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sábado, 27 de abril de 2019

SODOMA (Poder y Escándalo en el Vaticano) Capítulo 8º


25 Abr 2019

Cardenal Alfonso López Trujillo mantenía relaciones sexuales con homosexuales y prostitutas: Frederic Martel 

El escritor, sociólogo y periodista francés, autor de Sodoma, poder y escándalo en el Vaticano, habló con LA FM. 



Alfonso

Rico Torres



Colombia




Frédéric Martel, escritor francés autor de Sodoma: Poder y escándalo en el Vaticano, habló con LA FM de los episodios en Colombia de su publicación. Su escrito, que ha causado gran revuelo en el mundo católico, estará este 26 de abril en la Feria del Libro de Bogotá. 

Según dijo, su proyecto está respaldado por 14 abogados y no va en contra del Vaticano, tan solo muestra verdades. A su parecer, hay una "mayoría silenciosa" de sacerdotes homosexuales. "Puede haber homófilos, que no son homosexuales practicantes, son fieles a su voto de castidad. También hay homosexuales practicantes que lo viven muy mal y se castigan a ellos mismos y cardenales que viven con amantes, que pueden ser sus conductores, sus asistentes, sus guardaespaldas, sus secretarios", aseguró.


Sobre el cardenal Alfonso López Trujillo, el escritor colombiano señaló: "Lo investigué en Bogotá, en Medellín, en Roma, en España y poco a poco me apareció la doble vida del cardenal. ¿Quién es, para empezar? En Colombia y América Latina fue uno de los grandes oponentes de la teología de la liberación. Netamente de derecha y muy hostil al comunismo hacia los sacerdotes de izquierda. Fue invitado por el papa Juan Pablo II para ser el director del Consejo Pontificio para la Familia donde se opuso abiertamente al sexo antes del matrimonio". 

Y agregó: "Iba muy violentamente en contra del uso del condón en un momento en que 37 millones de personas estaban a punto de morir del sida. Y, por supuesto, uno de los cardenales más homofóbicos. Se descubrió que no solamente era homosexual, que no es un problema para mi, y que seducía violentamente a los seminaristas, a los sacerdotes, con mucho derecho de abuso tolerado. Entrevistaba a los sacerdotes que le llevaban prostitutos a Medellín, es una historia bien conocida en España y Roma, donde la gente es consciente de esto".   

De acuerdo con el escritor, la Iglesia Católica lleva más de una década atrayendo a los homosexuales por cuenta del celibato y la castidad. A su parecer, el problema no es ser homosexual, el problema es "la hipocresía, el secreto y la mentira". 

Según dijo, en su publicación él no da cuenta de relaciones sexuales de sacerdotes con menores de edad sino con adultos y así como él hay "cientos" con vida sexual en la Iglesia Católica. Finalmente, indicó, el papa Francisco conoció de la homosexualidad del sacerdote colombiano y por eso quiso que sus restos estuvieran en Colombia y no en Roma. El sacerdote murió en Italia el 19 de abril de 2008.


SODOMA


                               Capítulo 8



LAS AMISTADES AMOROSAS



La primera vez que hablé con el arzobispo Jean-Louis Bruguès en el Vaticano cometí un error imperdonable. Cierto es que los rangos y títulos de la curia romana son a veces confusos, pues varían según los dicasterios (los ministerios), la jerarquía, las órdenes y, a veces, según otros criterios. A unos hay que llamarles Eminencia (un cardenal), a otros Excelencia (un arzobispo, un obispo) y a otros Monseñor (los que son más que sacerdote pero menos que obispo). A veces un prelado es un simple sacerdote, otras veces es un fraile, y algunas veces un obispo. ¿Y cómo dirigirse a los nuncios que tienen el título de arzobispo? Por no hablar de los monsignori, título honorífico que se atribuye a los prelados, pero también a simples sacerdotes.

De modo que cuando preparé una entrevista con el cardenal Tarcisio Bertone, que había sido «primer ministro» de Benedicto XVI y su asistente personal, él se adelantó y me precisó por correo electrónico la conveniencia de que me dirigiese a él, cuando le viera, con la fórmula «Su Eminencia Cardenal Bertone».

Para mí estos títulos se han convertido en un código y un juego. A un francés estas palabras le suenan a monarquía y aristocracia (¡y les cortamos la cabeza a los que abusaron de ellas!). En mis conversaciones en el Vaticano, por diversión, me complacía en exagerar y recargar estos títulos, mitad Tartufo, mitad Bouvard y Pécuchet.3 También recargué las numerosas cartas que mandé a la santa sede, escribiendo a mano, con bonitas letras góticas, esas fórmulas insensatas, a las que añadía un sello monograma, una cifra y un escudo-firma en la parte inferior de mis misivas. Me pareció que las respuestas a mis solicitudes eran más positivas cuando había usado títulos pedantes y sellos de tinta marrón. En realidad, nada más ajeno de mí que esas fórmulas vanidosas propias de una etiqueta de otro tiempo. ¡Si me hubiera atrevido, habría perfumado mis misivas!

Sus respuestas eran deliciosas epístolas. Llenas de encabezados, de gruesas firmas con tinta azul y muestras de afecto («Pregiatissimo Signore Martel», me escribe Angelo Sodano), casi siempre redactadas en un francés impecable, con fórmulas obsequiosas. «Le deseo un buen camino hacia la Pascua», me escribió monseñor Battista Ricca; «Con la esperanza de saludarle próximamente in Urbe», dice monseñor Fabrice Rivet; «Asegurándole de mis oraciones», me escribió monseñor Rino Fisichella; «Con la seguridad de mis oraciones en Cristo», me escribió el difunto cardenal Darío Castrillón Hoyos; «Le ruego que crea en mis mejores sentimientos en Cristo», firmó el cardenal Robert Sarah. El cardenal Óscar Maradiaga, amigo después de dos cartas, siempre me respondió en español: «Le deseo una devota Semana Santa y una feliz Pascua de Resurrección, su amigo». Más amistoso todavía, el cardenal de Nápoles Crescenzio Sepe mandó una carta dirigiéndose a mí con un amable «Gentile Signore» y despidiéndose con un enrollado «cordiali saluti». Monseñor Fabián Pedacchio, asistente particular de Francisco, terminó así su misiva: «Recomendando vivamente al Papa que le tenga presente en sus oraciones, le ruego acepte el testimonio de mi devoción en el Señor». Conservo docenas de cartas de este tenor.

¡Dichosos estos epistológrafos de otro tiempo! Pocos cardenales utilizan el correo electrónico en 2019; muchos prefieren el correo postal y algunos el fax. A veces sus asistentes les imprimen los e-mails que reciben, ellos contestan en el mismo papel, a mano, se escanea y se remite a su destinatario.

La mayoría de los cardenales siguen viviendo en una comedia del poder digna del Renacimiento. Cuando le decía «Eminencia» a un cardenal, me entraba la risa, y me gusta la sencillez del papa Francisco, que ha querido acabar con estos títulos pretenciosos. Porque ¿acaso no es extraño que simples minutantes se hagan llamar monsignore? ¿Que pobres nuncios postergados tengan el título de «Excelencia»? ¿Que unos cardenales sigan tomándose en serio a quienes les llaman «Eminencia»? Si yo estuviera en su lugar, me haría llamar señor. ¡O más bien Angelo, Tarcisio o Jean-Louis!

Como se puede comprobar, en este libro, como buen hijo de la laicidad francesa, he decidido no seguir siempre las convenciones vaticanas. Acabo de escribir «santa sede» en vez de «Santa Sede», y menciono siempre al santo padre, la virgen, el soberano pontífice, todos sin mayúscula. Nunca digo «Su Santidad» y escribo «el sanctasanctórum». Cuando uso «Eminencia» la ironía es evidente. Tampoco le pongo el título de «Santo» a Juan Pablo II, ¡sobre todo después de haber descubierto los dobles juegos de sus allegados! La laicidad francesa, tan mal comprendida en Roma (incluso, lamentablemente, por Francisco) consiste en respetar todas las religiones pero sin otorgar a ninguna una consideración especial. En cambio, escribo «el Poeta» (que en este libro es siempre Rimbaud) con mayúscula. Por suerte, en Francia se cree más en la poesía que en la religión.

Con monseñor Bruguès utilicé la palabra adecuada, Excelencia, pero diciendo a renglón seguido que me alegraba de conocer a un cardenal francés. ¡Grave error de principiante! Jean-Louis Bruguès me dejó hablar sin interrumpirme, y luego, cuando contestó, dejó caer entre dos frases secundarias, con tono anodino y falsamente modesto, como si su título no tuviera ninguna importancia:

—En realidad no soy cardenal. Eso no es automático. Solo soy arzobispo —me dijo Bruguès, interiormente pesaroso, con un bonito acento del suroeste francés que hizo que de inmediato me cayera simpático.

Había ido a entrevistar a Bruguès, esa primera vez, para un programa de radio, y le prometí borrar en la grabación ese tratamiento. Luego volvimos a vernos a menudo para charlar y no volví a cometer el error. Supe que había estado bastante tiempo en la lista para ser cardenal, teniendo en cuenta su proximidad con el papa Benedicto XVI, para quien había coordinado los pasajes delicados sobre la homosexualidad en el Nuevo catecismo de la Iglesia católica. Pero el papa dimitió. Y dicen que su sucesor, Francisco, nunca le perdonó a Bruguès que, siendo este secretario general de la Congregación para la Educación Católica, se peleara con él con motivo del nombramiento de su amigo rector de la Universidadde Buenos Aires. De modo que la púrpura le pasó de largo. (En 2018, al finalizar el mandato del arzobispo, el papa no le confirmó en la dirección de la biblioteca y Bruguès se fue de Roma.)

—El santo padre nunca olvida nada. Es muy rencoroso. Si alguien le ha ofendido alguna vez, aunque sea levemente, se lo guarda durante mucho tiempo. Mientras Bergoglio sea papa Bruguès nunca será cardenal —me da a entender otro arzobispo francés.

Jean-Louis Bruguès ha dirigido durante mucho tiempo la célebre Biblioteca Apostólica Vaticana y los no menos célebres Archivos Secretos. En la biblioteca se conservan religiosamente los códices del Vaticano, libros antiguos, papiros inestimables, incunables y un ejemplar en vitela de la Biblia de Gutenberg.

—Somos una de las bibliotecas más antiguas y más ricas del mundo. Tenemos en total 54 kilómetros de libros impresos y 87 kilómetros de archivos —me dice Bruguès, que es el hombre de la justa medida. El cardenal Raffaele Farina, el predecesor de Bruguès en los Archivos Secretos, con quien hablé varias veces en su domicilio del Vaticano, me da a entender que los expedientes más sensibles, en especial sobre los abusos sexuales de los sacerdotes, se conservan en la Secretaría de Estado: ¡los «Archivos Secretos» solo tienen de secreto el nombre! (Como quien no quiere la cosa, en una de nuestras conversaciones, Farina aprovecha para criticar a la comisión encargada de luchar contra la pedofilia en la santa sede, que «no hace nada».)

El padre Urien, que ha trabajado mucho tiempo en la Secretaría de Estado, donde realmente se archivan estos expedientes, es categórico (he alterado su nombre):

—Todos los informes sobre los escándalos económicos del Vaticano, todos los asuntos de pedofilia, todos los expedientes sobre la homosexualidad se conservan en la Secretaría de Estado, incluido lo que se sabe sobre Pablo VI. Si se hubieran hecho públicos esos documentos, algunos papas, cardenales y obispos quizá habrían tenido problemas con la justicia. Esos archivos son algo más que la cara oscura de la Iglesia. ¡Son el demonio!

En nuestras cinco conversaciones, el arzobispo Bruguès se muestra muy prudente y evita los temas ambiguos, aunque hablamos sobre todo de literatura (el hombre es un lector apasionado de Proust, François Mauriac, André Gide, Jean Guitton, Henry de Montherlant, Tony Duvert y Christopher Isherwood; viajó a Valparaíso tras las huellas de Pierre Loti, conoció a Jacques Maritain en el convento de los dominicos de Toulouse y mantuvo una larga correspondencia con Julien Green).

—Los archivos recientes no están abiertos —prosigue Bruguès—. Se hace por orden cronológico, por papados, y el santo padre es el único que puede decidir cuándo se hace público un nuevo periodo. Actualmente se abren los archivos de Pío XII, es decir, los de la segunda guerra mundial.

Para Pablo VI aún habrá que esperar mucho.



¿Hay un secreto Pablo VI? Los rumores sobre la homosexualidad del que fue papa durante quince años, de 1963 a 1978, son insistentes, y he hablado de ello muy libremente con varios cardenales. Una persona que ha tenido acceso a los archivos secretos de la Secretaría de Estado me asegura, incluso, que existen varias carpetas sobre el asunto. Pero no son públicas y no sabemos lo que contienen.

Por tanto, para tratar de desentrañar los misterios que rodean a este papa hay que ser contraintuitivos. A falta de el cuerpo del delito, es importante reunir todos los indicios: las lecturas de Pablo VI, quintaesencia del «código Maritain», son uno; sus buenas amistades con el mismo Maritain, así como con Charles Journet y Jean Daniélou, otro; el círculo de sus allegados en el Vaticano, espectacularmente homófilo, otro más. Luego está Jean Guitton. En el complejo enredo de las inclinaciones especiales, los amores de amistad y las pasiones de este papa docto y francófilo, se perfila una sola constante.

El lector, llegados a este punto, ya se las sabe todas. Puede que incluso esté un poco harto de confesiones con cuentagotas, de códigos crípticos para decir cosas que, al fin y al cabo, son de lo más trivial. Sin embargo debo insistir, porque aquí todo tiene su importancia, y estos detalles, como en un gran juego de seguir la pista, nos llevarán enseguida, después de Pablo VI, al pontificado inquietante de Juan Pablo II y al gran fuego de artificio ratzingueriano. Pero no quememos etapas…

Jean Guitton (1901-1999), escritor francés católico de derechas, nació y murió con el siglo xx. Autor prolífico, fue amigo de Maritain, pero también del homosexual asumido Jean Cocteau. No se conoce bien su paso por la Segunda Guerra Mundial, pero se adivina que simpatizó con los colaboracionistas y fue un turiferario del mariscal Pétain. Su obra teológica es menor, lo mismo que su obra filosófica, y hoy en día sus libros están casi olvidados. En este naufragio literario solo sobrenadan algunas entrevistas famosas con el presidente François Mitterrand y, justamente, con el papa Pablo VI.

—En Francia nunca se tomaron en serio a Jean Guitton. Era un teólogo para la burguesía católica. Es un misterio que Pablo VI le tratara con tanta deferencia —me comenta el jefe de redacción de Esprit, Jean-Louis Schlegel, durante una conversación en la sede de la revista.

Un cardenal italiano completa el cuadro, pero sin que yo sepa si habla ingenuamente o me quiere mandar un mensaje:

—La obra de Jean Guitton casi no existe en Italia. Fue un capricho de Pablo VI, una amistad muy especial.

Lo mismo piensa el cardenal Poupard, que mantuvo una larga amistad con él:

—Jean Guitton es un hombre muy culto, pero no un verdadero pensador. A pesar de la superficialidad de su obra, la amistad que supo trabar con el papa Pablo VI se basaba, sin duda, en una comunidad de puntos de vista, especialmente sobre las costumbres y la moral sexual. Dos textos históricos sellan este acercamiento. El primero es la famosa encíclica Humanae vitae, publicada en 1968, sobre el matrimonio y la contracepción, que se hizo famosa con el nombre poco halagador de «encíclica de la píldora» porque prohibía taxativamente su uso, estableciendo como regla que todo acto sexual debe permitir la transmisión de la vida.

El segundo texto no es menos famoso: se trata de la «declaración» Persona humana del 29 de diciembre de 1975. Este texto decisivo se propone estigmatizar «el relajamiento de las costumbres». Predica la castidad estricta antes del matrimonio (por entonces la moda era la «cohabitación juvenil» y la Iglesia quiso acabar con ella), sanciona severamente la masturbación («un acto intrínseca y gravemente desordenado») y proscribe la homosexualidad. «Según el orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son actos privados de su

ordenación necesaria y esencial. En la Sagrada Escritura están condenados como graves depravaciones e incluso presentados como la triste consecuencia de una repulsa de Dios.»

Textos importantes que, sin embargo, pronto resultaron anacrónicos. Ya entonces tuvieron una mala acogida en la comunidad científica, pues no habían tenido en cuenta sus descubrimientos biológicos, médicos y psicoanalíticos, y aún peor en las opiniones públicas. La Iglesia católica aparecía brutalmente a contracorriente de la sociedad y desde entonces la distancia con la vida real de los fieles no hizo más que ampliarse. La mayoría de los católicos no comprendieron estas reglas arcaicas, las nuevas parejas de jóvenes hicieron caso omiso de ellas y una amplia mayoría de creyentes las rechazó de plano. Se llegó a hablar, al respecto, de un «cisma silencioso» que dio por resultado una caída de las vocaciones y un abandono masivo de la práctica católica.

—El error no fue fijar una postura sobre la moral sexual; era deseable y la mayoría de los cristianos la sigue deseando. La humanización de la sexualidad, por usar una expresión de Benedicto XVI, es un asunto sobre el que la Iglesia tenía que expresarse. El error fue que al poner el listón demasiado alto, por así decirlo, al desconectarse y ser inaudible, la propia Iglesia se marginó de los debates sobre la moral sexual. Una posición dura sobre el aborto, por ejemplo, se habría entendido mejor si hubiera ido a la par con una posición transigente sobre la contracepción. Al preconizar la castidad para los jóvenes, las parejas divorciadas y los homosexuales, la Iglesia dejó de hablar a los suyos —se lamenta un cardenal entrevistado en Roma.

Hoy sabemos por testimonios y documentos de archivo que hubo largos debates sobre la prohibición de la píldora y quizá también sobre las otras condenas morales de la masturbación, la homosexualidad y el celibato de los sacerdotes. Según los historiadores, la línea dura, en realidad, era minoritaria, pero Pablo VI tomó su decisión en solitario, ex cathedra. Lo hizo uniéndose al ala conservadora representada por el viejo cardenal Ottaviani y por un recién llegado: el cardenal Wojtyla, futuro papa Juan Pablo II, que tuvo un papel tardío pero decisivo en este espectacular endurecimiento de la moral sexual de la Iglesia. Jean Guitton, militante de la castidad heterosexual, también fue partidario de que se mantuviera el celibato de los curas.

Muchos teólogos y expertos con los que he hablado le reprochan al papa Pablo VI, cuyas ideas eran tan poco heterodoxas, el haberse «aferrado a una línea dura» por malas razones, estratégicas o personales. Me señalan que históricamente han sido los componentes homófilos y homosexuales de la Iglesia los que han defendido el valor del celibato. Según uno de estos teólogos: «Son pocos los sacerdotes homosexuales que valoran la abstinencia; esa es fundamentalmente una idea propia de homosexuales o, por lo menos, de personas que tienen enormes dudas sobre su propia sexualidad». ¿Se revela así, con su defensa del celibato de los sacerdotes, el dulce secreto de Pablo VI? Hoy muchos lo piensan.

Esta prioridad, desfasada de su época, nos da una idea de la mentalidad del Vaticano. También invita a preguntarse sobre una conclusión casi sociológica, establecida al menos desde la Edad Media (de creer al historiador John Boswell) y que es aquí otra regla de Sodoma, la décima:

Los sacerdotes y teólogos homosexuales son mucho más propensos a imponer el celibato que sus correligionarios heterosexuales. Se obstinan en hacer cumplir esta consigna de castidad, pese a que es intrínsecamente antinatural.

Los más fervientes partidarios del voto de castidad son, por tanto, los más sospechosos. Esto confiere su verdadero valor al diálogo entre Pablo VI y Jean Guitton, una verdadera comedia de época.

El tema de la castidad era una preocupación recurrente de los escritores homosexuales antes mencionados, de François Mauriac a Julien Green, por no hablar de Jacques Maritain, pero alcanzó un nivel delirante en Guitton.

Nacido en el seno de una familia burguesa católica en la que «se guardaban las distancias», Jean Guitton nunca exhibió su vida privada en la plaza pública, por lo que estuvo envuelta durante mucho tiempo en el misterio. Este asceta puritano no expresaba sus emociones y, aunque era laico, nunca hablaba de sus experiencias amorosas. Los testigos con los que hablé confirman que Jean Guitton se interesó poco por las mujeres. Para él eran «decorativas» u «ornamentales», como dicen esos personajes misóginos de El retrato de Dorian Gray. No obstante, ya mayor se casó con Marie-Louise Bonnet. En su autobiografía, Un siècle, une vie, le dedica un capítulo a su esposa que destila, también, una fuerte misoginia: «Yo había buscado un ángel para llevar la casa, encargarse del polvo. El ángel se presentó con la forma de Marie-Louise, que era profesora de Historia del arte y de Enseñanzas del hogar en el liceo de Montpellier». No tuvieron hijos y no se sabe si consumaron su matrimonio. Vivieron «como un hermano y una hermana», según la expresión que se le atribuye, y cuando su esposa murió prematuramente Guitton no se volvió a casar.

Una singularidad que no se le escapó a Florence Delay. La novelista, elegida para ocupar el sillón de Guitton en la Academia Francesa, tenía que hacer su «elogio», como manda la tradición, el día de su ingreso bajo la cúpula. Y sucedió algo bastante insólito: Florence Delay, en su apología del difunto, no ahorró alusiones a su misoginia legendaria: «¡Qué pensaría de que le suceda una mujer! ¡Él, que nos consideraba incompletas!». No se tomó más en serio su matrimonio tardío: «A algunos les sorprende o les parece divertido que el señor Guitton, aparentemente entregado a la castidad del monje o, más filosóficamente, al celibato kantiano, escribiera un ensayo sobre el amor humano, antes incluso de su afectuoso matrimonio otoñal con Marie-Louise Bonnet. Y es que el amor humano incluye también al que va del discípulo al maestro y del maestro al discípulo». ¡Ah, con cuánto refinamiento se expresan estas cosas!4

Si la nueva académica hubiera sido más perversa, o más irónica, habría podido hacer una alusión discreta a una famosa observación del sexólogo Alfred Kinsey, un contemporáneo de Guitton. Autor del conocido Informe Kinsey sobre la sexualidad de los estadounidenses, el investigador destacaba, por primera vez de manera científica, la fuerte proporción de personas homosexuales en la población general. Al estar tan extendida, la homosexualidad no podía ser una anomalía, una enfermedad o una perversión. Y Kinsley añadía en son de burla que las únicas verdaderas perversiones que quedaban eran tres: la abstinencia, el celibato y el matrimonio tardío. ¡Guitton, según esto, sería un pervertido por partida triple!

Si a Guitton no le gustaban las mujeres y no hablaba nunca del bello sexo, que para él era invisible, fue en cambio «amante-amigo» de muchos hombres. Empezando por el cardenal Poupard, que mantuvo una larga correspondencia con él (algo que las más de doscientas cartas manuscritas e inéditas antes mencionadas quizá revelen algún día). Sus pasiones masculinas también incluyeron a sus alumnos y en especial a uno de ellos, un tal Louis Althusser, «tan rubio y tan guapo que de buena gana le habría convertido en su apóstol» (¡De nuevo Florence Delay, que no se corta nada!).

La relación entre Jean Guitton y el papa Juan XXIII, a quien conoció por el nombre de Roncalli cuando el italiano era nuncio en París, también parece singular, y es posible que estemos ante otro caso de «amistad amorosa».

De este orden fue también la relación precoz con Giovanni Battista Montini, el futuro papa Pablo VI. Esta proximidad provocó no pocas incomprensiones y rumores. Un teólogo tan influyente como el padre Daniélou no dudó en decir que «el papa [Pablo VI] ha cometido una imprudencia incluyendo a Guitton en el concilio». Otros se burlaron del santo padre por haberse «prendado de un escritor de segunda fila, poquita cosa literaria». Por último, según me cuenta uno de los antiguos directores de Radio Vaticano, por el Vaticano circulaba esta broma: «Guitton no debería incluirse entre los laicos del cónclave, porque no tiene hijos»…

Cuando se leen los muy exaltados Diálogos con Pablo VI, el libro de entrevistas reales o imaginarias de Jean Guitton con el papa (prologado por el cardenal Paul Poupard), llama la atención el extraño diálogo entre el santo padre y el laico sobre la abstinencia o sobre lo que llaman el amor «plus» entre Jesús y Pedro, que «contiene una exigencia, que da miedo».

Ya conocemos bien este lenguaje. Es el del primer Gide y el último Mauriac, también es el de Julien Green, Henri de Montherlant y Maritain. Es el lenguaje de la culpabilidad y la esperanza en la «civilización del amor» (por usar la famosa expresión de Pablo VI). Es el lenguaje de Platón, de nuevo accesible justamente porque Pablo VI acaba de sacarlo del Índice, donde Montaigne, Maquiavelo, Voltaire, André Gide y muchos otros le hacían compañía.

Tampoco en este caso conviene cargar las tintas. Es posible que Jean Guitton participara en los debates a la «manera de Maritain», con inocencia e ingenuidad, sin darse cuenta de sus probables inclinaciones y su sublimación gay. Por lo demás, Guitton afirmó que no entendía nada de la homosexualidad, lo cual, paradójicamente, podría ser señal de una orientación afectiva homófila, en este caso realmente inconsciente.

Además de Marie-Louise Bonnet, la única mujer que encontramos entre quienes rodeaban a Jean Guitton fue la «Mariscala» De Lattre de Tassigny, viuda de un gran jefe militar francés que según un rumor persistente, sobre todo en el ejército, había sido bisexual (el escritor Daniel Guérin lo afirma en su libro Homosexualité et révolution, y el editor Jean-Luc Barré, que ha publicado la obra del mariscal De Lattre de Tassigny, también lo cree).

Entre la muerte del mariscal de Francia en 1952 y la suya propia en 2003 a los 96 años, la Mariscala vivió rodeada de un enjambre de homosexuales en su salón parisino. Jean Guitton, travieso y siempre alegre según un testigo, era un habitual. Siempre llegaba «acompañado de personas apuestas del sexo fuerte y chulitos afeminados». Otro testigo confirma que Guitton siempre estuvo «rodeado de efebos y mancebos pasajeros».

Tenemos aquí a un hombre laico que vive como un cura, opta por no tener hijos, se casa tarde y a lo largo de su vida cultiva intensas amistades homófilas rodeándose de jóvenes deseables. ¿Fue un homosexual «refrenado»? Es probable, y no hay nada que hasta hoy demuestre lo contrario. Pero para definir una relación de este tipo es preciso encontrar otra palabra. El propio Guitton nos propone una, por imperfecta que sea: la «camaradería».

Oigámosla en sus propias palabras, tomadas de su libro Le Christ de ma vie, en el que dialoga con el padre Joseph Doré, futuro arzobispo de Estrasburgo:

—Hay algo superior al amor del hombre por la mujer, es la camaradería. El amor de David por Jonatán, de Aquiles por Patroclo… Un jesuita puede sentir por otro jesuita un amor de camarada muy superior al amor que sentiría ese hombre si estuviera casado… En la camaradería hay algo (a menudo malinterpretado a causa de la homosexualidad) realmente único, extraordinario.

Magnífica confesión, con un juego de espejos, con una referencia a David y Jonatán escogida a propósito por un hombre que no puede desconocer la carga homoerótica de este código tan claramente gay (la principal asociación católica homosexual de Francia ha adoptado esos nombres).

Jean Guitton, como Jacques Maritain, trata de inventar un lenguaje para designar la complicidad masculina sin reducirla al sexo. Estamos de lleno en el llamado —una expresión más duradera que la mediocre «camaradería» de Guitton— «amistad amorosa».

El concepto es antiguo. Conviene que nos detengamos un momento para hacer un repaso de su génesis, ya que es crucial en nuestro asunto. La noción de «amistad amorosa» hunde sus raíces en el pensamiento griego antiguo de Sócrates y Platón, sistematizado después por Aristóteles. A través de Cicerón y san Agustín pasa de la Antigüedad tardía a la Edad Media. Encontramos la idea, aunque no la expresión, en san Alfredo de Rieval, un monje cisterciense del siglo xii que fue el primer «santo LGBT» (porque nunca ocultó sus amores). Un siglo después, en un tiempo en que no existía la noción de «homosexualidad» (como es sabido, la palabra se acuñó a finales del siglo xix), la Edad Media se reapropia de este concepto de «amistad amorosa». Tomás de Aquino distingue entre el «amor de concupiscencia» (amor concupiscentiae) y, literalmente, el «amor de amistad» (amor amiitiae) que podría traducirse mejor como «amistad amorosa». La primera de esas formas de amor, a su juicio, busca al otro para su bien personal y egoísta, mientras que el otro, por el contrario, busca el bien del amigo, amado como otro sí mismo. Hoy diríamos, aunque imperfectamente, «amor platónico».

La idea de la «amistad amorosa» se utilizó después para definir la relación entre Shakespeare y el joven llamado Fair Youth en los Sonetos, entre Leonardo da Vinci y su joven discípulo Salai o entre Miguel Ángel y el joven Tommaso dei Cavalieri. ¿Amor? ¿Amistad? Hoy en día los especialistas creen que en estos casos concretos probablemente sería homosexualidad. En cambio, ¿qué decir de los escritores Montaigne y La Boétie, para quienes también se usó la expresión «amistad amorosa»? No desnaturalicemos aquí una relación que quizá no fuera nunca sexual y tal vez esté mejor resumida en una célebre frase de Montaigne, porque desafía la explicación racional: «Porque era él, porque era yo».

La expresión «amistad amorosa» también se utilizó para describir la relación entre el padre Henri Lacordaire, uno de los restauradores de la orden de los dominicos en Francia, y su «amigo» Charles de Montalembert. Durante mucho tiempo la Iglesia se tapó los ojos al respecto, haciendo hincapié en esa «amistad» que, como sabemos hoy, era homosexual (la inestimable correspondencia Lacordaire-Montalembert, publicada recientemente, revela no solo un diálogo ejemplar sobre el catolicismo liberal francés, sino también la relación explícita entre los dos hombres).

El concepto de «amistad amorosa» abarca, pues, un sinfín de situaciones distintas y se ha usado indistintamente, según las épocas, para un amplio abanico de relaciones que van de la pura amistad viril a la homosexualidad propiamente dicha. Según los entendidos en la materia —muy numerosos, por cierto, en el Vaticano—, este concepto solo debería aplicarse a los casos de homofilias castas. Lejos de ser un sentimiento equívoco, tendente a mantener una confusión entre el amor y la amistad, se trataría de un amor auténtico y casto, una relación inocente entre dos hombres. Su éxito en los ambientes homófilos católicos del siglo xx se debe a que pone el acento en las virtudes del ser amado más que en un deseo carnal, cuidadosamente negado; así se puede exaltar la afectividad sin sexualizarla. Los cardenales más conservadores (y más homófobos), como el estadounidense Raymond Burke, el alemán Joachim Meisner, el italiano Carlo Caffarra y el guineano Robert Sarah, que han hecho voto de castidad, predican con gran insistencia que los homosexuales deben limitarse a las relaciones de «amistad amorosa», es decir, ser castos, para no vivir en el pecado. De este modo cierran el círculo.



De Jacques Maritain a Jean Guitton, este mundo de los «amores-amistades» ejerció una influencia soterrada en el concilio Vaticano II.

Jacques Maritain ni siquiera participó en el concilio, pero tuvo un peso importante en él gracias a su amistad con Pablo VI. Algo parecido sucedió con otros teólogos influyentes, como los sacerdotes Yves Congar, Charles Journet, Henri de Lubac y Jean Daniélou.

Daniélou es el caso más esclarecedor. Antes de que Pablo VI lo nombrase cardenal, Juan XXIII lo convocó como experto para el concilio Vaticano II. Amigo de Jean Guitton (firmaron un libro juntos), Daniélou ingresó en la Academia Francesa gracias a él. Más bien progresista, fue uno de los amigos íntimos de Pablo VI.

Ha corrido mucha tinta sobre su muerte, tan súbita como extraordinaria, el 20 de mayo de 1974 en brazos de «Mimí» Santoni, una prostituta de la calle Dulong de París. Se supone que la causa de la muerte fue un infarto que tuvo durante el orgasmo. Versión desmentida, desde luego, por los jesuitas, que ante el escándalo provocado por el suceso dieron su propia versión de los hechos, inmediatamente recogida por Le Figaro: el cardenal había ido a llevar dinero a la prostituta y había muerto «en la epéctasis del apóstol al encuentro del Dios vivo».

Una versión que me confirma hoy el cardenal italiano Giovanni Battista Re, que fue «ministro del Interior» de Juan Pablo II:

—A Jean Daniélou le leíamos mucho. Le queríamos mucho. ¿Su muerte? Creo que quiso salvar el alma de la prostituta. Que fue allí para convertirla, quizá. A mi juicio, murió en apostolado.

El cardenal Poupard, amigo de Daniélou (firmaron un libro juntos), me confirma, también él, levantando las manos al cielo, la generosidad del cardenal, tan humilde de corazón, un pedazo de pan, que fue a redimir los pecados de la prostituta. Quizá incluso para tratar de sacar de la calle (¡un gesto tan galante!) a esa chica descarriada.

Más allá del jolgorio que provocaron estas explicaciones en su tiempo (Daniélou estaba completamente desnudo cuando llegaron los bomberos), para nosotros lo importante es otra cosa. Mientras que Daniélou era un heterosexual practicante que, evidentemente, no formaba parte de Sodoma, su hermano fue claramente homosexual. Alain era un conocido hinduista, experto en erotismo divinizado de la India sensual, en Shiva y en yoga. También fue amigo de François Mauriac y del coreógrafo Maurice Béjart. Su homosexualidad, conocida desde hace tiempo, ha sido confirmada recientemente por su autobiografía y por la publicación de los Carnets spirituels de su hermano Jean. Se sabe que Alain vivió mucho tiempo con el fotógrafo suizo Raymond Burnier.

La relación entre los dos hermanos Daniélou es interesante, porque hoy puedo afirmar que Jean secundó la opción vital de Alain y siempre le respaldó. Quiso cargar sobre sus hombros el peso del «pecado» de su hermano y salvar su alma.

El cardenal Jean Daniélou fue aún más lejos. A partir de 1943 empezó a celebrar todos los meses una misa por los homosexuales. Este dato está confirmado (por la autobiografía de Alain y por una biografía detallada de los dos hermanos). Parece que esta misa, a la que asistía también el famoso experto en islam Louis Massignon, también él cristiano homosexual, se prolongó durante varios años.

Por tanto, lo que aquí nos interesa no es la muerte de Jean Daniélou en brazos de una prostituta, sino el hecho de que un cardenal ilustre, un conocido teólogo próximo al papa, celebrase misas regularmente por la «salvación» de los homosexuales.

¿Lo sabía Pablo VI? Es posible, pero no seguro. El caso es que a lo largo de su pontificado, quintaesencia del «código Maritain», estuvo rodeado de personajes homófilos o progáis.



«Quien contempla esta secuencia pictórica se pregunta qué relación puede tener con nosotros ese pueblo de figuras vigorosas…» El 29 de febrero de 1976, con motivo del quinto centenario del nacimiento de Miguel Ángel, el papa Pablo VI rindió un asombroso homenaje gay-friendly al escultor italiano en la basílica romana de San Pedro. Con gran pompa, el santo padre canta la memoria del «incomparable artista» bajo la majestuosa cúpula que pintó, muy cerca de su sublime Piedad, que un «muchacho que aún no había cumplido los 25 años» hizo salir de ese mármol frío con enorme «ternura».

A dos pasos de allí se encuentran la Capilla Sixtina y su bóveda, pintada al fresco con su muchedumbre viril. Pablo VI alaba sus ángeles, pero no los ignudi, esos robustos efebos desnudos de insolente esplendor físico, voluntariamente olvidados. En el discurso del papa se habla del «mundo de las Sibilas» y del de los «Pontífices», pero no hay ninguna mención del Cristo desnudo de Miguel Ángel, de los santos en atuendo adánico ni de la «maraña de desnudos» del Juicio final. Con su silencio deliberado el papa vuelve a censurar estas carnaciones rosadas que ya había castrado uno de sus púdicos predecesores, mandando que se cubrieran las partes pudendas de los hombres desnudos con un velo.

Pablo VI, ahora superado por su propia audacia, se enardece, emocionado hasta las lágrimas por los cuerpos entrelazados y el juego de los músculos. Y «¡qué mirada!», exclama el papa. La de «ese joven atleta, el David florentino» (completamente desnudo y dotado de un lindo miembro) y la última Piedad, llamada de Rondanini, «llena de sollozos» y non finita. Pablo VI está visiblemente maravillado por la obra de ese «visionario de la belleza secreta» cuyo «éxtasis estético» iguala a la «perfección helénica». ¡Y de repente el santo padre se arranca a leer un soneto de Miguel Ángel!

En efecto, ¿«qué relación puede tener con nosotros ese pueblo de figuras vigorosas»? Probablemente, jamás en la historia del Vaticano se ha hecho un elogio tan girly en ese lugar sagrado a un artista tan atrevidamente homosexual.

—Pablo VI escribía personalmente, a mano, sus discursos. Se conservan todos sus manuscritos —me dice Micol Forti, una mujer culta y enérgica que es una de las directoras del Museo Vaticano.

La pasión de Pablo VI por la cultura también obedecía, en esa época, a una estrategia política. En Italia la cultura estaba pasando de la derecha a la izquierda y la práctica religiosa ya estaba en decadencia entre los artistas. Durante siglos los católicos habían dominado la cultura, los códigos, los entramados del arte, pero esta hegemonía se disipó a finales de los años sesenta y principios de los setenta. Pese a todo, Pablo VI pensaba que aún no era demasiado tarde y que la Iglesia podía recuperarse si era capaz de atraerse a las musas.

Los testigos con los que hablé me confirmaron que el compromiso artístico de Pablo VI era sincero y obedecía a una inclinación personal.

—Pablo VI era un «adicto a Miguel Ángel» —me dice un obispo que trabajó con el santo padre.

En 1964 el papa anunció el proyecto de reunir una gran colección de arte moderno y contemporáneo. Se lanzó a la gran batalla cultural de su vida para reconquistar a los hombres de la máscara y la pluma.

—De entrada Pablo VI pidió disculpas por el desinterés de la Iglesia por el arte moderno. Luego pidió a los artistas e intelectuales de todo el mundo que le ayudasen a reunir una colección para los museos del Vaticano —prosigue Micol Forti.

Los cardenales y obispos con los que hablé barajan varias hipótesis para explicar esta pasión de Pablo VI por las artes. Uno de ellos destaca la influencia decisiva que pudo tener sobre él un libro de Jacques Maritain, su ensayo Arte y escolástica, en el que concibe una filosofía del arte que permite las singularidades de los artistas.

Otro buen conocedor de la vida cultural del Vaticano durante el pontificado de Pablo VI destaca el papel del asistente personal del papa, el sacerdote italiano Pasquale Macchi, un intelectual apasionado por el arte y un homófilo consumado que conocía a muchos artistas.

—Gracias a Pasquale Macchi, Pablo VI reunió a los intelectuales y trató de que los artistas volvieran al Vaticano. Ambos se daban cuenta del abismo que se había abierto con el mundo del arte. Macchi fue el artífice de las nuevas colecciones —me dice un cura del Pontificio Consejo de la Cultura.

He visitado varias veces esta ala moderna de los Museos Vaticanos. Sin que se pueda comparar, en modo alguno, con las colecciones antiguas —misión imposible—, hay que reconocer que los conservadores vaticanos supieron escoger bien. Allí veo, por ejemplo, a dos artistas muy poco ortodoxos: Salvador Dalí, pintor bisexual, con un bello cuadro titulado Crucifixión de connotaciones soldadescas masoquistas. ¡Y sobre todo Francis Bacon, artista claramente gay!

 La supuesta homosexualidad de Pablo VI es un viejo rumor. En Italia es muy insistente y se ha mencionado en artículos y hasta en la entrada de la Wikipedia, donde incluso se menciona a uno de sus presuntos amantes. Durante mis numerosas estancias en Roma me han hablado de ella cardenales, obispos y decenas de monsignori que trabajan en el Vaticano. Algunos la han desmentido.

—Puedo confirmarle que ese rumor existió. Y puedo demostrarlo. Hubo libelos, ya desde la elección de Montini [Pablo VI] en 1963, que denunciaban sus costumbres —me revela el cardenal Poupard, que fue uno de los colaboradores del papa.

El cardenal Battista Re, por su parte, me asegura:

—Trabajé con el papa Pablo VI durante siete años. Fue un gran papa y todos los rumores que oí son falsos.

También se atribuye a Pablo VI una relación con Paolo Carlini, un actor italiano de teatro y televisión veinticinco años más joven que él. Se dice que se conocieron cuando Giovanni Montini era arzobispo de Milán.

Aunque en Italia se habla a menudo de esta relación, algunos de los datos mencionados resultan anacrónicos o erróneos. La afirmación de que Pablo VI adoptó su nombre papal en homenaje a Paolo es desmentida por distintas fuentes que aportan otras explicaciones más creíbles. También se ha dicho que Paolo Carlini murió de un ataque al corazón «por la pena, dos días después que Pablo VI», pero, aunque quizá estuviera ya enfermo, murió mucho después. Y que Montini y Carlini compartieron un piso cerca del arzobispado, algo que no confirma ninguna fuente policial fiable. Por último, el supuesto expediente de la policía de Milán sobre la relación Montini-Carlini, citado a menudo, nunca se ha hecho público y no hay nada que demuestre su existencia.

El escritor francés Roger Peyrefitte, un homosexual militante que pretendía estar mejor informado que nadie, se dedicó a «sacar del armario» a Pablo VI en una serie de entrevistas. Primero en Gay Sunshine Press, luego en la revista francesa Lui en abril de 1976, artículo reproducido en Italia por el semanario Tempo. En estas entrevistas seguidas y más adelante en sus libros, Peyrefitte declaraba que «Pablo VI era homosexual» y que tenía «la prueba». El outing era su especialidad: el escritor ya lo había hecho con François Mauriac en un artículo publicado en la revista Arts en mayo de 1964 (esta vez con razón), con el rey Balduino, con el duque de Edimburgo y con el sha de Irán… hasta que se descubrió que algunas de sus fuentes eran falsas y que había sido víctima de un bulo inventado por periodistas.

Cuando yo era un joven periodista tuve ocasión de hablar con Roger Peyrefitte poco antes de su muerte sobre el rumor de la homosexualidad de Pablo VI. El viejo escritor me dio la impresión de no estar muy bien informado y de que en realidad solo estaba excitado por el olor del escándalo. En todos los casos, nunca aportó la menor prueba de su exclusiva. Al parecer, la tomó con Pablo VI después de la declaración Persona Humana, hostil a los homosexuales. Sea como fuere, este escritor mediocre y sulfuroso, próximo a la extrema derecha y aficionado a las polémicas, al final de su vida se había convertido en propagador de noticias falsas, cuando no de rumores homófobos, e incluso en un antisemita. El crítico Angelo Rinaldi comentó en estos términos la publicación de sus Propos secrets: «Ayer empadronador de judíos y masones (un trabajo muy útil para las futuras proscripciones),

hoy Roger Peyrefitte echa una mano a la brigada de las costumbres con un libro tan atractivo como un atestado policial… En cuanto a lo de “hacer que progrese una causa maldita”, hace falta ser, como mínimo, un inconsciente para pretenderlo… Si no existiera este coleccionista de chismes trasnochados, septuagenario con ricitos cuyas apariciones televisivas son el hazmerreír de los hogares y refuerzan los prejuicios, los “heteropolizontes” tendrían que inventárselo».

Lo más interesante fue sin duda la reacción pública de Pablo VI. Según varias personas con quienes hablé (en especial, cardenales que han trabajado con él), los artículos sobre su supuesta homosexualidad afectaron mucho al santo padre. Tomándose muy en serio el rumor, no ahorró intervenciones políticas para atajarlo. Cuentan que le pidió ayuda personalmente al jefe del gobierno italiano Aldo Moro, con quien le unía una fuerte amistad y una misma pasión por Maritain. ¿Qué hizo Moro? No lo sabemos. Meses después el dirigente político fue secuestrado por las Brigadas Rojas, que exigieron un rescate. Pablo VI intervino públicamente para pedir su liberación y se dice que incluso intentó reunir el dinero necesario. Pero al final asesinaron a Moro, para desesperación de Pablo VI.

Al final el papa optó por desmentir personalmente el rumor propalado por Roger Peyrefitte. El 4 de abril de 1976 hizo una declaración pública al respecto. He encontrado su intervención en la oficina de prensa del Vaticano. Esta es la declaración oficial de Pablo VI: «¡Queridísimos hermanos e hijos! Sabemos que nuestro cardenal vicario y después la Conferencia Episcopal Italiana os han invitado a rezar por nuestra humilde persona, que ha sido objeto de mofa y de horribles y calumniosas insinuaciones de cierta prensa que desprecia la honestidad y la verdad. A todos os agradecemos estas demostraciones de piedad filial y sensibilidad moral… Gracias, gracias de corazón… Es más, dado que el presunto origen de este y otros deplorables episodios ha sido una declaración de nuestra Congregación para la Doctrina de la Fe sobre algunas cuestiones de ética sexual, os exhortamos a dar a este documento… una virtuosa observancia, para fortalecer en vosotros un espíritu de pureza y amor que arrincone el licencioso hedonismo difundido en las costumbres del mundo actual».

¡Craso error de comunicación! Mientras que el rumor propalado por un escritor reaccionario poco creíble solo había tenido eco en ciertos ambientes homófilos anticlericales, el desmentido público de Pablo VI, en la solemnidad del ángelus del Domingo de Ramos, no hizo más que amplificarlo y darlo a conocer por todo el mundo. Se publicaron cientos de artículos acerca del desmentido, sobre todo en Italia, que arrojaron una sombra de duda. Lo que era un simple rumor se convirtió en una cuestión, quizá en un grave asunto. La curia aprendió la lección: ¡más valía hacer caso omiso de los rumores sobre la homosexualidad de los papas o los cardenales que acudir a los medios para desmentirlos!

Más tarde surgieron otros testimonios que parecían confirmar el «horrible» rumor. Primero el de un poeta italiano menor, Biagio Arixi, que era amigo de Carlini, quien le habría revelado su relación con el papa poco antes de morir. El chambelán y maestro de ceremonias de Juan XXIII y Pablo VI, Franco Bellegrandi, también ha mencionado el asunto en un libro de dudosa fiabilidad. Asimismo el arzobispo polaco Juliusz Paetz se ha explayado sobre la supuesta homofilia del papa, llegando a difundir fotos y sugerir que pudo haber un bromance(juego de palabras en inglés entre brothers, «hermanos», en este caso referido a «amigos», «colegas», y romance) entre ellos, como afirman varios testigos, unos periodistas (pero el testimonio de Paetz jamás ha sido tomado en serio). Un antiguo guardia suizo ha aportado datos que van en la misma dirección, y varios examantes reales o autoproclamados de Pablo VI han salido a la palestra, a menudo en vano y en todo caso sin resultar convincentes. Por el contrario, otros testimonios de cardenales y varios biógrafos serios desmienten tajantemente este aserto.

Más importante es el hecho de que la hipótesis de la homosexualidad de Pablo VI y su relación con Paolo Carlini se tomaran en serio en el proceso de beatificación del papa. Según dos personas a las que pregunté, los sacerdotes que prepararon este «proceso» analizaron minuciosamente el expediente. Si hubo debate, si hay un expediente, es que por lo menos hay dudas. La cuestión de la supuesta homosexualidad de Pablo VI aparece incluso sin tapujos en los documentos sometidos al papa Benedicto XVI, redactados por el padre Antonio Marrazzo. Según una fuente de primera mano que conoce bien el voluminoso expediente reunido por Marrazzo y que habló con él acerca de las costumbres atribuidas al santo padre, la cuestión aparece en muchos documentos y testimonios escritos. Según esta misma fuente, Marrazzo, después de una ardua labor de verificación y cotejo, llegó a la conclusión de que Pablo VI probablemente no era homosexual. Una conclusión adoptada por Benedicto XVI, quien, después de examinar él mismo detenidamente el expediente, decidió beatificar a Paulo VI y reconocer sus «virtudes heroicas», poniendo fin, por el momento, a la polémica.



Un último misterio rodea a Pablo VI: la abundancia de homófilos y homosexuales entre sus allegados. Fuera o no consciente de ello, este papa que prohibió severamente esta forma de sexualidad se rodeó al mismo tiempo de hombres que la practicaban.

Ya conocemos el caso del secretario particular de Pablo VI, Pasquale Macchi, que trabajó con él veintitrés años, primero en el arzobispado de Milán y luego en Roma. De este cura, dotado de una fibra artística legendaria, cabe destacar, además de su papel como artífice de la colección de arte moderno de los Museos Vaticanos, su amistad con Jean Guitton y sus numerosos contactos con los creadores e intelectuales de su tiempo, en nombre del papa. Más de una decena de testigos confirman su homofilia.

Del mismo modo, el sacerdote y futuro obispo irlandés John Magee, uno de los asistentes y confidentes de Pablo VI, era homosexual, según reveló la justicia en el proceso por el escándalo de Cloyne.

Se dice que otro personaje cercano a Pablo VI, Loris Francesco Capovilla, que también fue secretario personal de su predecesor Juan XXIII y un actor clave del concilio (en 2014 el papa Francisco lo nombró cardenal y murió a la venerable edad de 100 años en 2016), también fue homófilo.

—Monseñor Capovilla era un hombre muy discreto. Tiraba los tejos a los curas jóvenes y era muy amable. Flirteaba con delicadeza. Me escribió una vez —me confirma el antiguo sacerdote de la curia Francesco Lepore.

(Un cardenal y varios arzobispos y prelados del Vaticano también me confirman las inclinaciones de Capovilla en entrevistas grabadas.)

El teólogo oficial de Pablo VI, el dominico Mario Luigi Ciappi, un florentino de humor devastador, también pasaba por ser un «homófilo extravertido» que mantenía una relación estrecha con su socius o secretario personal, según tres testimonios convergentes de sacerdotes dominicos que recogí (Ciappi fue uno de los teólogos oficiales de cinco papas entre 1955 y 1989, y en 1977 Pablo VI le creó cardenal).

Lo mismo se puede decir del maestro de ceremonias pontificias de Pablo VI, el monsignore italiano Virgilio Noè, futuro cardenal. En el Vaticano se solían burlar de este hombre de protocolo, tieso como una vela en público, al que las malas lenguas atribuían una vida torcida en privado.

—Todos sabían que Virgilio era practicante, ¡vaya si lo era! En el Vaticano bromeábamos con eso —me confirma un sacerdote de la curia romana.

El camarero del papa también era un conocido homosexual, lo mismo que uno de los principales traductores y guardia de corps del santo padre, el célebre arzobispo Paul Marcinkus, del que hablaremos más adelante. En cuanto a los cardenales de Pablo VI, muchos de ellos formaban parte de «la parroquia», empezando por Sebastiano Baggio, a quien el papa, después de elevarle a la púrpura, puso al frente de la Congregación de los obispos. Por último, un jefe de la guardia suiza con Pablo VI, íntimo del papa, todavía vive con su boyfriend en las afueras de Roma, donde una de mis fuentes ha hablado con él.

¿Qué quiso decirnos Pablo VI al rodearse de curas homófilos, questioning, closeted o practicantes? Lo dejo al juicio del lector, que tiene en sus manos todas las claves del expediente y todas las piezas del puzle. Sea como fuere, el «código Maritain», matriz surgida con Pablo VI, se perpetuó durante los pontificados de Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. El papa, astutamente, erigió la «amistad amorosa» en regla de fraternidad vaticana. El «código Maritain» nació bajo sus auspicios; hoy en día sigue vigente.



TERCERA PARTE


JUAN PABLO

Capitulo 9







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