonio, era un gay con muchos amantes, que acosaba a
seminaristas, que frecuentaba a prostitutos a los que golpeaba. Este tipo de
esquizofrenia puede ser una excepción pero existe. López Trujillo era muy influyente
en épocas de Juan Pablo II y Benedicto, que condenaban la
homosexualidad duramente. La realidad es peor que la ficción.
El problema
no es la homosexualidad, es la represión de la sexualidad.
- La homosexualidad, ¿tiene influencia en la política
del Vaticano?
-La consecuencia en la política del Vaticano de la
homosexualidad es descomunal. La homosexualidad es uno de los elementos
clave para entender cómo funciona la Iglesia. Escándalos, doctrina,
muchas cosas están ligadas a la homosexualidad. Pero el problema no es la
homosexualidad, el problema es la represión de la sexualidad, es la sexualidad
que se esconde. La mentira, la doble vida.
- ¿Hay alguna relación entre la homosexualidad y la
pedofilia, como alguna gente cree?
- Quiero ser muy cauto con eso. No hay lazos
entre la homosexualidad y los abusos, porque el abuso generalmente se da en las
familias y las escuelas. Los perpetradores son heterosexuales y las
víctimas, niñas o mujeres. Pero cuando se observa el abuso sexual dentro de la
iglesia, 80 a 85 por ciento de los abusados son niños o hombres o
seminaristas. ¿Por qué? Es una pregunta compleja. Pero el problema no es la
homosexualidad, el problema es la represión. Los sacerdotes gays se odian a sí
mismos, les mienten a los demás pero también se mienten a sí mismos. Son muy
inmaduros. No entienden lo que es la sexualidad, la viven como en los años
'40, '50, están atrasados 50 años. Y el elemento clave es el secreto, el
encubrimiento, porque no están seguros de su sexualidad. Tienen miedo de los
medios, del escándalo, de tener problemas legales con los sacerdotes de sus
parroquias. Así que los protegen. Y no porque ellos lo sean, los protegen
porque tienen temor a que se descubra su propia sexualidad. Hay chantaje
también.
El Papa está
en medio de una guerra civil, el Vaticano está en guerra.
- ¿Qué
opinión tiene de Francisco?
- Cuando vine por primera vez
no me caía bien. Era peronista, un jesuita argentino, viejo. Un día era gay
friendly, al día siguiente era antigay. Un día quería luchar contra el abuso
sexual, al día siguiente protegía a los abusadores, incluso a los condenados.
-¿Y qué explicación hay para eso?
-Está en medio de una guerra
civil. El Vaticano está en guerra. Por un lado hay prelados de extrema derecha,
muy conservadores, como Héctor Aguer, que están obsesionados con la
homosexualidad, que atacan al Papa. Hay muchos como él en otros países. El Papa
está en medio de esta batalla. Así que a veces quiere defender a los gays y
después cambia. Es política. También es típico de los jesuitas. Para ellos, las
cosas son mitad mentira, mitad verdad. Por eso no me gustaba. Pero cuando uno
comprende la lucha en la que está, uno desarrolla afecto por él. Porque es una víctima
de esta confrontación. Y tengo que decir que no me gustaba el cardenal
Bergoglio, pero me gusta más el papa Francisco. Cuando está con una persona gay
individualmente, Francisco es muy amable, aunque haya tenido una postura dura
contra el matrimonio igualitario.
7
EL CÓDIGO MARITAIN
El cardenal Paul Poupard posee una de las mejores
bibliotecas del Vaticano. Cuento dieciocho estanterías de once estantes. Hecha
a la medida, en arco de círculo, cubre las paredes de una enorme sala de
recepción ovalada.
—En total hay más de
15.000 libros —me dice en tono pretencioso el cardenal Poupard, que me recibe
en zapatillas rodeado de sus infolios y sus autógrafos en una de las numerosas
visitas que le hice.
El cardenal francés vive
en el último piso de un palacio adscrito a la santa sede de la Piazza di San
Calisto, en el barrio romano hippie-pijo de Trastevere. El palacio es enorme,
la vivienda también. Unas monjas mexicanas sirven a Su Eminencia, que reina
como un príncipe en su palacio.
Frente a la biblioteca,
el cardenal tiene su retrato en un caballete. Un cuadro de gran tamaño firmado
por una artista rusa, Natalia Tsarkova, para la que también posaron Juan Pablo
II y Benedicto XVI. La representación del cardenal Poupard es majestuosa. Está
sentado en una silla alta, una mano le roza delicadamente la barbilla y la otra
sostiene las hojas de un discurso manuscrito. En el anular derecho lleva un
anillo episcopal adornado con una piedra preciosa de un azul verdoso Veronés.
—La artista me hizo
posar durante cerca de dos años. Quería que fuese perfecto, que todo mi mundo
impregnara el cuadro. Mire esos libros, el birrete rojo, es muy personal —me
dice Poupard. Y añade—: Yo era mucho más joven…
Detrás de este Dorian
Gray, cuyo modelo, extrañamente, parece haber envejecido más deprisa que su
retrato, veo otros dos cuadros colgados de un modo más discreto en la pared.
—Son dos obras de Jean
Guitton, que me las ha regalado —me explica Poupard.
Contemplo esos cuadros
de aficionado. Así como el retrato en el caballete es interesante, los Guitton,
de un azul de estampita, parecen pálidos Chagall.
El cardenal se ayuda de
un escabel verde para alcanzar los libros en su biblioteca panorámica. Lo hace
ahora y me enseña ejemplares de sus libros y un sinfín de separatas de
artículos de revistas teológicas, que forman toda su producción. Tenemos una
larga conversación sobre los autores franceses que me gustan, como Jean
Guitton, Jean Daniélou y François Mauriac. Cuando pronuncio el nombre de
Jacques Maritain el cardenal Poupard se anima, noto en él un estremecimiento de
placer. Se dirige a una estantería para mostrarme las obras completas del
filósofo francés.
—Pablo VI fue quien le
presentó Maritain a Poupard. Era el 6 de diciembre de 1965, me acuerdo muy
bien.
El cardenal habla ahora
en tercera persona. Al principio de nuestra conversación advertí en él una vaga
inquietud: que mi interés se centrase en Maritain más que en la obra ¡tan
considerable! de Poupard; pero ahora entra en el juego sin pestañear.
Hablamos largo y tendido
de la obra de Maritain y de sus relaciones, a veces tormentosas, con André
Gide, Julien Green, François Mauriac y Jean Cocteau, y me percato de que todos
esos escritores franceses de antes de la guerra tenían talento. Y también eran
homosexuales. Todos.
De nuevo estamos ante
los cuadritos de Jean Guitton y Poupard los escudriña como si quisiera
descubrir en ellos algún secreto. Me dice que conserva cerca de doscientas
cartas de él, una correspondencia inédita que seguramente sí esconde muchos
secretos. Delante de las pinturas de Guitton le pregunto a Poupard sobre la
sexualidad de su mentor. ¿Cómo es posible que Maritain, este hombre erudito,
laico y misógino, miembro de la Academia Francesa, se hubiera mantenido casto
durante casi toda su vida, a ejemplo de Maritain, y solo se hubiera casado
tardíamente con una mujer de la que habló muy poco y a la que casi nadie vio,
enviudando precozmente sin tratar de volverse a casar?
El cardenal reprime una
carcajada mefistofélica, vacila, y luego dice:
—¡Jean Guitton estaba
hecho para vivir con una mujer como yo para ser zapatero! —(Está en
zapatillas.) Luego, poniéndose serio y sopesando cuidadosamente sus palabras,
añade—: Todos somos más complicados de lo que se piensa. Las cosas no son en
blanco y negro, son más enrevesadas.
El cardenal, que al
principio estaba tan comedido y reprimido, sin dejar traslucir sus emociones, se
explaya por primera vez.
—Para Maritain y para
Guitton la continencia era su manera de salir del paso, era su apaño. Un viejo
asunto personal.
Ya no dirá nada más. Se
da cuenta de que quizá ha ido demasiado lejos. Y, con una evasiva de su
cosecha, añade con petulancia esta cita que repetirá a menudo en nuestros
frecuentes diálogos:
—Como diría Pascal, mi
autor preferido: «Todo eso es de otro orden».
Para entender el
Vaticano y la Iglesia católica, tanto del tiempo de Pablo VI como de hoy,
Jacques Maritain es una buena puerta de entrada. Poco a poco he ido
descubriendo la importancia de esa farmacopea, de esa contraseña compleja y
secreta, verdadera clave de lectura de Sodoma: el código Maritain.
Jacques Maritain, el
escritor y filósofo francés, falleció en 1973. Hoy el gran público apenas le
conoce y su obra parece pasada de moda. Pero tuvo una influencia considerable
en la vida religiosa europea del siglo xx, sobre todo en Francia y en Italia, y
es un caso emblemático para nuestra investigación.
Los papas Benedicto XVI
y Francisco todavía citan los libros de este converso, y su proximidad con dos
papas, Juan XXIII y Pablo VI, es notoria y reviste un interés especial para
nosotros.
—Pablo VI se consideraba
discípulo de Maritain —me confirma Poupard.
Giovanni Montini, nombre
real del futuro papa, ferviente lector de Maritain desde 1925, tradujo incluso
al italiano el prólogo de uno de sus libros (Tres reformadores: Lutero,
Descartes, Rousseau). Ya proclamado papa, Pablo VI siguió sintiendo un gran
aprecio por el filósofo y teólogo francés y se dice que pensaba «elevarle a la
púrpura», es decir, nombrarle cardenal.
—Me gustaría acabar de
una vez por todas con este rumor. Pablo VI estimaba mucho a Maritain pero nunca
pensó crearlo cardenal —me dijo Poupard, que como muchos otros usa la fórmula
consagrada de «crear cardenal».
Cardenal puede que no,
pero Maritain, sin duda, cautivó a Pablo VI. ¿Cómo explicar esta influencia
insólita? Según las personas a las que pregunté, su relación no fue del orden
de la connivencia o la amistad interpersonal, como en el caso de Pablo VI y
Jean Guitton. El «maritainismo» ejerció una fascinación duradera sobre la
Iglesia italiana.
Hay que decir que el
pensamiento de Maritain, centrado en el pecado y la gracia, ilustra un
catolicismo generoso, cuando no ingenuo. La extrema piedad de Jacques Maritain,
su fe sincera y de una profundidad admirable eran un ejemplo que impresionó a
Roma. La vertiente política de su obra hizo el resto: en la Italia posfascista,
Maritain defendía la idea de que la democracia es la única forma política
legítima, y con ello propició la necesaria ruptura de los católicos con el
antisemitismo y el extremismo de derechas. Esta reconciliación de los
cristianos con la democracia inauguró en Italia una prolongada camaradería
entre el Vaticano y la democracia cristiana.
El antiguo sacerdote de
la curia Francesco Lepore confirma la influencia de Maritain en el Vaticano:
—La obra de Maritain es
lo bastante importante como para que se siga estudiando en las universidades
pontificias. En Italia sigue habiendo «círculos Maritain». Incluso hay una
cátedra Maritain, recién inaugurada por el presidente de la república.
Durante un par de
conversaciones en el Vaticano, el cardenal Giovanni Battista Re, «ministro del
Interior» de Juan Pablo II, me habla de su entusiasmo por Maritain, sumándose
así a otros prelados que han sentido la misma pasión por él:
—En mi vida no me quedó
mucho tiempo para leer. Pero leí a Maritain, a Daniélou, a Congar, La vida
de Cristo de Mauriac. Leí a todos esos autores cuando era muy joven. Para
nosotros el francés era la segunda lengua. Y Maritain era la referencia.
Encuentro la misma
admiración en el cardenal Jean-Louis Tauran, «ministro de Asuntos Exteriores»
de Juan Pablo II, a quien entrevisto en Roma:
—Jacques Maritain y Jean
Guitton tienen mucha influencia aquí, en el Vaticano. Pablo VI les apreciaba
mucho, e incluso durante el pontificado de Juan Pablo II se citaba mucho a
Maritain.
Sin embargo, un
influyente diplomático extranjero destinado a la santa sede relativiza este
atractivo:
—A los católicos
italianos les gusta el lado místico de Maritain y su piedad, pero en el fondo
piensan que es demasiado radical. ¡Ese laico tan exaltado siempre ha
atemorizado a la santa sede!
El vicedecano del colegio
cardenalicio, el francés Roger Etchegaray, a quien visito dos veces en su
mansión de la romana Piazza di San Calisto, abre mucho los ojos cuando
pronuncio el nombre clave:
—Conocí bien a Maritain.
—El cardenal, que durante mucho tiempo fue embajador «volante» de Juan Pablo
II, hace una pausa, me ofrece chocolate y añade, desdiciéndose—: Conocer, lo
que se dice conocer, es imposible. No se puede conocer a alguien. Solo Dios nos
conoce realmente.
El cardenal Etchegaray
me dice que va a llevarse a Maritain a la casa del sur de Francia donde espera
jubilarse, algo que lleva veinte años aplazando. En busca del tiempo perdido,
el cardenal solo se llevará una parte de sus libros: los de Maritain, pues,
pero también los de Julien Green, François Mauriac, André Gide, Henry de
Montherlant y Jean Guitton, que fue íntimo amigo suyo. Todos estos amigos son
sin excepción homófilos u homosexuales.
De pronto Roger
Etchegaray me toma la mano con el afecto piadoso de los personajes de
Caravaggio.
—¿Sabe cuántos años
tengo? —me pregunta el cardenal.
—Creo que sí…
—Tengo 94 años. ¿A que
no se lo cree? 94 años. A mi edad, mis lecturas, mis ambiciones, mis proyectos
son un poco limitados.
La
influencia duradera de Maritain arranca de su reflexión teológica y su
pensamiento político, pero también se nutre de su ejemplo vital. En el centro
del misterio Maritain están su boda con Raïssa, su esposa, y el pacto secreto
que les unió. Detengámonos un instante en anima, noto en él un estremecimiento
de placer. Se dirige a una estantería para mostrarme las obras completas del
filósofo francés.
—Pablo VI
fue quien le presentó Maritain a Poupard. Era el 6 de diciembre de 1965, me
acuerdo muy bien.
El
cardenal habla ahora en tercera persona. Al principio de nuestra conversación
advertí en él una vaga inquietud: que mi interés se centrase en Maritain más
que en la obra ¡tan considerable! de Poupard; pero ahora entra en el juego sin
pestañear.
Hablamos
largo y tendido de la obra de Maritain y de sus relaciones, a veces
tormentosas, con André Gide, Julien Green, François Mauriac y Jean Cocteau, y
me percato de que todos esos escritores franceses de antes de la guerra tenían
talento. Y también eran homosexuales. Todos.
De nuevo
estamos ante los cuadritos de Jean Guitton y Poupard los escudriña como si
quisiera descubrir en ellos algún secreto. Me dice que conserva cerca de
doscientas cartas de él, una correspondencia inédita que seguramente sí esconde
muchos secretos. Delante de las pinturas de Guitton le pregunto a Poupard sobre
la sexualidad de su mentor. ¿Cómo es posible que Maritain, este hombre erudito,
laico y misógino, miembro de la Academia Francesa, se hubiera mantenido casto
durante casi toda su vida, a ejemplo de Maritain, y solo se hubiera casado
tardíamente con una mujer de la que habló muy poco y a la que casi nadie vio,
enviudando precozmente sin tratar de volverse a casar?
El
cardenal reprime una carcajada mefistofélica, vacila, y luego dice:
—¡Jean
Guitton estaba hecho para vivir con una mujer como yo para ser zapatero! —(Está
en zapatillas.) Luego, poniéndose serio y sopesando cuidadosamente sus
palabras, añade—: Todos somos más complicados de lo que se piensa. Las cosas no
son en blanco y negro, son más enrevesadas.
El
cardenal, que al principio estaba tan comedido y reprimido, sin dejar traslucir
sus emociones, se explaya por primera vez.
—Para
Maritain y para Guitton la continencia era su manera de salir del paso, era su
apaño. Un viejo asunto personal.
Ya no
dirá nada más. Se da cuenta de que quizá ha ido demasiado lejos. Y, con una
evasiva de su cosecha, añade con petulancia esta cita que repetirá a menudo en
nuestros frecuentes diálogos:
—Como
diría Pascal, mi autor preferido: «Todo eso es de otro orden».
Para
entender el Vaticano y la Iglesia católica, tanto del tiempo de Pablo VI como
de hoy, Jacques Maritain es una buena puerta de entrada. Poco a poco he ido
descubriendo la importancia de esa farmacopea, de esa contraseña compleja y
secreta, verdadera clave de lectura de Sodoma: el código Maritain.
Jacques
Maritain, el escritor y filósofo francés, falleció en 1973. Hoy el gran público
apenas le conoce y su obra parece pasada de moda. Pero tuvo una influencia
considerable en la vida religiosa europea del siglo xx, sobre todo en Francia y
en Italia, y es un caso emblemático para nuestra investigación.
Los papas
Benedicto XVI y Francisco todavía citan los libros de este converso, y su
proximidad con dos papas, Juan XXIII y Pablo VI, es notoria y reviste un
interés especial para nosotros.
—Pablo VI
se consideraba discípulo de Maritain —me confirma Poupard.
Giovanni
Montini, nombre real del futuro papa, ferviente lector de Maritain desde 1925,
tradujo incluso al italiano el prólogo de uno de sus libros (Tres
reformadores: Lutero, Descartes, Rousseau). Ya proclamado papa, Pablo VI
siguió sintiendo un gran aprecio por el filósofo y teólogo francés y se dice
que pensaba «elevarle a la púrpura», es decir, nombrarle cardenal.
—Me
gustaría acabar de una vez por todas con este rumor. Pablo VI estimaba mucho a
Maritain pero nunca pensó crearlo cardenal —me dijo Poupard, que como muchos
otros usa la fórmula consagrada de «crear cardenal».
Cardenal
puede que no, pero Maritain, sin duda, cautivó a Pablo VI. ¿Cómo explicar esta
influencia insólita? Según las personas a las que pregunté, su relación no fue
del orden de la connivencia o la amistad interpersonal, como en el caso de
Pablo VI y Jean Guitton. El «maritainismo» ejerció una fascinación duradera
sobre la Iglesia italiana.
Hay que
decir que el pensamiento de Maritain, centrado en el pecado y la gracia,
ilustra un catolicismo generoso, cuando no ingenuo. La extrema piedad de
Jacques Maritain, su fe sincera y de una profundidad admirable eran un ejemplo
que impresionó a Roma. La vertiente política de su obra hizo el resto: en la
Italia posfascista, Maritain defendía la idea de que la democracia es la única
forma política legítima, y con ello propició la necesaria ruptura de los
católicos con el antisemitismo y el extremismo de derechas. Esta reconciliación
de los cristianos con la democracia inauguró en Italia una prolongada
camaradería entre el Vaticano y la democracia cristiana.
El
antiguo sacerdote de la curia Francesco Lepore confirma la influencia de
Maritain en el Vaticano:
—La obra
de Maritain es lo bastante importante como para que se siga estudiando en las
universidades pontificias. En Italia sigue habiendo «círculos Maritain».
Incluso hay una cátedra Maritain, recién inaugurada por el presidente de la
república.
Durante
un par de conversaciones en el Vaticano, el cardenal Giovanni Battista Re,
«ministro del Interior» de Juan Pablo II, me habla de su entusiasmo por
Maritain, sumándose así a otros prelados que han sentido la misma pasión por
él:
—En mi
vida no me quedó mucho tiempo para leer. Pero leí a Maritain, a Daniélou, a
Congar, La vida de Cristo de Mauriac. Leí a todos esos autores cuando
era muy joven. Para nosotros el francés era la segunda lengua. Y Maritain era
la referencia.
Encuentro
la misma admiración en el cardenal Jean-Louis Tauran, «ministro de Asuntos
Exteriores» de Juan Pablo II, a quien entrevisto en Roma:
—Jacques
Maritain y Jean Guitton tienen mucha influencia aquí, en el Vaticano. Pablo VI
les apreciaba mucho, e incluso durante el pontificado de Juan Pablo II se
citaba mucho a Maritain.
Sin
embargo, un influyente diplomático extranjero destinado a la santa sede
relativiza este atractivo:
—A los
católicos italianos les gusta el lado místico de Maritain y su piedad, pero en
el fondo piensan que es demasiado radical. ¡Ese laico tan exaltado siempre ha
atemorizado a la santa sede!
El
vicedecano del colegio cardenalicio, el francés Roger Etchegaray, a quien
visito dos veces en su mansión de la romana Piazza di San Calisto, abre mucho
los ojos cuando pronuncio el nombre clave:
—Conocí
bien a Maritain. —El cardenal, que durante mucho tiempo fue embajador «volante»
de Juan Pablo II, hace una pausa, me ofrece chocolate y añade, desdiciéndose—:
Conocer, lo que se dice conocer, es imposible. No se puede conocer a alguien.
Solo Dios nos conoce realmente.
El
cardenal Etchegaray me dice que va a llevarse a Maritain a la casa del sur de
Francia donde espera jubilarse, algo que lleva veinte años aplazando. En busca
del tiempo perdido, el cardenal solo se llevará una parte de sus libros: los de
Maritain, pues, pero también los de Julien Green, François Mauriac, André Gide,
Henry de Montherlant y Jean Guitton, que fue íntimo amigo suyo. Todos estos
amigos son sin excepción homófilos u homosexuales.
De pronto
Roger Etchegaray me toma la mano con el afecto piadoso de los personajes de
Caravaggio.
—¿Sabe
cuántos años tengo? —me pregunta el cardenal.
—Creo que
sí…
—Tengo 94
años. ¿A que no se lo cree? 94 años. A mi edad, mis lecturas, mis ambiciones,
mis proyectos son un poco limitados.
La
influencia duradera de Maritain arranca de su reflexión teológica y su
pensamiento político, pero también se nutre de su ejemplo vital. En el centro
del misterio Maritain están su boda con Raïssa, su esposa, y el pacto secreto
que les unió. Detengámonos un instante en esta relación, que entra de lleno en
nuestro tema. El encuentro de Jacques y Raïssa se produjo, de entrada, con una
espectacular doble conversión al catolicismo: él era protestante y ella judía.
Unidos por un amor loco, su matrimonio no fue ni blanco ni de conveniencia.
Tampoco fue un matrimonio burgués ni de sustitución, aunque es posible que
Maritain hubiera querido huir así de la soledad y de lo que a veces se ha
llamado «la tristeza de los hombres sin mujeres».
En este
sentido, su matrimonio recuerda al de escritores como Verlaine, Aragon y más
tarde Jean Guitton. También trae a la mente el célebre matrimonio de André Gide
con su prima Madeleine, que al parecer no se consumó. «La mujer de Gide había
reemplazado a su madre como polo de disciplina y virtud espiritual hacia el que
siempre había que volver, y sin el cual su otro polo de alegría, de liberación,
de perversión, habría perdido todo su significado», piensa George Painter, el
biógrafo de Gide. El autor de Los sótanos del Vaticanoequilibra la
libertad con la sujeción.
Para
Maritain también hubo dos polos: el de su mujer Raïssa y otro mundo, no de
perversión, sino de «inclinaciones» amistosas. Como no cedió al «Mal», el
diablo le tentó con la virtud de la amistad. Jacques y Raïssa formaron una
pareja ideal, pero sin sexo durante la mayor parte de su vida. Esta
heterosexualidad aparente no era solo una elección religiosa, como se creyó
durante mucho tiempo. A partir de 1912 los Maritain decidieron hacer un voto
mutuo de castidad, que se mantuvo en secreto por largo tiempo. ¿Fue un don a
Dios este sacrificio del deseo carnal? ¿El precio de la salvación? Tal vez. Los
Maritain hablaron de «camaradería espiritual». Dijeron que «querían ayudarse
mutuamente a ir hacia Dios». También se puede ver detrás de esta versión casi
cátara de la relación entre los sexos una elección propia de la época en que
vivieron, la de muchos otros homófilos. Porque entre los que rodearon a
Maritain había un número inimaginable de homosexuales.
Durante
toda su vida Maritain fue el hombre de las grandes «amistades de amor» con las
mayores figuras homosexuales de su siglo: fue el amigo o el confidente de Jean
Cocteau, Julien Green, Max Jacob, René Crevel y Maurice Sachs, pero también de
François Mauriac, escritor siempre metido en el armario, cuyas verdaderas
inclinaciones amorosas, no solo sublimadas, quedaron posteriormente al
descubierto.
En su
casa de Meudon, Maritain y Raïssa recibían continuamente, con grandes muestras
de hospitalidad, a católicos solteros, intelectuales homosexuales y jóvenes
efebos. Con esa gravedad que tanto gusta a sus amistades afeminadas, el
filósofo diserta profusamente sobre el pecado homosexual y exclama «os amo» a
sus jóvenes amigos, llamándoles «hijitos míos», él que ha optado por no tener
relaciones sexuales con su mujer y no tendrá hijos.
La homosexualidad
es una de las ideas fijas de Maritain. El amigo de Pablo VI aborda una y otra
vez este asunto, como revela su correspondencia, hoy publicada. Lo hace,
ciertamente, guardando la distancia, de un modo que podríamos llamar
«ratzingueriano». Maritain pretende salvar a los gais que invita a su cenáculo
de Meudon para protegerlos del «Mal». Odio de sí, seguramente, pero también
desvelo por los demás, con sinceridad y honestidad. Una época.
Este
católico exaltado, contraintuitivo, apenas se interesa por los católicos más
ortodoxos, es decir, por los más heterosexuales. Aunque mantiene una
correspondencia intensa con el jesuita Henri de Lubac, futuro cardenal, y menos
intensa con el escritor Paul Claudel; aunque se relaciona profesionalmente con
Georges Bernanos, por ese lado sus pasiones amistosas son pocas.
En
cambio, a Maritain no se le escapó ninguna gran figura homosexual de su tiempo.
Tenía un gaydar envidiable, como se diría hoy. Es un hecho que Maritain
se especializó en las amistades homófilas so pretexto de traer de regreso a la
fe y la castidad a algunos de los grandes escritores llamados «invertidos» del
siglo xx. Y para evitarles a estos escritores el pecado y quizá el infierno
—porque en esa época la condición homosexual todavía olía a azufre—, Maritain
se propuso cuidarlos, «aclarar su problema», según su expresión, y por tanto
tener un trato asiduo con ellos. Y así fue como André Gide, Julien Green, Jean
Cocteau, François Mauriac, Raymond Radiguet y Maurice Sachs dialogaron con él,
lo mismo que casi todos los grandes autores homosexuales de la época. Él
aprovechaba para tratar de convertirles y convencerles de que fueran castos;
como es sabido, la conversión y la continencia como procedimiento de represión
de esta clase de inclinación fue un gran clásico hasta finales de la década de
1960.
Este
debate tiene muchas implicaciones para nuestro asunto. No se puede entender a
los papas Juan XXIII, Pablo VI y Benedicto XVI, ni a la mayoría de los
cardenales de la curia romana, si no se tiene en cuenta el «maritainismo» como
punto de partida íntimo sublimado. En Italia, donde Maritain y la literatura
católica y homosexual han tenido una influencia considerable, toda la jerarquía
vaticana conoce el tema al dedillo.
Uno de
los principales historiadores de la literatura gay en Italia, el profesor
Francesco Gnerre, que ha publicado textos importantes sobre Dante, Leopardi y
Pasolini, me explica, durante varias entrevistas en Roma, esta singularidad:
—A
diferencia de Francia, que ha tenido a Rimbaud y a Verlaine, a Marcel Proust, a
Jean Cocteau, a Jean Genet y a tantos otros, la literatura homosexual apenas ha
existido en Italia hasta 1968. Se habla realmente por primera vez de
homosexualidad en la portada de los periódicos durante los años setenta, digamos
que con Pasolini. Hasta esas fechas los homosexuales leían a los franceses. Por
lo demás, también sucedía algo parecido con los católicos italianos, que
durante mucho tiempo leyeron a los católicos franceses, tan influyentes aquí.
Pero ¡lo realmente insólito es que sean exactamente los mismos autores!
Entremos
en detalles. Es preciso, porque el secreto de Sodoma se sitúa alrededor de ese
«código Maritain» y de las «batallas» entre Jacques Maritain y cuatro grandes
escritores franceses: André Gide, Jean Cocteau, Julien Green y Maurice Sachs.
Con Gide,
para empezar, el debate es breve. La correspondencia de Maritain con el
protestante Gide, el Diario del segundo y la larga conversación entre
los dos hombres a finales de 1923 ponen de manifiesto que Maritain quiso
disuadir al gran escritor de publicar Corydon, un tratado valiente en el
que Gide se destapa y hace una labor militante a través de cuatro diálogos
sobre la homosexualidad. Maritain acude a su casa para suplicarle, en nombre de
Cristo, que no publique ese libro. También se preocupa por «la salvación de su
alma» tras la confesión de homosexualidad que supondría dicha publicación. Gide
le ve venir, y dado que su norma de vida, fundamento moral de Los alimentos
terrestres, es dejar de resistir a la tentación, no tiene intención de
perder su libertad para ceder al predicador gruñón.
—Me
horroriza la mentira —le responde Gide—. Tal vez es ahí donde se refugia mi
protestantismo. A los católicos no les gusta la verdad.
Maritain
interviene varias veces para impedir que el escritor publique su breve tratado.
Vano intento. Varios meses después de su encuentro, André Gide, que desde hace
tiempo asume su homosexualidad en privado, publica Corydon con su
verdadero nombre. Jacques Maritain y François Mauriac están horrorizados. Nunca
le perdonarán a Gide su coming out.
La
segunda batalla es con Jean Cocteau, y sobre el mismo tema. Hace tiempo que
Cocteau y Maritain son amigos, y la influencia del segundo sobre el joven
escritor converso es más fuerte que la que ejercía sobre el gran escritor
protestante. Además, en la casa de Maritain en Meudon, Cocteau todavía parece
discreto y buen católico. Pero lejos de allí tiene amantes, entre ellos Raymond
Radiguet, y acaba presentándoselo. Extrañamente, el hombre de Meudon, en vez de
rechazar esa relación homosexual visceralmente contra natura, trata de
domesticar al joven amante de Cocteau. Radiguet, prodigio literario con El
diablo en el cuerpo, que morirá poco después, con veinte años, de fiebre
tifoidea, dirá de esa época, con una divertida frase: «Cuando no nos casábamos,
nos convertíamos».
Pero
Maritain vuelve a fracasar. Jean Cocteau da el paso y publica, primero sin
nombre de autor y luego con su verdadera identidad, su Libro blanco, en
el que confiesa su homosexualidad.
—Es un
plan del diablo —le escribe Maritain—. Es su primer acto público de adhesión al
Mal. Acuérdese de Wilde y de su ruina hasta la muerte. Jean, es su salvación lo
que está en juego, es su alma la que debo defender. Entre el diablo y yo,
escoja a quién quiere. Si usted me ama, no publicará ese libro y me dará el
manuscrito para que lo guarde.
—Necesito
amor y hacer el amor a las almas —le contesta Cocteau, con una frase
desafiante.
El
libro blanco se publicó y
la incomprensión entre los dos hombres se agravó, pero su relación de pura
«amistad amorosa», enfriada momentáneamente, se mantuvo contra viento y marea,
como revela su correspondencia.
Durante
una visita reciente al convento de los dominicos de Toulouse, donde Jacques
Maritain pasó los últimos años de su vida, el hermano Jean-Miguel Garrigues me
confirmó que Jean Cocteau siguió visitando a Maritain hasta su muerte, y que
había ido a verle a Toulouse.
La
tercera batalla fue más favorable a Maritain, aunque también terminó con su
derrota frente a Julien Green. Durante cerca de cuarenta y cinco años los dos
hombres mantuvieron una intensa correspondencia.
Su
diálogo, místico y profundamente religioso, se eleva a alturas sublimes. Pero
también en este caso su dinámica está basada en una «herida», la de la
homosexualidad. Julien Green lucha contra su deseo masculino, que ha
experimentado desde su juventud como un peligro difícilmente compatible con el
Amor a Dios. Por su parte, Maritain ha adivinado enseguida el secreto de Green,
aunque no lo menciona de forma explícita durante los primeros decenios de su
correspondencia. Ninguno de los dos habla de la «inclinación» que les corroe y
se andan con rodeos en todos los sentidos.
Maritain,
él mismo converso, admira a Julien Green por su conversión en 1939, resultado
de la «campaña» de un fraile dominico convencido de que el sacerdocio era la
solución a la homosexualidad (después se supo que ese sacerdote también era
gay). Maritain también admira al escritor por su continencia, dictada por su
fe. Pero con el pasar de los años Julien Green evoluciona y da el paso: empieza
destapándose en su obra, que se vuelve abiertamente homosexual (pienso en Sud,
su gran libro), y tampoco oculta su vida amorosa, como revelan su Journal
y los amantes que se le conocen. Maritain no rompe con Green como ha hecho con
Gide. (El Journal intégral de Julien Green sin censurar está en vías de
publicación; según mis informaciones, revela la homosexualidad de Green.)
La cuarta
batalla, también perdida —¡y qué derrota!— es la que le enfrentó con su amigo
sincero y escritor receloso de entreguerras Maurice Sachs. Este judío
convertido al catolicismo es un amigo de Maritain que lo llama «Jacques
querido», pero también un homosexual exaltado. Es piadoso, pero no puede evitar
ser un seminarista escandaloso por culpa de sus amistades especiales y
venenosas. En su novela El sabbat el narrador les cuenta a sus amigos
que ha ido al «seminario» ¡y le preguntan si se trata de un nuevo club homo! El
crítico literario Angelo Rinaldi escribirá a propósito de Maurice Sachs: «Un
abad ora en sotana ora en slip rosa… refugiado en una cabina de sauna donde
pasa días felices de glotón bebé felador». Sachs acabará aspirado por todos los
abismos: después de 1940 este protegido de Jacques Maritain acabará siendo colaboracionista
y pétainista y, pese a ser judío, soplón nazi antes de morir al final de la
guerra, se cree que de un tiro en la nuca que le disparó un SS al borde de una
fosa; un recorrido impensable, en suma.
Estas
cuatro batallas perdidas por Jacques Maritain ponen en evidencia, junto con
otros datos, la obsesión homosexual del filósofo. A mi juicio, la relación de
Maritain con la cuestión gay es más que evidente.
Utilizo
aquí la palabra «gay» a propósito, con un anacronismo deliberado. Aunque deben
preferirse las palabras propias de cada época —y por eso utilizo los conceptos
de «homofilia», «amistad amorosa» e «inclinaciones» cuando hace falta—, a veces
también hay que llamar a las cosas por su nombre. Durante demasiado tiempo, en
los libros de texto, se ha escrito que Rimbaud y Verlaine eran «amigos» o
«compañeros» y todavía hoy leo en los Museos Vaticanos referencias a Antínoo
como «favorito» del emperador Adriano, cuando se trataba de su amante. El uso
anacrónico de la palabra «gay» es aquí políticamente fecundo.
Por
tanto, junto con Cristo y santo Tomás de Aquino, la otra gran preocupación de
la vida de Jacques Maritain es la cuestión gay. Aunque lo más probable es que
practicase poco o nada la homosexualidad, la vivió con la misma inquietud
apasionada que su fe católica. Tal es el secreto de Maritain, y uno de los
secretos más oscuros del sacerdocio católico: la elección del celibato y la
castidad como fruto de una sublimación o una represión.
Porque
¿cómo explicar, sino, que Maritain se relacionara con todos los escritores gais
de su época, si tanto odiaba la homosexualidad? ¿Era homófobo? ¿Era voyeur?
¿Estaba fascinado por sus contrarios, como se ha dicho? Creo que ninguna de
estas suposiciones es realmente convincente. La verdad me parece mucho más simple.
La
confesión de Maritain se encuentra en una carta a Julien Green de 1927. Aquí el
diálogo aparece en frentes invertidos: mientras que Julien Green está
atormentado por el pecado homosexual, es Jacques Maritain quien, en su
correspondencia, parece haber hallado la solución de lo que él llama «este mal
misterioso».
¿Y qué le
propone a Green? La castidad. Frente al «amor estéril» de la homosexualidad,
«que siempre será un mal, un rechazo profundo de la cruz», Maritain defiende la
que a su juicio es «la única solución», el «amor a Dios por encima de todo», es
decir, la abstinencia. El remedio que ofrece a Green, ya preconizado para Gide,
Cocteau y Maurice Sachs, que lo han rechazado, no es otro que el que ha
escogido él con Raïssa: la sublimación del acto sexual con la fe y la castidad.
—El
Evangelio no nos dice en ninguna parte que mutilemos nuestro corazón, pero nos
aconseja que nos hagamos eunucos por el reino de Dios. Es así como la cuestión
se plantea, a mi entender —le escribe a Julien Green.
Solventar
la cuestión homosexual con la castidad, esa forma de castración, para agradar a
Dios: la idea de Maritain, imbuida de masoquismo, es fuerte. Hará escuela en el
Vaticano entre la mayoría de los cardenales y obispos de posguerra. «Ser el rey
de mis dolores», habría dicho Aragon, otro escritor de genio que cantó
ostentosamente en público a «los ojos» de su mujer Elsa mientras corría en
privado detrás de los muchachos.
En una
carta a Cocteau, Maritain hace otra confesión límpida: el amor a Dios es el
único capaz de hacer olvidar los amores terrenales que ha conocido, algo que
«aunque me cueste decirlo, no lo sé por los libros».
¿«No lo
sé por los libros»? Se adivina que la cuestión homosexual fue tórrida en la
juventud de Jacques Maritain, hombre por lo demás afeminado y sensible,
prendado de su madre hasta la caricatura, y que optó por destruir sus cuadernos
de notas íntimas para evitar que sus biógrafos «se aventurasen demasiado» y
descubriesen «algún viejo asunto personal» (en palabras de su biógrafo Jean-Luc
Barré).
—No quise
escribir esa palabra, esa marca, «homosexualidad», en mi biografía de Maritain,
porque todos habrían reducido mi libro a eso —me dice Jean-Luc Barré, su
biógrafo, durante un almuerzo en París—. Pero debería haberlo hecho. Si lo
escribiera hoy, diría las cosas más claras al respecto. No hay duda de que, a
propósito de Maritain, se puede hablar de homosexualidad latente, cuando no
bien real.
El gran
amor de juventud de Jacques Maritain se llamaba Ernest Psichari. Los dos
jóvenes todavía eran adolescentes cuando se conocieron en el liceo Henri IV de
París, en 1899 (Jacques tenía 16 años). Fue un flechazo. No tardó en nacer
entre ellos una «amistad de amor» de una fuerza inimaginable. Su vínculo,
único, indefectible, es una «gran maravilla», le dice Maritain a su madre. A su
padre, Ernest le confiesa: «Ya no concibo la vida sin la amistad de Jacques,
eso sería concebirme sin mí mismo». Esta pasión es «fatal», escribe Maritain en
otra carta.
Hoy
conocemos bien su relación pasional. La correspondencia entre los dos chicos,
publicada recientemente (175 cartas de amor), produce incluso una sensación de
vértigo: «Siento que nuestros dos seres desconocidos se penetran suave, tímida,
lentamente», escribe Maritain; «Ernest, tú eres mi amigo. Solo tú»; «Tus ojos
son faros resplandecientes. Tus cabellos son una selva virgen, llena de
susurros y de besos»; «Te amo, vivo, pienso en ti»; «Vivo en ti, solo en ti»;
«Eres Apolo […]. ¿Quieres partir conmigo a Oriente, allá, a la India? Estaremos
los dos solos en un desierto»; «Te quiero, te abrazo»; «Tus cartas, mi
preciosidad, me deparan un placer infinito y las releo sin cesar. Me enamoro de
cada una de tus letras, de tus a, de tus d, de tus n y de
tus r». Y, lo mismo que Rimbaud y Verlaine, los enamorados firman sus
poemas juntando sus iniciales.
Esta
fusión total con el ser amado ¿se consumó, o permaneció casta? No lo sabemos.
Yves Floucat, filósofo tomista, especialista en la obra de Maritain y de Julien
Green, cofundador del Centre Jacques Maritain, con quien hablo en su casa de
Toulouse, piensa que fue sin duda «una amistad pasional pero casta». Y añade,
aunque naturalmente no hay ninguna prueba de su paso al acto ni de lo
contrario, que fue «un verdadero amor entre personas del mismo sexo». El
hermano Jean-Miguel Garrigues, del convento de los dominicos donde Maritain
pasó el final de su vida, me explica:
—La
relación entre Jacques y Ernest era mucho más profunda que una simple
camaradería. Yo diría que fue cariñosa más que amorosa, en el sentido de
que obedecía más al deseo de ayudar al otro a ser feliz que al apetito afectivo
o carnal. Para Jacques era más del orden del «amistad amorosa» que de la
homofilia, si entendemos la segunda como un deseo de la libido más o menos
sublimado. Ernest, en cambio, tuvo una vida homosexual activa durante años.
En
efecto, hoy está fuera de duda la homosexualidad practicante de Psichari,
confirmada por una biografía reciente, por la publicación de sus «cuadernos de
ruta» y por la aparición de nuevos testimonios. Incluso es una homosexualidad
muy activa, pues tuvo innumerables relaciones íntimas en África (al estilo de
Gide) y recurrió a prostitutos masculinos en la metrópoli hasta su muerte.
En una
correspondencia que ha permanecido mucho tiempo inédita entre Jacques Maritain
y el escritor católico Henri Massis, sus dos mejores amigos reconocen
claramente lahomosexualidad de Psichari. Massis teme incluso que «algún día se
sepa la terrible verdad».
Resulta
que André Gide no dudó en «sacar del armario» a Psichari en un artículo de La
Nouvelle Revue Française de septiembre de 1932. El escritor católico Paul
Claudel, muy apenado por esta revelación, propone un contrataque que ya ha
empleado para Arthur Rimbaud: si Ernest se ha convertido siendo homosexual, es
una victoria maravillosa de Dios. Claudel resume así el argumento: «La obra de
Dios en semejante alma es aún más admirable».
En todo
caso, Ernest Psichari murió en combate a los 31 años, el 22 de agosto de 1914,
herido en la sien por una bala alemana. Jacques se enteró de la noticia varias
semanas después. Según su biógrafo, el anuncio de la muerte de Ernest lo sumió
en el estupor y el dolor. Jacques Maritain no se consoló nunca de la
desaparición del ser amado ni logró olvidar al que fue su gran amor de juventud
—antes que Cristo, antes que Raïssa—. Años después viajó a África siguiendo sus
huellas, mantuvo un trato duradero con la hermana de Ernest y durante la
Segunda Guerra Mundial quiso combatir para «morir como Psichari». Durante toda
su vida Jacques recordó constantemente al ser amado y, habiendo perdido a su
Eurídice, habló del «desierto de la vida» tras la muerte de Ernest. Una pena
que, efectivamente, «no la supo por los libros».
Por
tanto, para entender la sociología tan peculiar del catolicismo, y en concreto
la del Vaticano sobre el asunto que nos ocupa, hay que tener en cuenta lo que
aquí he dado en llamar el «código Maritain».
La
homosexualidad sublimada, cuando no reprimida, se traduce a menudo en la
elección del celibato y la castidad y, con más frecuencia todavía, en una
homofobia interiorizada. La mayoría de los papas, cardenales y obispos que hoy
tienen más de 60 años se formaron en esta atmósfera y este modo de pensar del
«código Maritain».
Si el
Vaticano es una teocracia, también es una gerontocracia. No se puede entender
la Iglesia de Pablo VI a Benedicto XVI, ni siquiera la de Francisco, ni a sus
cardenales, sus costumbres, sus intrigas, partiendo de los modos de vida gay de
nuestros días. Para apreciar su complejidad debemos remontarnos a las matrices
antiguas, aunque nos parezcan de otro tiempo. Un tiempo en que no se era
homosexual, sino «homófilo», en que se diferenciaba la identidad homosexual de
las prácticas que podía generar, un tiempo en que la bisexualidad era
frecuente, un mundo secreto en que los matrimonios de conveniencia eran la
regla y las parejas gais la excepción. Una época en que los jóvenes
homosexuales de Sodoma asumían con alivio la continencia y el celibato
heterosexual del sacerdote.
El
sacerdocio fue una salida natural para unos hombres angustiados por tener
costumbres que suponían antinaturales, de eso no hay duda. Pero las
trayectorias, los modos de vida, variaron mucho entre la castidad mística, las
crisis espirituales, las dobles vidas, a veces la sublimación, la exaltación o las
perversiones. En todos los casos siempre había un sentimiento de inseguridad,
bien descrito por los escritores católicos homosexuales franceses y su
«perpetua vacilación entre los muchachos cuya belleza les condena, y Dios, cuya
bondad les absuelve» (de nuevo palabras de Angelo Rinaldi).
Por eso
el contexto, aunque tenga el atractivo de los debates teológicos y literarios
de otra época, es tan importante en nuestro asunto. Un cura asexuado en los
años treinta puede
convertirse
en homófilo en los años cincuenta y practicar activamente la homosexualidad en
los setenta. Muchos de los cardenales activos en este momento han pasado por
estas tres etapas, la interiorización del deseo, la lucha contra sí mismo y la
homofilia hasta que, un buen día, dejaron de «sublimar» o «superar» su
homosexualidad y empezaron a experimentarla con prudencia, luego con temeridad
o pasión y a veces arrebatadamente. Por supuesto, esos mismos cardenales que
hoy han alcanzado una edad respetable ya casi no «practican», con 75 u 80 años,
pero siguen estando intrínsecamente marcados, quemados de por vida por esa
identidad compleja. Y sobre todo esto: su trayectoria siempre ha tenido un
sentido único, contrariamente a lo que algunos han teorizado: va de la negación
al desafío o, por decirlo en los términos de Sodoma y Gomorra de Marcel
Proust, del rechazo de la «raza maldita» a la defensa del «pueblo elegido». He
aquí otra regla de Sodoma, la novena:
Por lo
general los homófilos del Vaticano evolucionan desde la castidad hacia la
homosexualidad; los homosexuales nunca hacen el camino inverso para volverse
homófilos.
Como ya
señalara el teólogo-psicoanalista Eugen Drewermann, existe «una suerte de
complicidad secreta entre la Iglesia católica y la homosexualidad». Esta
dicotomía me la encontré a menudo en el Vaticano, e incluso podría decirse que
es uno de sus secretos: el rechazo violento de la homosexualidad fuera de la
Iglesia y su valoración, extravagante, dentro de la santa sede. De ahí la
existencia de una especie de «masonería gay» arraigada en el Vaticano, y muy
misteriosa, cuando no invisible, desde fuera.
A lo largo de mi investigación fueron muchos los cardenales,
arzobispos, monsignori y otros sacerdotes que me hablaron con
insistencia de su pasión casi crística por la obra de François Mauriac, André
Gide o Julien Green. Con prudencia, y sopesando sus palabras, me dieron las
claves de su lucha desgarradora, la del «código Maritain». Creo que era su
manera de revelarme, con infinita dulzura y miedo contenido, uno de los
secretos que les atormenta.
Próximo
capítulo:
8
LAS AMISTADES AMOROSAS
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