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ROMA TERMINI
Mohammed está hablando con una chica, con una cerveza en
la mano, una de esas moeufs («mujeres») a la que espera emballer(«seducir»),
como me dirá después, usando palabras de argot árabe francés. Al caer la tarde
en el Twins es happy hour: «With Your Cocktail, a Free Shot» («Un
chupito gratis si pides un cóctel») anuncia, en inglés, un volante que me
pasan.
Mohammed
está sentado en una moto, en la calle, delante del pequeño bar. La moto no es
suya pero la usa, como todos en el barrio, para no pasarse todo el tiempo de
pie. A su alrededor hay un grupo de migrantes: su banda. Se llaman a gritos por
sus nombres, se silban, son agresivos, afectivos y canallas entre ellos, y sus
voces se mezclan con el estrépito de Roma Termini.
Ahora
le veo entrar en Twins, un barecito maravillosamente turbio, en Vía Giovanni
Giolitti, frente a la entrada sur de la estación central de Roma. Quiere
aprovechar el happy hour para invitar a un trago a esa chica de paso.
Por Twins pasan durante toda la noche las clientelas más exóticas, los
migrantes, los toxicómanos, los trans, las prostitutas y prostitutos; todos son
bien recibidos. Si hace falta se puede comprar un bocadillo a las cuatro de la
madrugada, una porción de pizza barata, o bailar un reguetón pasado de moda en
la trastienda. En las aceras de los alrededores la droga circula sin problemas.
De
pronto veo que Mohammed se va, alejándose de la moto y la chica, como si
hubiera recibido una llamada misteriosa. Le sigo con la mirada. Ahora está en
la Piazza dei Cinquecento, en el cruce de la Vía Manin y la Vía Giovanni
Giolitti. Un coche se ha detenido en el borde de la calzada. Mohammed habla con
el conductor, se monta y el vehículo se aleja. Delante del Twins la chica sigue
hablando con otro chico, un rumano, también sentado en una moto. (En este
capítulo se han cambiado todos los nombres de los migrantes.)
«Soy
uno de esos migrantes que defiende el papa Francisco», me confiesa varios días
después Mohammed, sonriendo. Estamos de nuevo en Twins, el cuartel general del
tunecino, que se cita aquí con sus amigos: «Si quieres hablar conmigo, ya sabes
dónde encontrarme, vengo aquí todos los días a eso de las seis de la tarde», me
dirá en otra ocasión.
Mohammed
es musulmán. Llegó a Italia embarcado en una lancha de pesca sin motor,
arriesgando la vida en el Mediterráneo. Le vi por primera vez en Roma, cuando
estaba empezando a escribir este libro. Mantuve el contacto con él durante casi
dos años, antes de perderle de vista. Un día el teléfono de Mohammed no
respondió. «El número marcado no existe», dijo la operadora italiana. No sé lo
que ha sido de él.
Hasta
entonces hablé con él unas diez veces en compañía de uno de mis investigadores,
durante varias horas, en francés, a menudo mientras comíamos. Él sabía que yo
iba a contar su historia.
Cuando
el papa regresó de la isla griega de Lesbos en 2016 llevaba consigo en el avión
tres familias de musulmanes sirios, un símbolo para proclamar su defensa de los
refugiados y su visión liberal de la inmigración.
Mohammed,
que forma parte de esa inmensa ola de refugiados, los últimos quizá que
creyeron en el «sueño europeo», no solo no viajó con el papa, sino que fue
explotado de un modo inesperado que él nunca habría imaginado cuando viajó de
Túnez a Nápoles pasando por Sicilia. Porque aunque este joven de 21 años es
heterosexual, para sobrevivir se vio obligado a prostituirse todas las noches
junto a la estación central Roma Termini. Mohammed es sex worker
(«trabajador sexual»); él me dice «escort» porque como tarjeta de visita
es mejor. Y un hecho aún más extraordinario: los clientes de este musulmán son
sobre todo curas y prelados católicos de las iglesias romanas y vaticanas. «Soy
uno de esos migrantes que defiende el papa Francisco», insiste Mohammed con
ironía.
Para
indagar sobre las relaciones contra natura entre los prostitutos musulmanes de
Roma Termini y los curas católicos del Vaticano, durante tres años entrevisté a
unos sesenta migrantes que se prostituían en Roma (la mayoría de las veces iba
acompañado de un traductor o un investigador).
De
entrada cabe decir que los «horarios» de los prostitutos eran adecuados: por la
mañana temprano y durante el día me reunía con curas, obispos y cardenales en
el Vaticano, que nunca se citaban conmigo después de las seis de la tarde. Por
la noche, en cambio, entrevistaba a los prostitutos, que pocas veces llegaban
al trabajo antes de las siete. Mis entrevistas con los prelados tenían lugar
mientras los prostitutos dormían, y mis entrevistas con los escorts,
cuando los sacerdotes ya se habían ido a la cama. Por tanto, durante las
semanas que pasé en Roma mi agenda se dividía así: cardenales y prelados de
día, migrantes de noche. Acabé dándome cuenta de que esos dos mundos —esas dos
miserias sexuales— en realidad estaban estrechamente imbricados. De que los
horarios de esos dos grupos se solapaban.
Para
introducirme en la vida nocturna de Roma Termini tuve que trabajar en varios
idiomas —rumano, árabe, portugués, español, además de francés, inglés e
italiano—, por lo que tuve que acudir a amigos, a scouts («buscadores»)
y, a veces, a intérpretes profesionales. Investigué en las calles del barrio
romano de Termini con mi investigador Thalyson, un estudiante de arquitectura
brasileño, Antonio Martínez Velázquez, un periodista gay latino llegado de
México, y Loïc Fel, un militante asociativo llegado de París, que conoce bien a
los trabajadores del sexo y a los toxicómanos.
Además
de estos valiosos amigos, a medida que pasaba noches en el barrio de Roma
Termini conocí a varios scouts, generalmente escorts, como
Mohammed, que fueron mis «informadores» y «exploradores» indispensables. A
cambio de una copa o una comida me informaban sobre la prostitución en el
barrio. Escogí tres lugares para nuestros encuentros que les garantizaban
cierta discreción: el café del jardín del hotel Quirinale, el bar del hotelNH
Collection, en la Piazza dei Cinquecento, y el segundo piso del restaurante
Eataly, que todavía hace unos años era un McDonald, delante del cual tenían
lugar justamente los encuentros tarifados gais de Roma.
Mohammed
me cuenta su travesía del Mediterráneo.
—Me
costó 3.000 dinares tunecinos (1.000 euros) —dice—. Trabajé como un condenado
durante meses para reunir esa cantidad. Mi familia también hizo su aportación
para ayudarme. Yo era inconsciente, no tenía la menor idea de los peligros. El
barco de pesca no era nada sólido, me habría podido ahogar.
Dos
amigos suyos, Bilal y Sami, partieron con él de Túnez vía Sicilia y también se
prostituyen en Roma Termini. Hablamos en una «pizzería halal» de la Vía Manin,
delante de un kebab a 4 euros poco apetitoso. Bilal, con un polo de Adidas y el
pelo rapado en un lado, llegó en 2011 después de una travesía en una pequeña
embarcación, una especie de balsa a motor. Sami, de pelo color caoba, cobrizo,
desembarcó en 2009. Viajó en un barco más grande, con 190 personas a bordo, y
le costó 2.000 dinares: más caro que un vuelo en una compañía de bajo coste.
¿Por
qué vinieron?
—Por
la suerte —Mohammed responde con esta extraña frase.
Sami
añade:
—Tenemos
que irnos por la falta de posibilidades.
En
Roma Termini les encontramos metidos en este comercio ilícito con curas de las
iglesias romanas y los prelados del Vaticano. ¿Tienen un protector? Parece que
no tienen ni chulo ni macarra, o muy pocas veces.
Otro
día como con Mohammed en el Pomodoro, en San Lorenzo, el barrio de Vía
Tiburtina. Este restaurante es famoso porque allí cenó Pasolini con su actor
fetiche, Ninetto Davoli, la noche de su asesinato. Un poco más tarde debía
encontrarse, bajo los soportales próximos a la estación Roma Termini, con el
gigoló de 17 años Giuseppe Pelosi, que le mataría. Como en el restaurante Al
Biondo Tevere, donde los dos hombres acudieron después, víctima y verdugo
confundidos en la memoria colectiva, Italia conmemora estas «últimas cenas» de
Pasolini. A la entrada del restaurante se ve el cheque original de la comida
firmado por Pasolini —y sin cobrar—, erigido en trofeo sepulcral, detrás de un
cristal. Si Pelosi encarnaba el ragazzo di vita y el tipo pasoliniano
—una cazadora, vaqueros ceñidos, frente baja, pelo ensortijado y un misterioso
anillo con una piedra roja y la inscripción «United States»—, Mohammed sería
más bien la quintaesencia de la belleza árabe. Es más duro, más macho, más
moreno, tiene la frente alta y el pelo corto, unos ojos azules de bereber, y
apenas sonríe. Nada de anillos (eso sería demasiado femenino). Encarna a su
manera el mito árabe que tanto gustaba a los escritores «orientalistas»
colmados de deseos masculinos.
Este
estilo árabe, que trae recuerdos de Cartago y Salambó, se aprecia mucho hoy en
el Vaticano. Es un hecho: los «curas homosexuales» adoran a los árabes y los
«orientales». Les encanta ese subproletariado migrante, lo mismo que a Pasolini
le encantaban los jóvenes pobres de las borgate, los suburbios romanos.
Las mismas vidas azarosas, las mismasfantasías. Cada cual, cuando viene a Roma
Termini, deja atrás una parte de sí mismo: el ragazzo renuncia a su
dialecto romano, el migrante a su lengua natal. En los soportales ambos tienen
que hablar italiano.
La
relación entre Mohammed y los curas es ya una larga historia. Extraño comercio,
a fin de cuentas, insólito, irracional, que tanto en el lado católico como en
el musulmán no es solo «contra natura», sino incluso sacrílego. No tardé en
descubrir que la presencia de curas en busca de prostitutos en Roma Termini es
un negocio bien montado, una pequeña industria. Concierne a muchos prelados,
incluyendo obispos y cardenales, cuyos nombres se conocen. De estas relaciones
se deduce una regla sociológica destacable, la octava de Sodoma:
En
la prostitución romana entre los curas y los escorts árabes se acoplan
dos miserias: la frustración sexual abismal de los curas católicos hace eco con
la restricción del islam, que pone trabas a los actos heterosexuales de los
jóvenes musulmanes fuera del matrimonio.
—Con
los curas estamos hechos para entendernos —tal es la alucinante conclusión de
Mohammed.
Mohammed
se dio cuenta enseguida de que el sexo era «el gran asunto» y «la única
verdadera pasión» temporal de la mayoría de los curas que iban a buscarle. ¡Qué
en serio se toman su «vicio»! Y este descubrimiento le fascinó por su
singularidad, su animalidad, los intercambios de papeles que sugería, pero
también, desde luego, porque se convirtió en la clave de su modelo económico.
Su pequeña empresa no sabe lo que es la crisis. Mohammed me deja claro que
trabaja solo. Su start-up no depende de ningún proxeneta.
—Me
daría vergüenza, porque sería entrar en un sistema. No quiero convertirme en
prostituto —me asegura, muy serio.
Como
a todos los prostitutos de Roma Termini, a Mohammed le gusta tener clientes
habituales. Le gusta «hacer relaciones», como él dice, tener el teléfono de sus
clientes para «construir algo duradero». A su entender los curas son los
clientes más «fieles». Se enganchan «instintivamente» a los prostitutos que les
gustan y quieren volver a verlos. Mohammed aprecia esta regularidad que, además
de las ventajas económicas, le da una sensación de ascenso social.
—Un
escort es el que tiene clientes fijos. No es un prostituto —insiste el
joven tunecino.
—Bună
ziua.
—Ce
faci?
—Bine!
Foarte bine!
Hablo
con Gaby en su propia lengua y mi rumano rudimentario, que al principio le
sorprendió y ahora parece que le tranquiliza. Yo había vivido durante un año en
Bucarest y aún recuerdo algunas expresiones simples. Gaby, de 25 años, trabaja
en la zona «reservada» a los rumanos.
A
diferencia de Mohammed, Gaby es un inmigrante legal en Italia, ya que Rumanía
forma parte de la Unión Europea. Fue a parar a Roma un poco por casualidad: las
dos principales rutas migratorias, la llamada «de los Balcanes» que arranca en
Europa central y, más allá, en Siria e Irak, y la «del Mediterráneo», seguida
por la mayoría de los migrantes de África y el Magreb, pasan por Roma Termini,
la gran estación central de la capital italiana. Es literalmente el «términus»
de muchas rutas migratorias. Todos se detienen allí.
Siempre
de paso, como la mayoría de los prostitutos, Gaby ya está pensando en
marcharse. Mientras tanto busca un trabajillo «normal» en Roma. Sin una
verdadera formación ni oficio, pocas oportunidades se le presentan. Mientras
tanto, de mala gana, se ha puesto a trabajar con su sexo.
Unos
amigos periodistas de Bucarest ya me habían informado de este fenómeno
desconcertante: Rumanía exportaba sus prostitutos. Periódicos como Evenimentul
zilei hicieron una encuesta, ironizando sobre esta nueva «plusmarca»
rumana: es el primer país europeo exportador de trabajadores del sexo. Según
TAMPEP, una ONG holandesa, cerca de la mitad de los prostitutos de Europa,
hombres y mujeres, son migrantes, y uno de cada ocho es rumano.
Gaby
viene de Iasy. Primero cruzó Alemania, pero como no entendía el idioma y no
conocía a nadie, no se quedó. Después de una temporada en Holanda «muy
decepcionante», fue a parar a Roma, sin dinero pero con la dirección de un
amigo rumano. Este chico, también prostituto, le alojó y le inició en el
«oficio», revelándole el código secreto: ¡los mejores clientes son los curas!
Por
lo general Gaby empieza su turno de trabajo a eso de las ocho de la noche en
Roma Termini y termina a las seis de la madrugada.
—El
prime-time es entre las ocho y las once. La tarde se la dejamos a los
africanos. Los rumanos vienen por la noche. Los mejores clientes prefieren a
los blancos —me dice, con cierto orgullo—. El verano es mejor que el invierno,
cuando hay pocos clientes, pero agosto no es bueno porque los curas están de
vacaciones y el Vaticano está casi vacío.
La
noche ideal, según Gaby, es la del viernes. Los curas salen «de paisano» (es
decir, sin alzacuellos). El domingo por la tarde también es muy provechoso,
según Mohammed, que ese día trabaja sin parar. ¡No hay descanso del séptimo
día! El tedio dominical hace que el barrio de Roma Termini esté siempre
concurrido, antes y después de las vísperas.
Al
principio yo apenas había prestado atención a esos discretos cruces de miradas,
a todos esos movimientos alrededor de las calles Giovanni Giolitti, Gioberti o
Terme di Diocleziano, pero gracias a Mohammed y Gaby soy capaz de interpretar
las señales.
—La
mayoría de las veces les digo a los clientes que soy húngaro, porque no les
gustan los rumanos. Nos confunden con los gitanos —explica Gaby, y noto que esa
mentira le duele, pues como muchos rumanos él odia al vecino y enemigo húngaro.
Todos
los prostitutos del barrio se inventan vidas y fantasmagorías. Uno de ellos me
dice que es español, pero su acento le delata como latinoamericano. Un chico
barbudo de aspecto gitano, que se hace llamar Pittbul, suele presentarse como
búlgaro pero es rumano de Craiova. Otro bajito que no quiere decirme cómo se
llama —llamémosle Shorty— me explica que está allí porque ha perdido su tren;
al día siguiente volveré a encontrármelo.
Los
clientes también mienten y se inventan vidas.
—Dicen
que están de paso, o en viaje de negocios, pero a nosotros no nos engañan; a un
cura se le ve a la legua —comenta Gaby.
Cuando
se acercan a un chico, estos curas usan una fórmula manida a más no poder, pero
que sigue funcionando:
—¡Nos
piden un cigarrillo aunque no fumen! Por lo general ni siquiera esperan a que
les contestemos. Cuando hay cruce de miradas la cosa está clara y nos dicen,
sin más preámbulos: «Andiamo».
Mohammed,
Gaby, Pittbul y Shorty reconocen que a veces son ellos los que dan el primer
paso, sobre todo cuando los curas pasan varias veces delante de ellos pero no
se atreven a abordarles.
—Entonces
yo les ayudo —me dice Mohammed— y les pregunto si quieren hacer café.
«Hacer
café» suena bien en francés; es una expresión propia del vocabulario
aproximativo de los árabes que todavía andan buscando sus palabras.
Durante
los dos primeros años de mi investigación viví en el barrio romano de Termini.
Cada mes alquilaba durante una semana, en promedio, un pequeño apartamento con
Airbnb, unas veces en casa de S., una arquitecta que tenía un estudio
encantador cerca de la basílica de Santa Maria Maggiore, y cuando estaba
completo en los Airbnb de las calles Marsala o Montebello, al norte de la
estación Termini.
A
mis amigos siempre les pareció raro que prefiriera ese barrio de Roma sin alma.
Las inmediaciones del Esquilino, una de las siete colinas de la ciudad, siempre
fueron miserables, es un hecho, pero Termini está hoy en plena «gentrificazione»,
como dicen los romanos usando un anglicismo italianizado. Estos romanos me
aconsejaron que viviera más bien en el Trastevere, cerca del Panteón, en el
Borgo o incluso en Prati, para estar más cerca del Vaticano. Pero yo permanecí
fiel a Termini: es una cuestión de costumbre. Cuando se viaja, se procura crear
una nueva rutina lo antes posible, se buscan referencias. En Roma Termini
estaba al lado de un tren rápido bautizado Leonardo Express que lleva al
aeropuerto internacional de Roma; los metros y autobuses tienen parada en la
estación; por allí, en la Vía Montebello, tengo mi pequeña tintorería y sobre
todo la librería internacional Feltrinelli, cerca de la Piazza della
Repubblica, donde compraba libros y cuadernitos para tomar notas. La literatura
es la mejor compañera de viaje. Y como siempre he pensado que hay tres cosas en
la vida con las que no se debe ahorrar —los libros, los viajes y los cafés
donde te reúnes con amigos—, quise permanecer fiel a esta regla en Italia.
Acabé
«mudándome» de Termini en 2017, cuando me autorizaron a vivir en las
residencias oficiales del Vaticano gracias a un monsignore con buenos
contactos, Battista Ricca, y al arzobispo François Bacqué. Al vivir en la muy
oficial Casa del Clero, un lugar «extraterritorial» situado cerca de la Piazza
Navona, o en otras residencias de la santa sede y más tarde, durante varios
meses, dentro del mismo Vaticano, a pocas decenas de metros de los aposentos
papales, gracias a la invitación interesada de altos prelados, me alejé de
Termini con pesar.
Necesité
varios meses de atenta observación y de entrevistas para entender la sutil
geografía nocturna de los muchachos de Roma Termini. Cada grupo de prostitutos
tiene su lugar, en cierto modo asignado, y su territorio marcado. Este reparto
refleja las jerarquías sociales y toda una gama de precios. Por ejemplo, los
africanos suelen sentarse en la barandilla que hay delante de la entrada
suroeste de la estación. Los magrebíes y a veces loegipcios suelen estar en la
Vía Giovanni Giolitti, en el cruce de la Vía Manin o en los soportales de la
Piazza dei Cinquecento. Los rumanos se ponen cerca de la Piazza della
Repubblica, al lado de las ninfas marinas desnudas de la fuente de las Náyades
o alrededor del Obelisco di Dogali. Por último, los «latinos» se agrupan más al
norte de la plaza, en el Viale Enrico de Nicola o en la Vía Marsala. A veces
hay peleas territoriales entre grupos, y cada cual arregla las cuentas a
puñetazos.
Esta
geografía no es estable y varía con los años, las estaciones o las oleadas de
migrantes. Ha habido un periodo curdo, otro yugoslavo, otro eritreo, en fechas
más recientes la ola de los sirios y los iraquíes, y hoy están llegando a Roma
Termini nigerianos, argentinos y venezolanos. Pero un elemento es muy
constante: hay pocos italianos en la Piazza dei Cinquecento.
En
toda Europa la despenalización de la homosexualidad, la proliferación de bares
y saunas, las app para móviles, las leyes sobre el matrimonio homosexual y la
socialización de los gais tienden a reducir el mercado de la prostitución
masculina callejera. Con una excepción: Roma. La explicación es muy sencilla:
los curas mantienen activo este mercado cada vez más anacrónico en los tiempos
de Internet. Y por motivos de anonimato buscan sobre todo migrantes.
En
Roma Termini el «servicio» no tiene precio fijo. En el mercado de los bienes y
servicios, el precio del acto sexual está actualmente en mínimos. Hay demasiados
rumanos disponibles, demasiados africanos sin papeles, demasiados travestis
latinos para que pueda subir. Mohammed cobra un promedio de 70 euros por
servicio, Shorty pide 50 euros a condición de que el cliente pague la cama,
Gaby y Pittbul no suelen negociar el precio antes, señal de temor a los
policías de paisano e indicio de miseria y dependencia económica.
—Cuando
la cosa termina pido 50 euros si no me proponen nada. Si me proponen 40, pido
10 más, y a veces me tengo que conformar con 20, si es un roñoso. Sobre todo,
no quiero problemas, porque vengo aquí todas las noches —me dice Gaby.
No
dice que debe mantener una «reputación», pero capto la idea.
—Tener
un cliente fijo es lo que todos buscan aquí, pero no es fácil —señala Florín,
un prostituto rumano que viene de Transilvania y habla un inglés fluido.
Conocí
a Florín y a Christian en Roma en agosto de 2016 con mi researcher
Thalyson. Ambos tienen 27 años y viven juntos, me dicen, en un cuchitril de las
afueras de la ciudad.
—Me
crie en Brasov —dice Christian—. Estoy casado y tengo un hijo. ¡Tengo que
alimentarlo! Les he dicho a mis padres y a mi mujer que soy bar tender
(«camarero») en Roma.
Florín
les ha dicho a sus padres que trabaja «en la construcción» y me dice que gana
«en quince minutos lo que ganaría trabajando diez horas en una obra».
—Trabajamos
en los alrededores de la Piazza della Repubblica. Es una plaza para la gente
del Vaticano. Aquí todos lo saben. Los curas nos montan en el coche. Nos llevan
a su casa o, las más de las veces, a un hotel —me dice Christian.
A
diferencia de otros prostitutos con los que he hablado, Christian dice que no
tiene dificultad para alquilar una habitación.
—No
tengo ningún problema. Pagamos. No pueden negarse. Tenemos carné de identidad,
todo está en regla. Y aunque a los dueños del hotel no les haga gracia que dos
hombres alquilen una habitación para una hora, no pueden hacer nada.
—¿Quién
paga el hotel?
—Ellos,
claro está —replica Christian, sorprendido por la pregunta.
Christian
me cuenta la cara oscura de las noches oscuras de Roma Termini. La lubricidad
de los religiosos supera todos los límites y llega al abuso, según todos los
testimonios recogidos.
—Un
cura quiso que le mease encima. Otros quieren que nos vistamos de mujer, de
travestis. Otros tienen prácticas sadomasoquistas de lo más repugnante. —Me da
detalles—. Un cura quiso que hiciéramos un combate de boxeo conmigo desnudo.
—¿Cómo
sabes que son curas?
—¡Tengo
mucho oficio! Los identifico enseguida. Los curas están entre los clientes más
asiduos. Se nota por las cruces cuando se desnudan.
—Pero
muchas personas llevan una cruz o una medalla de bautismo.
—No,
no es una cruz como esas. Se les reconoce de lejos, incluso cuando se visten de
civil. Se nota por sus ademanes, mucho más reservados que los de los otros
clientes. No están en la vida… Son desdichados —prosigue Christian—. No viven,
no se quieren. Sus maniobras de aproximación, su jueguecito, con el móvil en la
oreja para darse aires, para fingir una vida social cuando en realidad no hablan
con nadie. Todo eso me lo sé de memoria. Y sobre todo, tengo los fijos. Los
conozco. Hablamos mucho. Se confiesan conmigo. Yo también tengo una cruz
colgada del cuello, soy cristiano. ¡Eso une! ¡Se sienten más seguros con un
ortodoxo, les tranquiliza! Les hablo de Juan Pablo II, que me gusta mucho como
rumano que soy. Lo sé todo de ese papa. Además, un italiano casi nunca nos
lleva a un hotel. Los únicos que nos llevan al hotel son los curas, los
turistas y los policías.
—¿Policías?
—Sí,
tengo clientes que son policías… pero prefiero a los curas. Cuando vamos al
Vaticano nos pagan muy muy bien porque son ricos…
Los
chicos de Roma Termini no son nunca muy precisos sobre esos clientes de altos
vuelos, pero el barrio conserva el recuerdo de los paseos al Vaticano. Más de
uno me ha hablado de estas fiestas del viernes por la noche, «cuando un chófer
venía a buscar a los prostitutos con un Mercedes y los llevaba al Vaticano»,
pero ninguno ha hecho personalmente ese viaje a la santa sede «con chófer» y
tengo la impresión de que todos hablan de oídas. La memoria colectiva de los
chicos de Termini repite esta historia sin que haya manera de saber si ha
existido alguna vez.
De
todos modos, Christian me dice que ha acompañado a un cura al Vaticano tres
veces y un amigo suyo rumano, Razvan, que se ha unido a la conversación, dice
que ha ido una vez.
—Si
vamos al Vaticano y nos ha llamado un pez gordo, nos pagan mucho mejor. Ya no
son los 50-60 euros, sino más bien los 100-200. Todos tenemos ganas de atrapar
un pez gordo.
Christian
continúa:
—La mayoría de los curas y las personas del
Vaticano quieren a los fijos. Es menos visible y menos arriesgado para ellos,
ya no tienen que venir a buscarnos aquí, a la Piazza della Repubblica, a pie o
en coche, ¡basta con que nos manden un SMS!
Con
aire pícaro, Christian alardea de su lista de contactos y va pasando los
números de móvil. La lista es infinita. Cuando habla de ellos dice «mis
amigos». Florín se ríe de él:
—¡Llamas
«mis amigos» a unas personas que has conocido dos horas antes! Entonces ¡son fast-friends,
lo mismo que hay fast-food!
Muchos
de los clientes de Christian probablemente le habrán dado nombres falsos, pero
los números son auténticos. Y me digo que si se publicara esta enorme lista de
números de móviles de religiosos, ¡la Conferencia Episcopal Italiana saltaría
por los aires!
¿Cuántos
son los sacerdotes «acompañados» que acuden regularmente a Termini? ¿Cuántos
prelados closeted y monsignori unstraightsacuden a calentarse con
esos soles de Oriente? Los trabajadores sociales y los policías aventuran
cifras: decenas cada noche, cientos cada mes. Los prostitutos, más
jactanciosos, hablan de miles. Todos valoran de más o de menos este mercado
invaluable. En realidad nadie lo sabe.
Christian
quiere dejarlo.
—Aquí
soy un veterano. No es que sea viejo, solo tengo veintisiete años, pero me doy
cuenta de que ya no funciona. Muchas veces, cuando pasan los curas, me saludan:
«Buongiorno»… pero pasan de largo. Cuando un joven llega a Termini, es
la novedad. Todos quieren estar con él. Es el jackpot («premio»). Está
muy solicitado. Puede ganar mucho dinero si se lo propone. Pero para mí ya es
demasiado tarde. Voy a volver en septiembre. Se acabó.
Con
mis investigadores Thalyson, Antonio, Daniele y Loïc, visitamos los hoteles de
Termini durante varias noches. Es una geografía llena de sorpresas, y el hecho
de que sea por las alturas la hace aún más fabulosa.
En
Roma Termini hemos contado más de un centenar de pensiones y hoteles situados
en pisos de las calles Principe Amedeo, Giovanni Amendola, Milazzo y Filippo
Turati. Aquí las estrellas no tienen mucho sentido: con dos estrellas puede ser
una pensión cutre, y de una que se anuncia como «todo confort», con una
estrella, dan ganas de echar a correr. Descubrí que a veces las pensiones de
prostitutas ponen anuncios en Airbnb para llenar las habitaciones que tienen
vacías: una privatización al margen de la ley… Les preguntamos a varios
gerentes y responsables de establecimientos sobre la prostitución y en varias
ocasiones tratamos de alquilar habitaciones «por horas» para ver cómo
reaccionan.
Un
bangladesí musulmán treintañero que regenta una pensión pequeña en la Vía
Principe Amedeo, considera que la prostitución es «el azote del barrio».
—Si
vienen preguntando precios por horas, les rechazo. Pero si cogen una habitación
para toda la noche, no puedo echarles. La ley me lo prohíbe.
En
los hoteles de Roma Termini, incluidos los más guarros, no es raro que los
gerentes hayan declarado la guerra a los prostitutos ¡sin percatarse de que así
espantan una clientela más respetable, los curas! Ponen digicódigos a la
entrada, contratan vigilantes nocturnos intransigentes, instalan cámaras de
vigilancia en las entradas, en los pasillos, hasta en las escaleras de
incendios y los patios interiores, «que los chaperos usan a veces para meter a
sus clientes sin que pasen por la recepción» (según Fabio, romano de pura cepa,
treintañero, vagamente marginal, que trabaja en negro en una de estas
pensiones). Los carteles de «Area videosorvegliata» que he visto a
menudo en estos establecimientos asustan, por principio, a los religiosos.
Es
frecuente que a los prostitutos migrantes les pidan los papeles para tratar de
quitárselos de encima, o que multipliquen por dos el precio de la habitación
(Italia todavía es uno de esos países arcaicos donde a veces se paga la noche
en función del número de ocupantes). Después de haber intentado por todos los
medios evitar este trajín, los gerentes acaban a veces echando con insultos («Fanculo
i froci!») a los que han llevado un cliente a su habitación individual.
—Aquí,
por la noche, se ve de todo —me dice Fabio—. Muchos chaperos no tienen papeles,
de modo que se los pasan, se los prestan. Una vez vi entrar a un blanco con
papeles de un negro. ¡Eso ya es pasarse! Pero hacemos la vista gorda y les
dejamos.
Según
Fabio no es raro que un gerente prohíba la prostitución en uno de sus
establecimientos pero la fomente en otro. Entonces da la tarjeta de visita del
hotel alternativo y, con mucho disimulo, recomienda a la pareja efímera una
dirección mejor. A veces el gerente se preocupa de la seguridad del cliente y,
para controlar a los sujetos peligrosos, guarda el carné de identidad del
prostituto en la recepción hasta que baje con su maromo para asegurarse de que
no ha habido violación ni violencia. ¡Una vigilancia que sin duda ha evitado
varios escándalos eclesiásticos extras!
En
Roma Termini el turista de paso, el visitante, el burgués italiano, a falta de
un ojo experto, tienen una visión superficial. Solo ven los alquileres de vespas
y las ofertas a tarifa reducida de recorridos en autobuses de dos pisos. Pero
aquí, detrás de estos carteles tentadores para visitar el Monte Palatino,
existe otra vida, en los pisos de las pensiones de Roma Termini, que no es
menos tentadora.
En
la Piazza dei Cinquecento observo el trajín de los chicos y los clientes. Ese
ajetreo no es nada sutil, ni los clientes son muy lucidos. Muchos de ellos
pasan en coche, con la ventanilla abierta, titubean, dan media vuelta,
retroceden y finalmente se llevan a los jóvenes escorts en una dirección
desconocida. Otros van a pie, con paso inseguro, y terminan su diálogo bíblico
en una de las pensiones cutres del barrio. Aquí viene uno más arrogante y
seguro de sí mismo: ¡cualquiera diría que es un misionero obrero en África! ¡Y
este otro, por su modo de observar a los animales, da la impresión de que está
en un safari!
Le
pregunto a Florín, el prostituto rumano cuyo nombre recuerda a la antigua
moneda de los papas del tiempo de Julio II, si ha visitado los museos, el
Panteón, el Coliseo.
—No,
solo he visitado el Vaticano, con clientes. No puedo pagar doce euros para
visitar un museo… Normal.
Florín
tiene una barbita corta «de tres días» y se la cuida porque forma parte, según
me dice, de su «poder de atracción». Tiene ojos azules y pelo repeinado y
engominado «con gel Garnier». Me dice que quiere «tatuarse el Vaticano en el
brazo, porque es muy bonito».
—A
veces los curas nos pagan vacaciones —me explica Florín—. Yo fui tres días con
un religioso. Lo pagó todo. Normal. También hay clientes —añade— que nos
alquilan regularmente, todas las semanas, por ejemplo. Pagan una especie de
abono. ¡Y les hacemos un descuento!
Le
hago a Gaby la misma pregunta que a los demás: cuáles son los elementos que le
permiten saber que está con un cura.
—Son
más discretos que los demás. En el aspecto sexual, son lobos solitarios. Tienen
miedo. Nunca dicen palabrotas. Y por supuesto siempre quieren ir a un hotel,
como si no tuvieran casa: esa es la señal, se les reconoce por eso. —Y añade—:
Los curas no quieren italianos. Están más a gusto con personas que no hablan
italiano. Quieren migrantes porque es más fácil, es más discreto. ¿Ha visto a
algún migrante denunciar a alguien en una comisaría?
Gaby
prosigue:
—Tengo
curas que me pagan solo para dormir conmigo. Hablan de amor, de historias de
amor. Tienen una ternura delirante. ¡Parecen modistillas! Me reprochan que les
beso mal, y esos besos parecen importantes para ellos. Luego están los que
quieren «salvarme». Los curas siempre quieren ayudarnos, «sacarnos de la
calle»…
He
oído suficientes veces esta observación como para pensar que se basa en
experiencias reales y repetidas. Los curas se enamoran instantáneamente de su
migrante, a quien ahora susurran al oído, en broken english, un «I
luv you» —expresión en jerga estadounidense para no decirlo bien, lo mismo
que se jura diciendo «Oh my Gosh» en vez de blasfemar diciendo «Oh my
God»—. Los prostitutos, a menudo, se quedan pasmados con los excesos de
ternura de los curas, con su ansia de amor; ¡decididamente su travesía del
Mediterráneo está llena de sorpresas!
Y
yo me pregunto con ellos: ¿los curas se enamoran de sus chaperos más que los
otros hombres? ¿Por qué tratan de «salvar» a los prostitutos de los que se
aprovechan? ¿Será un residuo de moral cristiana que les humaniza cuando
traicionan su voto de castidad?
Florín
me pregunta si en Francia los hombres pueden casarse entre sí. Le contesto que
sí, que el matrimonio entre personas del mismo sexo está autorizado. Él no ha
pensado mucho en eso, pero en el fondo le parece «normal».
—Aquí
en Italia está prohibido. A causa del Vaticano y porque es un país comunista.
Florín
remata todas sus afirmaciones con la palabra «normal», pese a que su vida es
cualquier cosa menos normal.
Lo
que me impresiona de estas frecuentes charlas con Christian, Florín, Gaby,
Mohammed, Pittbul, Shorty y tantos otros es que no juzgan a los curas con los
que se acuestan. No les crea problemas de moral ni de culpabilidad. Si un imán
fuera gay, los musulmanes se escandalizarían; si un pope fuera homosexual, a
los rumanos les parecería raro; pero les parece «normal» que unos curas
católicos recurran a la prostitución. En todo caso, para ellos es una ganga. El
pecado no les concierne. Mohammed quiere dejar claro que él siempre es «activo»,
lo que, al parecer, le tranquiliza sobre la gravedad de su pecado en el islam.
—¿Un
musulmán puede acostarse con un cura católico? Esa pregunta se puede plantear
cuando se tiene elección —añade Mohammed—. Pero yo no tengo elección.
Otra
noche me encuentro con Gaby en la Agenzia Viaggi, un cibercafé de la Vía Manin
(hoy cerrado). Unos treinta prostitutos rumanos chatean en Internet con sus
amigos y familiares de Bucarest, Constanza, Timisoara o Cluj. Hablan por Skype
o WhatsApp y actualizan su cuenta de Facebook. En la biografía en línea de
Gaby, mientras él charla con su madre, leo: «Life lover» en inglés, y
«Vive en Nueva York».
—Le
cuento cómo es mi vida aquí. Ella está muy contenta de que visite Europa:
Berlín, Roma, dentro de poco Londres. Noto que me tiene un poco de envidia. Me
hace muchas preguntas y se alegra mucho por mí. Por supuesto, no sabe a qué me
dedico. Nunca se lo diré.
(Como
los otros chicos, Gaby usa lo menos posible conmigo las palabras «prostituto» o
«prostituirse» y prefiere las metáforas o las imágenes.)
Mohammed
me dice más o menos lo mismo. Él acude a un cibercafé llamado Internet Phone,
en la Vía Gioberti, y le acompaño. Llamar a su madre por Internet, como él hace
varias veces por semana, cuesta 50 céntimos el cuarto de hora o 2 euros la
hora. Llama a su madre delante de mí, vía Facebook. Habla con ella diez minutos
en árabe.
—Yo
soy sobre todo Facebook. Mi madre se maneja mejor con Facebook que con Skype.
Acabo de decirle que todo va bien, que tengo trabajo. Qué contenta se ha
puesto. A veces me dice que le gustaría que volviera. Que estuviera allí,
aunque fuera unos minutos. Me dice: «Vuelve un minuto, un minuto nada más, para
que te vea». Me dice: «Tú eres toda mi vida».
Regularmente,
como para hacerse perdonar su ausencia, Mohammed manda un poco de dinero a su
madre vía Western Union (denuncia sus comisiones abusivas; le recomiendo
PayPal, pero no tiene tarjeta de crédito).
Mohammed
sueña con volver «algún día». Se acuerda de la línea de TGM, tan arcaica ella,
el trenecito que va de Tunis Marine a La Marsa, con sus paradas de leyenda cuya
lista me recita en voz alta, recordando los nombres de las estaciones en orden:
Le Bac, La Goulette, L’Aéroport, Le Kram, Carthage-Salammbo, Sidi Bousaïd, La
Marsa.
—Añoro
Túnez. Mi madre me pregunta muchas veces si paso frío. Le digo que me pongo un
gorro y que también tengo una capucha. Porque aquí en invierno hace un frío que
pela. Ella se lo figura, pero no imagina el frío que puede hacer aquí.
No
todos los árabes que conoce Mohammed en Roma han optado por la prostitución.
Varios amigos suyos prefieren la venta de hachís y de cocaína (la heroína,
demasiado cara, parece ausente del barrio, según todos los prostitutos con los
que he hablado, y el éxtasis solo llega de forma marginal).
¿La
droga? No es para Mohammed. Su argumento es irreprochable:
—La
droga es ilegal y me arriesgaría mucho. Si me meten en la cárcel, mi madre lo
descubriría todo. No me lo perdonaría nunca. Lo que hago en Italia es
completamente legal.
Sobre
el escritorio de Giovanna Petrocca hay dos crucifijos colgados de la pared. Al
lado, en una mesa, unas fotos donde ella posa junto al papa Juan Pablo II.
—Es
mi papa —me dice Petrocca, sonriendo.
Estoy
en la comisaría central de Roma Termini y Giovanna Petrocca dirige esta
importante oficina de policía. Tiene el grado de comisario; en italiano, su
título, tal como figura en la puerta del despacho, es: «Primo dirigente,
commissariato di Polizia, Questura di Roma».
Es
una cita concertada oficialmente por el servicio de prensa de la dirección
central de policía italiana, y Giovanna Petrocca contesta a todas mis preguntas
sin rodeos. La comisaria es una gran profesional que conoce perfectamente el
tema. Es evidente que la policía conoce muy bien, con todos sus detalles, la prostitución
de Roma Termini. Petrocca me confirma la mayoría de mis suposiciones y, sobre
todo, corrobora lo que me han dicho los prostitutos. (En este capítulo también
utilizo información del teniente coronel Stefano Chirico, que dirige la oficina
antidiscriminación de la Direzione Centrale della Polizia Criminale, el cuartel
general de la policía nacional que se encuentra en el sur de Roma al que
también acudí.)
—Roma
Termini tiene una larga historia de prostitución —me explica la comisaria
Giovanna Petrocca—. Se da por oleadas, según las migraciones, las guerras y la
pobreza. Cada nacionalidad se agrupa por su idioma, es muy espontáneo, un poco
salvaje. La ley italiana no castiga la prostitución individual, de modo que
solo se intenta contener el fenómeno, limitar su expansión. Y, por supuesto, se
deben respetar las reglas: nada de obscenidades o atentados al pudor en la
calle, nada de prostitución con menores, nada de drogas y nada de proxenetismo.
Eso está prohibido y se sanciona con dureza.
Petrocca,
licenciada en leyes por la Universidad de La Sapienza, después de haber
patrullado durante años por las calles, se incorporó a la nueva unidad de la
policía judicial especializada en la lucha contra la prostitución, creada en
2001, donde trabajó trece años hasta acceder a la dirección. A lo largo de los
años ha podido seguir los cambios demográficos de la prostitución: las mujeres
albanesas prostituidas a la fuerza por las mafias; la llegada de moldavas o
rumanas y el proxenetismo organizado; la ola nigeriana, a la que llama
«medieval», porque las mujeres se prostituyen cumpliendo reglas tribales y
preceptos del vudú. Vigila los pisos de masaje con final feliz, una
especialidad de los chinos, prostitución más difícil de controlar porque tiene
lugar en casas privadas. Conoce los hoteles por horas de Roma Termini y, por
supuesto, lo sabe todo de la prostitución masculina en el barrio.
Con
una precisión científica, la comisaria me detalla los casos recientes, los
homicidios, los lugares donde se prostituyen los travestis, que son distintos
de los transexuales. Pero Giovanna Petrocca (traducida por Daniele Particelli,
mi investigador romano) no quiere dramatizar la situación. A su juicio Roma
Termini es un lugar de prostitución como cualquier otro, semejante a todos los
barrios que rodean las grandes estaciones de Italia, como las de Nápoles o
Milán.
—¿Qué
podemos hacer? Controlamos las actividades en la vía pública y hacemos
inspecciones aleatorias, un par de veces por semana, en las pensiones del
barrio de Roma Termini. Aceptar oficialmente prostitutas es un delito, pero en
Italia alquilar una habitación por horas es legal. Por tanto, intervenimos si
descubrimos que hay proxenetismo organizado, drogas o menores.
Giovanna
Petrocca no tiene prisa y hablamos de los tipos de droga que circulan en el
barrio, de las pensiones que he visitado y que ella también conoce. Pocas veces
he conocido a un funcionario de policía tan competente, tan profesional y bien
informado. No hay duda de que Roma Termini está «bajo control».
Aunque
la comisaria no habló conmigo on the record sobre la importancia de los
curas en la prostitución de Roma Termini, otros policías y guardias sí lo
hicieron con todo lujo de detalles fuera de su comisaría. En este capítulo, y
también en el resto del libro, recurro con frecuencia a las informaciones
procedentes de la asociación Polis Aperta, que cuenta con cientos de militares,
carabinieri y policías LGBT italianos. En Roma, Castel Gandolfo, Milán,
Nápoles, Turín, Padua y Bolonia muchos de sus miembros, en especial un teniente
coronel de carabinieri, me han descrito la prostitución de Roma Termini
y, en general, la vida sexual tarifada de los eclesiásticos. (En algunos casos
también utilizo datos y estadísticas anonimizados del SDI, el banco de datos
común de las fuerzas del orden italianas, sobre denuncias, delitos y crímenes.)
Estos
policías y carabinieri me confirman la abundancia de sucesos que
implican a eclesiásticos: curas atracados, robados o violados, curas detenidos,
curas asesinados también, en esos lugares de prostitución sin homologar. Me
describen los chantajes, los vídeos sexuales, el porno de venganza católico y
los innumerables «vicios» del clero. Estos religiosos, aunque sean las
víctimas, rara vez denuncian, pues el precio de hacer una declaración en la
comisaría sería demasiado alto. Solo se deciden en los casos más graves. La
mayoría de las veces callan, se esconden y vuelven a su residencia en silencio,
cargando con su vicio y ocultando sus moratones.
También
hay homicidios, infrecuentes pero que acaban por salir a la luz. En su libro Omocidi
(Homocidio), el periodista Andrea Pini revela el importante número de
homosexuales asesinados por prostitutos en Italia, sobre todo a raíz de
encuentros anónimos en locales nocturnos. Entre ellos, según fuentes policiales
coincidentes, los curas están sobrerrepresentados.
Francesco
Mangiacapra es un escort napolitano de lujo. Su testimonio es crucial
porque, a diferencia de los otros prostitutos, acepta hablar conmigo con su
verdadero nombre. Este jurista, que aunque es un poco paranoico sabe por dónde
se anda, ha confeccionado largas listas de curas gais que han recurrido a sus
servicios en la región de Nápoles y en Roma. Este banco de datos insólito
recoge, a lo largo de varios años, fotos, vídeos y sobre todo identidades de
los implicados. Cuando comparte conmigo estas informaciones masivas y
confidenciales salgo de la entrevista cualitativa y anónima, como sucedía en
las calles de Roma Termini, para entrar en lo cuantitativo. Ahora tengo pruebas
tangibles.
A
Mangiacapra me lo presentó Fabrizio Sorbara, un dirigente de la asociación
Arcigay de Nápoles. Hablo con él varias veces en Nápoles y Roma, acompañado de
Daniele y el activista e intérprete René Buonocore.
Con
su camisa blanca abierta en el torso, el cabello fino de un bonito color
castaño y la cara afilada y cuidadosamente mal afeitada, el joven es seductor.
Nuestro primer contacto es prudente, pero Mangiacapra coge confianza enseguida.
Sabe muy bien quién soy, porque meses antes asistió a una conferencia que
pronuncié en el Institut Français de Nápoles cuando se publicó en Italia el
libro Global Gay.
—No
empecé a ejercer este oficio por el dinero, sino para conocer mi valor. Soy
licenciado en derecho por la célebre universidad Federico II de Nápoles, y
cuando me puse a buscar trabajo todas las puertas se cerraban. Aquí, en el sur
de Italia, ya no hay empleo, no hay oportunidades. Mis compañeros de curso
hacían pasantías humillantes en bufetes de abogados, donde les explotaban por
400 euros mensuales. Mi primer cliente, lo recuerdo bien, era un abogado. ¡Me
pagó por 20 minutos lo que les pagaba a sus becarios por dos semanas de
trabajo! En vez de vender mi mente por poco dinero prefiero vender mi cuerpo
por mucho más.
Mangiacapra
no es un escort cualquiera. Es un prostituto italiano político, que se
expresa, como he dicho, con su verdadero nombre y a cara descubierta, sin
avergonzarse. La fuerza de su testimonio me dejó impresionado.
—Conozco
mi valor y el valor del dinero. Gasto poco, ahorro todo lo que puedo. Se suele
pensar —añade el joven— que la prostitución es dinero fácil y rápido. No. Es
dinero ganado con mucha dificultad.
Francesco
Mangiacapra no tardó en descubrir un filón que nunca habría imaginado. La
prostitución con curas gais.
—La
cosa empezó del modo más normal. Tuve clientes curas que me recomendaron a
otros curas, y esos me invitaron a veladas en las que seguí conociendo a curas.
No se trata de ninguna red, ni de orgías, como creen algunos. Eran curas
normales y corrientes que me recomendaban, sin más, a otros amigos curas.
Las
ventajas de esta clase de clientes no tardaron en aparecer: la fidelidad, la
constancia y la seguridad.
—Los
curas son la clientela ideal. Son fieles y pagan bien. Si pudiera, solo
trabajaría para ellos. Siempre les doy prioridad. Como estoy muy solicitado,
tengo la suerte de poder escoger a mis clientes, a diferencia de los otros
prostitutos que, en cambio, son ellos los elegidos. Tampoco diría que soy feliz
con este trabajo, pero miro a los otros prostitutos, a los otros estudiantes
que no tienen trabajo, y me digo que al fin y al cabo tengo suerte. Si hubiera
nacido en otro lugar o en otro tiempo, habría recurrido a mis títulos y a mi
inteligencia para hacer otra cosa. Pero en Nápoles la prostitución es el oficio
más accesible que he podido encontrar.
El
joven tose. Noto una fragilidad. Es endeble. Sensible. Dice que actualmente
tiene «treinta curas fijos», clientes de los que está seguro que son curas, y
muchos otros sobre los que tiene dudas. Desde que empezó a prostituirse ha
tenido «cientos de curas», asegura.
—Los
curas se han vuelto mi especialidad.
Según
Mangiacapra, los eclesiásticos prefieren la prostitución porque les brinda
cierta seguridad, un anonimato, todo ello compatible con su doble vida. Un ligue
«normal», incluso en ambiente homosexual, requiere tiempo; implica una larga
conversación, tienes que ponerte al descubierto y decir quién eres. La
prostitución es rápida, anónima y no te expone.
—Cuando
un cura se pone en contacto conmigo, no nos conocemos. No hay una relación
anterior entre nosotros. Ellos prefieren una situación así, es lo que buscan. A
menudo he tenido clientes curas que eran muy atractivos. ¡Me habría acostado
con ellos gratis! No les habría resultado difícil encontrar un amante en los
bares o las discotecas gais. Pero eso era incompatible con su sacerdocio.
El
joven escort no hace la strada («la calle»), como los migrantes
de Roma Termini. No vive al ritmo de Las noches de Cabiria. Contacta con
sus clientes en Internet, en webs especializadas o en Grindr. Chatea con ellos
en mensajerías como WhatsApp y, si quiere más discreción, Telegram. Después
intenta fidelizarlos.
—En
Roma hay mucha competencia; aquí, en Nápoles, la cosa es más tranquila. Pero
hay curas que me hacen ir a la capital, me pagan el tren y el hotel.
Partiendo
de sus experiencias con decenas, cuando no cientos de curas, Mangiacapra
comparte conmigo varias reglas sociológicas.
—A
grandes rasgos, entre los curas hay dos tipos de clientes. Están los que se
sienten infalibles y tienen una posición sólida. Esos clientes son arrogantes y
roñosos. Su deseo está tan reprimido que pierden el sentido de la moral y toda
su humanidad: piensan que están por encima de las leyes. ¡Ni siquiera temen el
sida! Muchas veces no ocultan que son sacerdotes. Son exigentes, duros, no te
dejan tomar la iniciativa. No dudan en decir que si hay un problema te van a
denunciar a la policía por prostituto. Pero se olvidan de que, si quiero, soy
yo quien puedo denunciarles por curas.
El
segundo tipo de clientes con los que trabaja Francesco tiene otro talante:
—Son
los curas inseguros y deprimidos. Están necesitados de cariño, de caricias,
quieren abrazarte todo el tiempo. Tienen una tremenda carencia de ternura. Son
como niños.
Estos
clientes, me confirma Mangiacapra, se enamoran a menudo de su fulano y quieren
«salvarle».
—Esos
clientes nunca regatean el precio. Se sienten culpables. Muchas veces me dan el
dinero en un sobrecito que han preparado antes. Dicen que es un regalo para
ayudarme, para que pueda comprar algo que necesite. Tratan de justificarse.
Conmigo
Mangiacapra acepta las palabras más explícitas. Me dice que es prostituto e
incluso marchettaro, una forma de decir «puta» (la palabra, en jerga,
viene de marchetta, el «recibo» que permitía cuantificar el número de
clientes que tenía una prostituta en una casa de citas). El escort
utiliza deliberadamente este insulto para dar la vuelta al prejuicio, como se
invierte un arma.
—Esos
curas quieren volver a ver a su marchettaro. Quieren una relación.
Quieren mantener el contacto. No quieren aceptar la realidad y se sorprenderían
si les juzgaran mal, porque tienen la impresión de que son buenos sacerdotes.
Por eso piensan que nosotros somos «amigos», se aferran a eso. Te presentan a
sus amigos, a otros curas. Se arriesgan mucho. Te invitan a la iglesia, te
llevan a ver a las monjas en la sacristía. Se confían enseguida, como si tu
fueras su coleguilla. A menudo añaden una propina en especie: una prenda de
ropa que han comprado antes, un frasco de perfume. Tienen esos detalles.
El
testimonio de Francesco Mangiacapra es lúcido, y terrible. Es un testimonio
crudo y brutal, como el mundo que describe.
—¿El
precio? Tiene que ser el precio más alto que el cliente esté dispuesto a pagar.
Se trata de marketing. Hay escorts que son más guapos, más seductores
que yo, pero mi marketing es mejor. Según la página web o la app que utilicen
para ponerse en contacto conmigo, según lo que me dicen, hago una primera
evaluación del precio. Cuando nos vemos adapto ese precio preguntándoles en qué
barrio viven, su profesión, observo su ropa, su reloj. Me resulta fácil evaluar
su capacidad económica. Los curas están dispuestos a pagar más que un cliente
normal.
Interrumpo
al joven escort preguntándole cómo es que los curas, que no suelen ganar
más de mil euros mensuales, pueden pagar esos servicios.
—Allora…
Un cura no tiene elección. Por eso somos más exclusivos con él. Es una
categoría más sensible. Son hombres que no pueden encontrar otros chicos, por
eso a mí me tienen que pagar más. Son, digamos, un poco como los minusválidos.
Después
de una pausa, siempre acentuada con un largo «Allora…», Mangiacapra
prosigue:
—La
mayoría de los curas pagan bien, pocas veces regatean. Supongo que ahorran en
otros caprichos, pero nunca en el sexo. Un cura no tiene familia, no paga
alquiler.
Como
muchos de los prostitutos a los que pregunté en Roma, el escort
napolitano me confirma la importancia del sexo en la vida de los curas. Se
diría que la homosexualidad orienta su existencia, domina su vida, mucho más
que las de la mayoría de los homosexuales.
El
joven prostituto me revela ahora algunos de sus «secretos de marketing»:
—La
clave es la fidelización. Si el cura es interesante, si paga bien, conviene que
vuelva. Para eso hay que hacer todo lo posible para que no regrese a la
realidad; tiene que permanecer en un mundo de ilusión. Yo nunca me presento
como un prostituto, porque rompería la ilusión. Nunca digo que él es mi
cliente, digo que es mi amigo. Al cliente siempre lo llamo por su nombre, y
tengo que andarme con cuidado, porque son muchos clientes y no puedo
equivocarme de nombre, pues debo hacerle creer que para mí es único. A los
clientes les gusta que uno se acuerde de ellos, lo desean, ¡no quieren oír
hablar de otros clientes! De modo que he hecho una agenda en mi móvil. Para
cada cliente, lo anoto todo: el nombre que me ha dado, su edad, las posturas
que prefiere, los lugares adonde hemos ido, las cosas relevantes que me ha
dicho sobre él, etcétera. Tengo un registro minucioso de todo eso. Por
supuesto, también marco el precio mínimo que ha aceptado pagar, para pedirle lo
mismo o algo más.
Mangiacapra
me muestra sus «expedientes» y me comunica, incluso por escrito, los nombres y
apellidos de docenas de curas con quienes asegura haber tenido relaciones
íntimas. Me resulta imposible verificar estas afirmaciones.
En
2018 hizo pública la vida sexual de 34 curas y un documento de 1.200 páginas
con los nombres de los eclesiásticos en cuestión, sus fotos, grabaciones de
audio y capturas de pantalla de sus actos sexuales a partir de WhatsApp o
Telegram. Todo esto provocó cierto escándalo y dio pie a muchos artículos y
programas de televisión en Italia. (He podido consultar este «dosier», llamado
Preti gay: en él se ve a docenas de curas celebrando misa en sotana y luego,
desnudos, celebrando otro tipo de retozos por webcam. Las fotos que alternan
homilías y SMS sexuales son inimaginables. Mangiacapra mandó todo el dosier
directamente al arzobispo de Nápoles, el voluble cardenal Crescenzio Sepe. Próximo
al cardenal Sodano y gregario como él, hombre de tramas conniventes e híbridas,
en cuanto le llegó el dosier se apresuró a mandarlo al Vaticano. Después
monseñor Crescenzio Sepe se entrevistó en secreto, para interrogarle, con
Mangiacapra, según afirma este último.)
—Cuando
me acuesto con ricos abogados casados, con grandes médicos o con todos esos
curas de doble vida, me doy cuenta de que no son felices. La felicidad no llega
con el dinero ni con el sacerdocio. Ninguno de esos clientes tiene mi felicidad
ni mi libertad. Están atrapados por sus deseos, son increíblemente desdichados.
El
joven se queda un momento pensativo y añade, como para quitar hierro a lo que
acaba de decir:
—Lo
difícil de este oficio no es de tipo sexual, no es por tener una relación con
alguien a quien no quieres, o que te parece feo. Lo difícil es tener sexo
cuando no se tienen ganas.
La
noche ha caído sobre Nápoles y yo tengo que coger el tren para volver a Roma.
Francesco Mangiacapra está sonriente, se le ve contento de haber podido hablar
conmigo. Seguiremos en contacto e incluso estaré dispuesto a firmar un breve
prólogo al libro-relato que más adelante publicará sobre su experiencia de escort.
Gracias a este librito Mangiacapra tendrá su momento de gloria contando sus
experiencias por los programas populares de las televisiones italianas. Pero no
es más que su palabra.
Cuando
nos despedimos, el joven, de pronto, quiere añadir algo:
—No
juzgo a nadie. No juzgo a esos curas. Comprendo su dilema y su situación. Pero
lo encuentro triste. Yo soy transparente, no tengo una doble vida. Hago las
cosas a las claras, sin hipocresía. No como mis clientes. Me dan pena. Soy
ateo, pero no anticlerical. No juzgo a nadie. Pero lo que hago yo es mejor que
lo que hacen los curas, ¿no cree? Moralmente es mejor, ¿no?
René
Buonocore, un trabajador social de origen venezolano que vive y trabaja en
Roma, me acompañó a Nápoles para entrevistar a Mangiacapra y también fue mi
guía en los lugares gais de la noche romana. Habla cinco idiomas y ha participado
en el proyecto Io faccio l’attivo («Yo soy solo activo») de una asociación
romana de asistencia a los trabajadores del sexo. En este ambiente se usa la
expresión MSM («Men Who Have Sex with Men»): hombres que tienen
relaciones sexuales con otros hombres, sin reconocerse por ello como
homosexuales. Según Buonocore y otras fuentes, los curas que no han salido del
armario prefieren a los migrantes o el anonimato de los parques en vez de los
establecimientos comerciales.
En
Roma suelen acudir a la zona de Villa Borghese, a las calles que rodean Villa
Medici o a los parques próximos al Coliseo o la plaza del Capitolio. Allí,
acompañado de mi guía, observo cómo los hombres dan vueltas en coche junto a la
Galleria Nazionale d’Arte Moderna o deambulan por la orilla del Templo de
Esculapio. También se encuentra esta fauna en las bonitas calles en zigzag que
rodean Villa Giulia. Me impresiona la tranquilidad nocturna de estos lugares,
el silencio, las horas que van pasando y, de pronto, la aceleración, un encuentro,
un coche que pasa, un chico que se apresura a montar con un desconocido. A
veces, violencia.
Si
se va hacia el este y se cruza por completo el parque, se llega a otro corner
muy apreciado por los MSM: la Villa Medici. Aquí la escena nocturna se sitúa sobre
todo en el Viale del Galoppatoio, una calle ensortijada como el pelo del joven
Tadzio de Muerte en Venecia. Es un conocido lugar de citas, donde los
hombres suelen circular en coche.
Estas
calles, entre la Villa Borghese y la Villa Medici, fueron el escenario de un
escándalo. Varios curas de la cercana parroquia de Santa Teresa d’Avila solían
venir aquí ligeros de ropa. La aventura podía haberse prolongado si el amante
de uno de los curas, un vagabundo, no le hubiera reconocido cuando decía misa.
El escándalo tuvo cierta repercusión y otros curas también fueron reconocidos
por sus parroquianos. El caso saltó a la prensa, un centenar de fieles mandaron
una reclamación a la santa sede y todos los curas implicados, junto con los
superiores que les habían encubierto, fueron destinados a otras parroquias, y a
otros parques.
El
jardín que está delante del Coliseo, llamado Colle Oppio, también fue un lugar
de cruising al aire libre en los años setenta y ochenta (últimamente lo
han cercado), así como el parque Vía di Monte Caprino, detrás de la famosa
plaza del Capitolio proyectada por Miguel Ángel. Según fuentes policiales, allí
identificaron a uno de los asistentes de Juan Pablo II. Un importante prelado
holandés, muy conocido durante los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI,
también fue detenido en el parquecito del Coliseo en compañía de un chico.
Estos escándalos, filtrados anónimamente a la prensa, fueron rápidamente
enterrados. (Me han confirmado los nombres.)
Uno
de los obispos más influyentes del papado de Juan Pablo II, un francés creado
después cardenal, también era conocido por sus merodeos en los parques próximos
al Capitolio. El prelado, por prudencia, no había querido matricular su coche
oficial con una placa diplomática del Vaticano, para pasar más inadvertido.
¡Nunca se sabe!
Por
último, otro de los lugares exteriores de citas preferido por los curas no es
otro que la plaza de San Pedro, pues el Vaticano es el único verdadero gayborhood
de Roma.
—Recuerdo
que en los años sesenta y setenta la columnata de Bernini de San Pedro era un
lugar de citas de la gente del Vaticano. Los cardenales salían para dar un
paseo y trataban de encontrarse con los ragazzi —me explica el
especialista literario Francesco Gnerre.
En
fechas más recientes un cardenal estadounidense entretenía al personal vaticano
con sus buenos propósitos deportivos: salía a correr todos los días en pantalón
corto alrededor de las columnas. Todavía hoy algunos prelados y monsignori
acuden al lugar habitualmente. Los paseos a la caída de la tarde en la ascesis
creativa, cuando se sienta la belleza en las rodillas, son el pretexto para
encuentros inesperados que pueden llevar lejos.
Fenómeno
desconocido por el gran público, pero corriente, las relaciones homosexuales
acompañadas y tarifadas de los sacerdotes italianos forman un sistema de gran
amplitud. Son una de las dos opciones que se brindan a los eclesiásticos
practicantes; la segunda es conformarse con ligar dentro de la Iglesia.
—Hay
muchas cabezas locas aquí en el Vaticano —me confía don Julius, el confesor de
San Pedro, con quien hablo varias veces en el «Parlatorio». (A petición suya se
ha cambiado su nombre.)
Sentado
en un sofá de terciopelo verde, el sacerdote añade:
—Existe
la creencia de que para hablar libremente de la curia hay que salir del
Vaticano. Muchos piensan que hay que esconderse. Pero en realidad la mejor
forma de hablar sin ser vigilados es hacerlo aquí, ¡en el interior del
Vaticano!
Don
Julius me habla de la vida traqueteada de los habitantes de Sodoma y me resume
la alternativa que se ofrece a muchos sacerdotes: ligar dentro o fuera de la
Iglesia.
En
el primer caso los sacerdotes permanecen entre «los suyos». Se interesan por
sus correligionarios o los jóvenes seminaristas recién llegados de su provincia
italiana. Es un cortejo muy prudente, que tiene lugar en los palacios
episcopales y las sacristías de Roma, un cortejo propio de la comedia social,
en el que las miradas desnudan. Suele ser más seguro, porque los religiosos se
relacionan con pocos laicos cuando optan por esta vida amorosa. Pero la
seguridad que da tiene su inconveniente: desemboca inevitablemente en los
rumores, el derecho de pernada y, a veces, el chantaje.
Robert
Mickens, el vaticanista estadounidense, buen conocedor de las sutilezas de la
vida gay en el Vaticano, cree que es la opción preferida por los cardenales y
obispos, que no quieren arriesgarse a ser reconocidos en el exterior. Su regla
es «Don’t fuck the flock», me dice, con una expresión audaz de
reminiscencias claramente bíblicas (hay variantes en inglés: «Don’t screw
the sheep» o «Don’t shag the sheep», no hay que acostarse nunca con
las propias ovejas, es decir, con tu pueblo, tu rebaño extraviado que espera a
su pastor).
En
este caso se podría hablar de «relaciones extraterritoriales», porque tienen
lugar fuera de Italia, en el Estado soberano de la santa sede y sus
dependencias. Tal es el código de la homosexualidad «de dentro».
La
homosexualidad «de fuera» es muy distinta. En este caso, por el contrario, se
evita cortejar dentro del mundo religioso para librarse de los rumores. La vida
gay nocturna, los parques públicos, las saunas y la prostitución son los
preferidos por los curas gais activos. Esta homosexualidad de las relaciones
tarifadas, las salidas escoltadas y las fantasías morunas, más peligrosa, no es
menos frecuente que la otra. Los riesgos son mayores, pero también los
beneficios.
—Cada
noche los curas tienen estas dos opciones —resume don Julius.
Vaticano
in, Vaticano out: las dos vías tienen sus partidarios, sus
adeptos y sus expertos, y cada una sus propios códigos. A veces los sacerdotes
tardan en decidirse, cuando no los combinan, entre el mundo oscuro y duro del
cortejo exterior, la noche urbana, su violencia, sus peligros, sus leyes del
deseo, ese «camino de Swann», auténtica versión negra de Sodoma, y el mundo
luminoso del cortejo interior, con todo lo que implica de frivolidad, sutileza,
juego, ese «mundo de Guermantes»2 que es una versión sodomita blanca,
más brillante y radiante, la de las sotanas y los capelos. En definitiva, sea
cual sea la vía escogida, el «camino» o el «mundo» de la hipernoche romana,
nunca será una vida apacible y ordenada.
La
historia del Vaticano debe escribirse teniendo en cuenta esta oposición
fundamental, y es así como la contaré en los capítulos siguientes, remontándome
en el tiempo hasta los pontificados de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Esta tensión entre un Sodoma «de dentro» y un Sodoma «de fuera» explica la
mayoría de los secretos del funcionamiento de la santa sede, porque la rigidez
de la doctrina, la doble vida de las personas, los nombramientos atípicos y las
innumerables intrigas obedecen casi siempre a uno u otro código.
Cuando
llevamos un buen rato hablando en este Parlatorio del Vaticano al que acudiré
con frecuencia y que está a pocos metros de los aposentos del papa Francisco,
el confesor de San Pedro me espeta:
—Bienvenido a Sodoma.
Próximo capítulo
SEGUNDA PARTE
PABLO
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