25 Abr 2019
Cardenal Alfonso López Trujillo mantenía
relaciones sexuales con homosexuales y prostitutas: Frederic Martel
El escritor, sociólogo y periodista francés, autor de
Sodoma, poder y escándalo en el Vaticano, habló con LA FM.
Alfonso
Rico Torres
Colombia
Frédéric
Martel, escritor francés autor de Sodoma: Poder y escándalo en el Vaticano, habló con LA
FM de los episodios en Colombia de su publicación. Su escrito, que ha
causado gran revuelo en el mundo católico, estará este 26 de abril en la Feria
del Libro de Bogotá.
Según dijo, su proyecto está
respaldado por 14 abogados y no
va en contra del Vaticano, tan solo muestra verdades. A su parecer, hay una
"mayoría silenciosa" de sacerdotes homosexuales. "Puede haber
homófilos, que no son homosexuales practicantes, son fieles a su voto de
castidad. También hay homosexuales practicantes que lo viven muy mal y se
castigan a ellos mismos y cardenales que viven con amantes, que pueden ser sus
conductores, sus asistentes, sus guardaespaldas, sus secretarios",
aseguró.
Sobre el cardenal Alfonso López Trujillo, el escritor
colombiano señaló: "Lo investigué en Bogotá,
en Medellín, en Roma, en España y poco a poco me apareció la doble
vida del cardenal. ¿Quién es, para empezar? En
Colombia y América Latina fue uno de los grandes oponentes de la
teología de la liberación. Netamente de derecha y muy hostil al comunismo hacia
los sacerdotes de izquierda. Fue invitado por el papa Juan Pablo II para ser el
director del Consejo Pontificio para la Familia donde se opuso abiertamente al
sexo antes del matrimonio".
Y agregó: "Iba muy
violentamente en contra del uso del condón en un momento en que 37 millones de
personas estaban a punto de morir del sida. Y, por supuesto, uno de los
cardenales más homofóbicos. Se descubrió
que no solamente era homosexual, que no es un problema para mi, y que seducía
violentamente a los seminaristas, a los sacerdotes, con mucho derecho
de abuso tolerado. Entrevistaba a los sacerdotes que le llevaban prostitutos a
Medellín, es una historia bien conocida en España y Roma, donde la gente es
consciente de esto".
De acuerdo con el escritor, la Iglesia Católica lleva más de una década
atrayendo a los homosexuales por cuenta del celibato y la castidad. A
su parecer, el problema no es ser homosexual, el problema es "la
hipocresía, el secreto y la mentira".
Según dijo, en su publicación
él no da cuenta de relaciones sexuales de sacerdotes con menores de edad sino
con adultos y así como él hay "cientos" con vida sexual en la Iglesia
Católica. Finalmente, indicó, el papa Francisco conoció de la homosexualidad
del sacerdote colombiano y por eso quiso que sus restos estuvieran en Colombia
y no en Roma. El sacerdote murió en
Italia el 19 de abril de 2008.
SODOMA
Capítulo 8
SODOMA
Capítulo 8
LAS AMISTADES AMOROSAS
La primera
vez que hablé con el arzobispo Jean-Louis Bruguès en el Vaticano cometí un
error imperdonable. Cierto es que los rangos y títulos de la curia romana son a
veces confusos, pues varían según los dicasterios (los ministerios), la
jerarquía, las órdenes y, a veces, según otros criterios. A unos hay que
llamarles Eminencia (un cardenal), a otros Excelencia (un arzobispo, un obispo)
y a otros Monseñor (los que son más que sacerdote pero menos que obispo). A
veces un prelado es un simple sacerdote, otras veces es un fraile, y algunas
veces un obispo. ¿Y cómo dirigirse a los nuncios que tienen el título de
arzobispo? Por no hablar de los monsignori, título honorífico que se
atribuye a los prelados, pero también a simples sacerdotes.
De modo que cuando preparé una entrevista con el cardenal Tarcisio
Bertone, que había sido «primer ministro» de Benedicto XVI y su asistente
personal, él se adelantó y me precisó por correo electrónico la conveniencia de
que me dirigiese a él, cuando le viera, con la fórmula «Su Eminencia Cardenal
Bertone».
Para mí estos títulos se han convertido en un código y un juego. A
un francés estas palabras le suenan a monarquía y aristocracia (¡y les cortamos
la cabeza a los que abusaron de ellas!). En mis conversaciones en el Vaticano,
por diversión, me complacía en exagerar y recargar estos títulos, mitad
Tartufo, mitad Bouvard y Pécuchet.3
También recargué las numerosas cartas que mandé a la santa sede, escribiendo a
mano, con bonitas letras góticas, esas fórmulas insensatas, a las que añadía un
sello monograma, una cifra y un escudo-firma en la parte inferior de mis
misivas. Me pareció que las respuestas a mis solicitudes eran más positivas
cuando había usado títulos pedantes y sellos de tinta marrón. En realidad, nada
más ajeno de mí que esas fórmulas vanidosas propias de una etiqueta de otro
tiempo. ¡Si me hubiera atrevido, habría perfumado mis misivas!
Sus respuestas eran deliciosas epístolas. Llenas de encabezados,
de gruesas firmas con tinta azul y muestras de afecto («Pregiatissimo
Signore Martel», me escribe Angelo Sodano), casi siempre redactadas en un
francés impecable, con fórmulas obsequiosas. «Le deseo un buen camino hacia la
Pascua», me escribió monseñor Battista Ricca; «Con la esperanza de saludarle
próximamente in Urbe», dice monseñor Fabrice Rivet; «Asegurándole de mis
oraciones», me escribió monseñor Rino Fisichella; «Con la seguridad de mis
oraciones en Cristo», me escribió el difunto cardenal Darío Castrillón Hoyos;
«Le ruego que crea en mis mejores sentimientos en Cristo», firmó el cardenal
Robert Sarah. El cardenal Óscar Maradiaga, amigo después de dos cartas, siempre
me respondió en español: «Le deseo una devota Semana Santa y una feliz Pascua
de Resurrección, su amigo». Más amistoso todavía, el cardenal de Nápoles
Crescenzio Sepe mandó una carta dirigiéndose a mí con un amable «Gentile Signore» y despidiéndose con un
enrollado «cordiali saluti». Monseñor Fabián Pedacchio, asistente
particular de Francisco, terminó así su misiva: «Recomendando vivamente al Papa
que le tenga presente en sus oraciones, le ruego acepte el testimonio de mi
devoción en el Señor». Conservo docenas de cartas de este tenor.
¡Dichosos estos epistológrafos de otro tiempo! Pocos cardenales
utilizan el correo electrónico en 2019; muchos prefieren el correo postal y
algunos el fax. A veces sus asistentes les imprimen los e-mails que
reciben, ellos contestan en el mismo papel, a mano, se escanea y se remite a su
destinatario.
La mayoría de los cardenales siguen viviendo en una comedia del
poder digna del Renacimiento. Cuando le decía «Eminencia» a un cardenal, me
entraba la risa, y me gusta la sencillez del papa Francisco, que ha querido
acabar con estos títulos pretenciosos. Porque ¿acaso no es extraño que simples
minutantes se hagan llamar monsignore? ¿Que pobres nuncios postergados
tengan el título de «Excelencia»? ¿Que unos cardenales sigan tomándose en serio
a quienes les llaman «Eminencia»? Si yo estuviera en su lugar, me haría llamar
señor. ¡O más bien Angelo, Tarcisio o Jean-Louis!
Como se puede comprobar, en este libro, como buen hijo de la
laicidad francesa, he decidido no seguir siempre las convenciones vaticanas.
Acabo de escribir «santa sede» en vez de «Santa Sede», y menciono siempre al
santo padre, la virgen, el soberano pontífice, todos sin mayúscula. Nunca digo
«Su Santidad» y escribo «el sanctasanctórum». Cuando uso «Eminencia» la ironía
es evidente. Tampoco le pongo el título de «Santo» a Juan Pablo II, ¡sobre todo
después de haber descubierto los dobles juegos de sus allegados! La laicidad
francesa, tan mal comprendida en Roma (incluso, lamentablemente, por Francisco)
consiste en respetar todas las religiones pero sin otorgar a ninguna una
consideración especial. En cambio, escribo «el Poeta» (que en este libro es
siempre Rimbaud) con mayúscula. Por suerte, en Francia se cree más en la poesía
que en la religión.
Con monseñor Bruguès utilicé la palabra adecuada, Excelencia, pero
diciendo a renglón seguido que me alegraba de conocer a un cardenal francés.
¡Grave error de principiante! Jean-Louis Bruguès me dejó hablar sin
interrumpirme, y luego, cuando contestó, dejó caer entre dos frases
secundarias, con tono anodino y falsamente modesto, como si su título no
tuviera ninguna importancia:
—En realidad no soy cardenal. Eso no es automático. Solo soy
arzobispo —me dijo Bruguès, interiormente pesaroso, con un bonito acento del
suroeste francés que hizo que de inmediato me cayera simpático.
Había ido a entrevistar a Bruguès, esa primera vez, para un
programa de radio, y le prometí borrar en la grabación ese tratamiento. Luego
volvimos a vernos a menudo para charlar y no volví a cometer el error. Supe que
había estado bastante tiempo en la lista para ser cardenal, teniendo en cuenta
su proximidad con el papa Benedicto XVI, para quien había coordinado los
pasajes delicados sobre la homosexualidad en el Nuevo catecismo de la
Iglesia católica. Pero el papa dimitió. Y dicen que su sucesor, Francisco,
nunca le perdonó a Bruguès que, siendo este secretario general de la
Congregación para la Educación Católica, se peleara con él con motivo del
nombramiento de su amigo rector de la Universidadde Buenos Aires. De modo que
la púrpura le pasó de largo. (En 2018, al finalizar el mandato del arzobispo,
el papa no le confirmó en la dirección de la biblioteca y Bruguès se fue de
Roma.)
—El santo padre nunca olvida nada. Es muy rencoroso. Si alguien le
ha ofendido alguna vez, aunque sea levemente, se lo guarda durante mucho
tiempo. Mientras Bergoglio sea papa Bruguès nunca será cardenal —me da a
entender otro arzobispo francés.
Jean-Louis Bruguès ha dirigido durante mucho tiempo la célebre
Biblioteca Apostólica Vaticana y los no menos célebres Archivos Secretos. En la
biblioteca se conservan religiosamente los códices del Vaticano, libros
antiguos, papiros inestimables, incunables y un ejemplar en vitela de la Biblia
de Gutenberg.
—Somos una de las bibliotecas más antiguas y más ricas del mundo.
Tenemos en total 54 kilómetros de libros impresos y 87 kilómetros de archivos
—me dice Bruguès, que es el hombre de la justa medida. El cardenal Raffaele
Farina, el predecesor de Bruguès en los Archivos Secretos, con quien hablé
varias veces en su domicilio del Vaticano, me da a entender que los expedientes
más sensibles, en especial sobre los abusos sexuales de los sacerdotes, se
conservan en la Secretaría de Estado: ¡los «Archivos Secretos» solo tienen de
secreto el nombre! (Como quien no quiere la cosa, en una de nuestras
conversaciones, Farina aprovecha para criticar a la comisión encargada de
luchar contra la pedofilia en la santa sede, que «no hace nada».)
El padre Urien, que ha trabajado mucho tiempo en la Secretaría de
Estado, donde realmente se archivan estos expedientes, es categórico (he
alterado su nombre):
—Todos los informes sobre los escándalos económicos del Vaticano,
todos los asuntos de pedofilia, todos los expedientes sobre la homosexualidad
se conservan en la Secretaría de Estado, incluido lo que se sabe sobre Pablo
VI. Si se hubieran hecho públicos esos documentos, algunos papas, cardenales y
obispos quizá habrían tenido problemas con la justicia. Esos archivos son algo
más que la cara oscura de la Iglesia. ¡Son el demonio!
En nuestras cinco conversaciones, el arzobispo Bruguès se muestra
muy prudente y evita los temas ambiguos, aunque hablamos sobre todo de
literatura (el hombre es un lector apasionado de Proust, François Mauriac,
André Gide, Jean Guitton, Henry de Montherlant, Tony Duvert y Christopher
Isherwood; viajó a Valparaíso tras las huellas de Pierre Loti, conoció a
Jacques Maritain en el convento de los dominicos de Toulouse y mantuvo una
larga correspondencia con Julien Green).
—Los archivos recientes no están abiertos —prosigue Bruguès—. Se hace
por orden cronológico, por papados, y el santo padre es el único que puede
decidir cuándo se hace público un nuevo periodo. Actualmente se abren los
archivos de Pío XII, es decir, los de la segunda guerra mundial.
Para Pablo VI aún habrá que esperar mucho.
¿Hay un secreto Pablo VI? Los rumores sobre la homosexualidad del
que fue papa durante quince años, de 1963 a 1978, son insistentes, y he hablado
de ello muy libremente con varios cardenales. Una persona que ha tenido acceso
a los archivos secretos de la Secretaría de Estado me asegura, incluso, que
existen varias carpetas sobre el asunto. Pero no son públicas y no sabemos lo
que contienen.
Por
tanto, para tratar de desentrañar los misterios que rodean a este papa hay que
ser contraintuitivos. A falta de el cuerpo del delito, es importante reunir
todos los indicios: las lecturas de Pablo VI, quintaesencia del «código
Maritain», son uno; sus buenas amistades con el mismo Maritain, así como con
Charles Journet y Jean Daniélou, otro; el círculo de sus allegados en el
Vaticano, espectacularmente homófilo, otro más. Luego está Jean Guitton. En el
complejo enredo de las inclinaciones especiales, los amores de amistad y las
pasiones de este papa docto y francófilo, se perfila una sola constante.
El lector, llegados a este punto, ya se las sabe todas. Puede que
incluso esté un poco harto de confesiones con cuentagotas, de códigos crípticos
para decir cosas que, al fin y al cabo, son de lo más trivial. Sin embargo debo
insistir, porque aquí todo tiene su importancia, y estos detalles, como en un
gran juego de seguir la pista, nos llevarán enseguida, después de Pablo VI, al
pontificado inquietante de Juan Pablo II y al gran fuego de artificio
ratzingueriano. Pero no quememos etapas…
Jean Guitton (1901-1999), escritor francés católico de derechas,
nació y murió con el siglo xx. Autor prolífico, fue amigo de Maritain, pero
también del homosexual asumido Jean Cocteau. No se conoce bien su paso por la
Segunda Guerra Mundial, pero se adivina que simpatizó con los colaboracionistas
y fue un turiferario del mariscal Pétain. Su obra teológica es menor, lo mismo
que su obra filosófica, y hoy en día sus libros están casi olvidados. En este
naufragio literario solo sobrenadan algunas entrevistas famosas con el
presidente François Mitterrand y, justamente, con el papa Pablo VI.
—En Francia nunca se tomaron en serio a Jean Guitton. Era un
teólogo para la burguesía católica. Es un misterio que Pablo VI le tratara con
tanta deferencia —me comenta el jefe de redacción de Esprit, Jean-Louis
Schlegel, durante una conversación en la sede de la revista.
Un cardenal italiano completa el cuadro, pero sin que yo sepa si
habla ingenuamente o me quiere mandar un mensaje:
—La obra de Jean Guitton casi no existe en Italia. Fue un capricho
de Pablo VI, una amistad muy especial.
Lo mismo piensa el cardenal Poupard, que mantuvo una larga amistad
con él:
—Jean Guitton es un hombre muy culto, pero no un verdadero
pensador. A pesar de la superficialidad de su obra, la amistad que supo trabar
con el papa Pablo VI se basaba, sin duda, en una comunidad de puntos de vista,
especialmente sobre las costumbres y la moral sexual. Dos textos históricos
sellan este acercamiento. El primero es la famosa encíclica Humanae vitae,
publicada en 1968, sobre el matrimonio y la contracepción, que se hizo famosa
con el nombre poco halagador de «encíclica de la píldora» porque prohibía
taxativamente su uso, estableciendo como regla que todo acto sexual debe
permitir la transmisión de la vida.
El segundo texto no es menos famoso: se trata de la «declaración» Persona
humana del 29 de diciembre de 1975. Este texto decisivo se propone
estigmatizar «el relajamiento de las costumbres». Predica la castidad estricta
antes del matrimonio (por entonces la moda era la «cohabitación juvenil» y la
Iglesia quiso acabar con ella), sanciona severamente la masturbación («un acto
intrínseca y gravemente desordenado») y proscribe la homosexualidad. «Según el
orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son actos privados de su
ordenación
necesaria y esencial. En la Sagrada Escritura están condenados como graves
depravaciones e incluso presentados como la triste consecuencia de una repulsa
de Dios.»
Textos importantes que, sin embargo, pronto resultaron
anacrónicos. Ya entonces tuvieron una mala acogida en la comunidad científica,
pues no habían tenido en cuenta sus descubrimientos biológicos, médicos y
psicoanalíticos, y aún peor en las opiniones públicas. La Iglesia católica
aparecía brutalmente a contracorriente de la sociedad y desde entonces la
distancia con la vida real de los fieles no hizo más que ampliarse. La mayoría
de los católicos no comprendieron estas reglas arcaicas, las nuevas parejas de
jóvenes hicieron caso omiso de ellas y una amplia mayoría de creyentes las
rechazó de plano. Se llegó a hablar, al respecto, de un «cisma silencioso» que
dio por resultado una caída de las vocaciones y un abandono masivo de la práctica
católica.
—El error no fue fijar una postura sobre la moral sexual; era
deseable y la mayoría de los cristianos la sigue deseando. La humanización de
la sexualidad, por usar una expresión de Benedicto XVI, es un asunto sobre el
que la Iglesia tenía que expresarse. El error fue que al poner el listón
demasiado alto, por así decirlo, al desconectarse y ser inaudible, la propia
Iglesia se marginó de los debates sobre la moral sexual. Una posición dura
sobre el aborto, por ejemplo, se habría entendido mejor si hubiera ido a la par
con una posición transigente sobre la contracepción. Al preconizar la castidad
para los jóvenes, las parejas divorciadas y los homosexuales, la Iglesia dejó
de hablar a los suyos —se lamenta un cardenal entrevistado en Roma.
Hoy sabemos por testimonios y documentos de archivo que hubo
largos debates sobre la prohibición de la píldora y quizá también sobre las
otras condenas morales de la masturbación, la homosexualidad y el celibato de
los sacerdotes. Según los historiadores, la línea dura, en realidad, era
minoritaria, pero Pablo VI tomó su decisión en solitario, ex cathedra.
Lo hizo uniéndose al ala conservadora representada por el viejo cardenal
Ottaviani y por un recién llegado: el cardenal Wojtyla, futuro papa Juan Pablo
II, que tuvo un papel tardío pero decisivo en este espectacular endurecimiento
de la moral sexual de la Iglesia. Jean Guitton, militante de la castidad
heterosexual, también fue partidario de que se mantuviera el celibato de los
curas.
Muchos teólogos y expertos con los que he hablado le reprochan al
papa Pablo VI, cuyas ideas eran tan poco heterodoxas, el haberse «aferrado a
una línea dura» por malas razones, estratégicas o personales. Me señalan que
históricamente han sido los componentes homófilos y homosexuales de la Iglesia
los que han defendido el valor del celibato. Según uno de estos teólogos: «Son
pocos los sacerdotes homosexuales que valoran la abstinencia; esa es
fundamentalmente una idea propia de homosexuales o, por lo menos, de personas
que tienen enormes dudas sobre su propia sexualidad». ¿Se revela así, con su
defensa del celibato de los sacerdotes, el dulce secreto de Pablo VI? Hoy
muchos lo piensan.
Esta prioridad, desfasada de su época, nos da una idea de la
mentalidad del Vaticano. También invita a preguntarse sobre una conclusión casi
sociológica, establecida al menos desde la Edad Media (de creer al historiador
John Boswell) y que es aquí otra regla de Sodoma, la décima:
Los
sacerdotes y teólogos homosexuales son mucho más propensos a imponer el celibato
que sus correligionarios heterosexuales. Se obstinan en hacer cumplir esta
consigna de castidad, pese a que es intrínsecamente antinatural.
Los más
fervientes partidarios del voto de castidad son, por tanto, los más
sospechosos. Esto confiere su verdadero valor al diálogo entre Pablo VI y Jean
Guitton, una verdadera comedia de época.
El tema de la castidad era una preocupación recurrente de los
escritores homosexuales antes mencionados, de François Mauriac a Julien Green,
por no hablar de Jacques Maritain, pero alcanzó un nivel delirante en Guitton.
Nacido en el seno de una familia burguesa católica en la que «se
guardaban las distancias», Jean Guitton nunca exhibió su vida privada en la
plaza pública, por lo que estuvo envuelta durante mucho tiempo en el misterio.
Este asceta puritano no expresaba sus emociones y, aunque era laico, nunca
hablaba de sus experiencias amorosas. Los testigos con los que hablé confirman
que Jean Guitton se interesó poco por las mujeres. Para él eran «decorativas» u
«ornamentales», como dicen esos personajes misóginos de El retrato de Dorian
Gray. No obstante, ya mayor se casó con Marie-Louise Bonnet. En su
autobiografía, Un siècle, une vie, le dedica un capítulo a su esposa que
destila, también, una fuerte misoginia: «Yo había buscado un ángel para llevar
la casa, encargarse del polvo. El ángel se presentó con la forma de
Marie-Louise, que era profesora de Historia del arte y de Enseñanzas del hogar
en el liceo de Montpellier». No tuvieron hijos y no se sabe si consumaron su
matrimonio. Vivieron «como un hermano y una hermana», según la expresión que se
le atribuye, y cuando su esposa murió prematuramente Guitton no se volvió a
casar.
Una singularidad que no se le escapó a Florence Delay. La
novelista, elegida para ocupar el sillón de Guitton en la Academia Francesa,
tenía que hacer su «elogio», como manda la tradición, el día de su ingreso bajo
la cúpula. Y sucedió algo bastante insólito: Florence Delay, en su apología del
difunto, no ahorró alusiones a su misoginia legendaria: «¡Qué pensaría de que
le suceda una mujer! ¡Él, que nos consideraba incompletas!». No se tomó más en
serio su matrimonio tardío: «A algunos les sorprende o les parece divertido que
el señor Guitton, aparentemente entregado a la castidad del monje o, más
filosóficamente, al celibato kantiano, escribiera un ensayo sobre el amor
humano, antes incluso de su afectuoso matrimonio otoñal con Marie-Louise
Bonnet. Y es que el amor humano incluye también al que va del discípulo al
maestro y del maestro al discípulo». ¡Ah, con cuánto refinamiento se expresan
estas cosas!4
Si la nueva académica hubiera sido más perversa, o más irónica,
habría podido hacer una alusión discreta a una famosa observación del sexólogo
Alfred Kinsey, un contemporáneo de Guitton. Autor del conocido Informe
Kinsey sobre la sexualidad de los estadounidenses, el investigador
destacaba, por primera vez de manera científica, la fuerte proporción de
personas homosexuales en la población general. Al estar tan extendida, la
homosexualidad no podía ser una anomalía, una enfermedad o una perversión. Y
Kinsley añadía en son de burla que las únicas verdaderas perversiones que
quedaban eran tres: la abstinencia, el celibato y el matrimonio tardío.
¡Guitton, según esto, sería un pervertido por partida triple!
Si a Guitton no le gustaban las mujeres y no hablaba nunca del
bello sexo, que para él era invisible, fue en cambio «amante-amigo» de muchos
hombres. Empezando por el cardenal Poupard, que mantuvo una larga
correspondencia con él (algo que las más de doscientas cartas manuscritas e
inéditas antes mencionadas quizá revelen algún día). Sus pasiones masculinas
también incluyeron a sus alumnos y en especial a uno de ellos, un tal Louis Althusser,
«tan rubio y tan guapo que de buena gana le habría convertido en su apóstol»
(¡De nuevo Florence Delay, que no se corta nada!).
La relación entre Jean Guitton y el papa Juan XXIII, a quien
conoció por el nombre de Roncalli cuando el italiano era nuncio en París,
también parece singular, y es posible que estemos ante otro caso de «amistad
amorosa».
De este orden fue también la relación precoz con Giovanni Battista
Montini, el futuro papa Pablo VI. Esta proximidad provocó no pocas
incomprensiones y rumores. Un teólogo tan influyente como el padre Daniélou no
dudó en decir que «el papa [Pablo VI] ha cometido una imprudencia incluyendo a
Guitton en el concilio». Otros se burlaron del santo padre por haberse «prendado
de un escritor de segunda fila, poquita cosa literaria». Por último, según me
cuenta uno de los antiguos directores de Radio Vaticano, por el Vaticano
circulaba esta broma: «Guitton no debería incluirse entre los laicos del
cónclave, porque no tiene hijos»…
Cuando se leen los muy exaltados Diálogos con Pablo VI, el
libro de entrevistas reales o imaginarias de Jean Guitton con el papa
(prologado por el cardenal Paul Poupard), llama la atención el extraño diálogo
entre el santo padre y el laico sobre la abstinencia o sobre lo que llaman el
amor «plus» entre Jesús y Pedro, que «contiene una exigencia, que da miedo».
Ya conocemos bien este lenguaje. Es el del primer Gide y el último
Mauriac, también es el de Julien Green, Henri de Montherlant y Maritain. Es el
lenguaje de la culpabilidad y la esperanza en la «civilización del amor» (por
usar la famosa expresión de Pablo VI). Es el lenguaje de Platón, de nuevo
accesible justamente porque Pablo VI acaba de sacarlo del Índice, donde
Montaigne, Maquiavelo, Voltaire, André Gide y muchos otros le hacían compañía.
Tampoco en este caso conviene cargar las tintas. Es posible que
Jean Guitton participara en los debates a la «manera de Maritain», con
inocencia e ingenuidad, sin darse cuenta de sus probables inclinaciones y su
sublimación gay. Por lo demás, Guitton afirmó que no entendía nada de la
homosexualidad, lo cual, paradójicamente, podría ser señal de una orientación
afectiva homófila, en este caso realmente inconsciente.
Además de Marie-Louise Bonnet, la única mujer que encontramos
entre quienes rodeaban a Jean Guitton fue la «Mariscala» De Lattre de Tassigny,
viuda de un gran jefe militar francés que según un rumor persistente, sobre
todo en el ejército, había sido bisexual (el escritor Daniel Guérin lo afirma
en su libro Homosexualité et révolution, y el editor Jean-Luc Barré, que
ha publicado la obra del mariscal De Lattre de Tassigny, también lo cree).
Entre la muerte del mariscal de Francia en 1952 y la suya propia
en 2003 a los 96 años, la Mariscala vivió rodeada de un enjambre de
homosexuales en su salón parisino. Jean Guitton, travieso y siempre alegre
según un testigo, era un habitual. Siempre llegaba «acompañado de personas
apuestas del sexo fuerte y chulitos afeminados». Otro testigo confirma que
Guitton siempre estuvo «rodeado de efebos y mancebos pasajeros».
Tenemos aquí a un hombre laico que vive como un cura, opta por no
tener hijos, se casa tarde y a lo largo de su vida cultiva intensas amistades
homófilas rodeándose de jóvenes deseables. ¿Fue un homosexual «refrenado»? Es
probable, y no hay nada que hasta hoy demuestre lo contrario. Pero para definir
una relación de este tipo es preciso encontrar otra palabra. El propio Guitton
nos propone una, por imperfecta que sea: la «camaradería».
Oigámosla
en sus propias palabras, tomadas de su libro Le
Christ de ma vie, en el que dialoga con el padre Joseph Doré, futuro
arzobispo de Estrasburgo:
—Hay algo superior al amor del hombre por la mujer, es la
camaradería. El amor de David por Jonatán, de Aquiles por Patroclo… Un jesuita
puede sentir por otro jesuita un amor de camarada muy superior al amor que
sentiría ese hombre si estuviera casado… En la camaradería hay algo (a menudo
malinterpretado a causa de la homosexualidad) realmente único, extraordinario.
Magnífica confesión, con un juego de espejos, con una referencia a
David y Jonatán escogida a propósito por un hombre que no puede desconocer la
carga homoerótica de este código tan claramente gay (la principal asociación
católica homosexual de Francia ha adoptado esos nombres).
Jean Guitton, como Jacques Maritain, trata de inventar un lenguaje
para designar la complicidad masculina sin reducirla al sexo. Estamos de lleno
en el llamado —una expresión más duradera que la mediocre «camaradería» de
Guitton— «amistad amorosa».
El concepto es antiguo. Conviene que nos detengamos un momento
para hacer un repaso de su génesis, ya que es crucial en nuestro asunto. La
noción de «amistad amorosa» hunde sus raíces en el pensamiento griego antiguo
de Sócrates y Platón, sistematizado después por Aristóteles. A través de Cicerón
y san Agustín pasa de la Antigüedad tardía a la Edad Media. Encontramos la
idea, aunque no la expresión, en san Alfredo de Rieval, un monje cisterciense
del siglo xii que fue el primer «santo LGBT» (porque nunca ocultó sus amores).
Un siglo después, en un tiempo en que no existía la noción de «homosexualidad»
(como es sabido, la palabra se acuñó a finales del siglo xix), la Edad Media se
reapropia de este concepto de «amistad amorosa». Tomás de Aquino distingue
entre el «amor de concupiscencia» (amor concupiscentiae) y,
literalmente, el «amor de amistad» (amor amiitiae) que podría traducirse
mejor como «amistad amorosa». La primera de esas formas de amor, a su juicio,
busca al otro para su bien personal y egoísta, mientras que el otro, por el
contrario, busca el bien del amigo, amado como otro sí mismo. Hoy diríamos,
aunque imperfectamente, «amor platónico».
La idea de la «amistad amorosa» se utilizó después para definir la
relación entre Shakespeare y el joven llamado Fair Youth en los Sonetos,
entre Leonardo da Vinci y su joven discípulo Salai o entre Miguel Ángel y el
joven Tommaso dei Cavalieri. ¿Amor? ¿Amistad? Hoy en día los especialistas
creen que en estos casos concretos probablemente sería homosexualidad. En
cambio, ¿qué decir de los escritores Montaigne y La Boétie, para quienes
también se usó la expresión «amistad amorosa»? No desnaturalicemos aquí una
relación que quizá no fuera nunca sexual y tal vez esté mejor resumida en una
célebre frase de Montaigne, porque desafía la explicación racional: «Porque era
él, porque era yo».
La expresión «amistad amorosa» también se utilizó para describir
la relación entre el padre Henri Lacordaire, uno de los restauradores de la
orden de los dominicos en Francia, y su «amigo» Charles de Montalembert.
Durante mucho tiempo la Iglesia se tapó los ojos al respecto, haciendo hincapié
en esa «amistad» que, como sabemos hoy, era homosexual (la inestimable
correspondencia Lacordaire-Montalembert, publicada recientemente, revela no
solo un diálogo ejemplar sobre el catolicismo liberal francés, sino también la
relación explícita entre los dos hombres).
El
concepto de «amistad amorosa» abarca, pues, un sinfín de situaciones distintas
y se ha usado indistintamente, según las épocas, para un amplio abanico de
relaciones que van de la pura amistad viril a la homosexualidad propiamente
dicha. Según los entendidos en la materia —muy numerosos, por cierto, en el
Vaticano—, este concepto solo debería aplicarse a los casos de homofilias
castas. Lejos de ser un sentimiento equívoco, tendente a mantener una confusión
entre el amor y la amistad, se trataría de un amor auténtico y casto, una
relación inocente entre dos hombres. Su éxito en los ambientes homófilos
católicos del siglo xx se debe a que pone el acento en las virtudes del ser
amado más que en un deseo carnal, cuidadosamente negado; así se puede exaltar
la afectividad sin sexualizarla. Los cardenales más conservadores (y más
homófobos), como el estadounidense Raymond Burke, el alemán Joachim Meisner, el
italiano Carlo Caffarra y el guineano Robert Sarah, que han hecho voto de
castidad, predican con gran insistencia que los homosexuales deben limitarse a
las relaciones de «amistad amorosa», es decir, ser castos, para no vivir en el
pecado. De este modo cierran el círculo.
De Jacques Maritain a Jean Guitton, este mundo de los
«amores-amistades» ejerció una influencia soterrada en el concilio Vaticano II.
Jacques Maritain ni siquiera participó en el concilio, pero tuvo
un peso importante en él gracias a su amistad con Pablo VI. Algo parecido
sucedió con otros teólogos influyentes, como los sacerdotes Yves Congar,
Charles Journet, Henri de Lubac y Jean Daniélou.
Daniélou es el caso más esclarecedor. Antes de que Pablo VI lo
nombrase cardenal, Juan XXIII lo convocó como experto para el concilio Vaticano
II. Amigo de Jean Guitton (firmaron un libro juntos), Daniélou ingresó en la
Academia Francesa gracias a él. Más bien progresista, fue uno de los amigos
íntimos de Pablo VI.
Ha corrido mucha tinta sobre su muerte, tan súbita como extraordinaria,
el 20 de mayo de 1974 en brazos de «Mimí» Santoni, una prostituta de la calle
Dulong de París. Se supone que la causa de la muerte fue un infarto que tuvo
durante el orgasmo. Versión desmentida, desde luego, por los jesuitas, que ante
el escándalo provocado por el suceso dieron su propia versión de los hechos,
inmediatamente recogida por Le Figaro: el cardenal había ido a llevar
dinero a la prostituta y había muerto «en la epéctasis del apóstol al encuentro
del Dios vivo».
Una versión que me confirma hoy el cardenal italiano Giovanni
Battista Re, que fue «ministro del Interior» de Juan Pablo II:
—A Jean Daniélou le leíamos mucho. Le queríamos mucho. ¿Su muerte?
Creo que quiso salvar el alma de la prostituta. Que fue allí para convertirla,
quizá. A mi juicio, murió en apostolado.
El cardenal Poupard, amigo de Daniélou (firmaron un libro juntos),
me confirma, también él, levantando las manos al cielo, la generosidad del
cardenal, tan humilde de corazón, un pedazo de pan, que fue a redimir los
pecados de la prostituta. Quizá incluso para tratar de sacar de la calle (¡un
gesto tan galante!) a esa chica descarriada.
Más allá del jolgorio que provocaron estas explicaciones en su
tiempo (Daniélou estaba completamente desnudo cuando llegaron los bomberos), para
nosotros lo importante es otra cosa. Mientras que Daniélou era un heterosexual
practicante que, evidentemente, no formaba parte de Sodoma, su hermano fue
claramente homosexual. Alain era un conocido hinduista, experto en erotismo
divinizado de la India sensual, en Shiva y en yoga. También fue amigo de
François Mauriac y del coreógrafo Maurice Béjart. Su homosexualidad, conocida
desde hace tiempo, ha sido confirmada recientemente por su autobiografía y por
la publicación de los Carnets spirituels
de su hermano Jean. Se sabe que Alain vivió mucho tiempo con el fotógrafo suizo
Raymond Burnier.
La relación entre los dos hermanos Daniélou es interesante, porque
hoy puedo afirmar que Jean secundó la opción vital de Alain y siempre le
respaldó. Quiso cargar sobre sus hombros el peso del «pecado» de su hermano y
salvar su alma.
El cardenal Jean Daniélou fue aún más lejos. A partir de 1943
empezó a celebrar todos los meses una misa por los homosexuales. Este dato está
confirmado (por la autobiografía de Alain y por una biografía detallada de los
dos hermanos). Parece que esta misa, a la que asistía también el famoso experto
en islam Louis Massignon, también él cristiano homosexual, se prolongó durante
varios años.
Por tanto, lo que aquí nos interesa no es la muerte de Jean
Daniélou en brazos de una prostituta, sino el hecho de que un cardenal ilustre,
un conocido teólogo próximo al papa, celebrase misas regularmente por la
«salvación» de los homosexuales.
¿Lo sabía Pablo VI? Es posible, pero no seguro. El caso es que a
lo largo de su pontificado, quintaesencia del «código Maritain», estuvo rodeado
de personajes homófilos o progáis.
«Quien contempla esta secuencia pictórica se pregunta qué relación
puede tener con nosotros ese pueblo de figuras vigorosas…» El 29 de febrero de
1976, con motivo del quinto centenario del nacimiento de Miguel Ángel, el papa
Pablo VI rindió un asombroso homenaje gay-friendly al escultor italiano
en la basílica romana de San Pedro. Con gran pompa, el santo padre canta la
memoria del «incomparable artista» bajo la majestuosa cúpula que pintó, muy
cerca de su sublime Piedad, que un «muchacho que aún no había cumplido
los 25 años» hizo salir de ese mármol frío con enorme «ternura».
A dos pasos de allí se encuentran la Capilla Sixtina y su bóveda,
pintada al fresco con su muchedumbre viril. Pablo VI alaba sus ángeles, pero no
los ignudi, esos robustos efebos desnudos de insolente esplendor físico,
voluntariamente olvidados. En el discurso del papa se habla del «mundo de las
Sibilas» y del de los «Pontífices», pero no hay ninguna mención del Cristo
desnudo de Miguel Ángel, de los santos en atuendo adánico ni de la «maraña de
desnudos» del Juicio final. Con su silencio deliberado el papa vuelve a
censurar estas carnaciones rosadas que ya había castrado uno de sus púdicos
predecesores, mandando que se cubrieran las partes pudendas de los hombres
desnudos con un velo.
Pablo VI, ahora superado por su propia audacia, se enardece,
emocionado hasta las lágrimas por los cuerpos entrelazados y el juego de los
músculos. Y «¡qué mirada!», exclama el papa. La de «ese joven atleta, el David
florentino» (completamente desnudo y dotado de un lindo miembro) y la última Piedad,
llamada de Rondanini, «llena de sollozos» y non finita. Pablo VI está
visiblemente maravillado por la obra de ese «visionario de la belleza secreta»
cuyo «éxtasis estético» iguala a la «perfección helénica». ¡Y de repente el
santo padre se arranca a leer un soneto de Miguel Ángel!
En
efecto, ¿«qué relación puede tener con nosotros ese pueblo de figuras
vigorosas»? Probablemente, jamás en la historia del Vaticano se ha hecho un
elogio tan girly en ese lugar sagrado a
un artista tan atrevidamente homosexual.
—Pablo VI escribía personalmente, a mano, sus discursos. Se
conservan todos sus manuscritos —me dice Micol Forti, una mujer culta y
enérgica que es una de las directoras del Museo Vaticano.
La pasión de Pablo VI por la cultura también obedecía, en esa
época, a una estrategia política. En Italia la cultura estaba pasando de la
derecha a la izquierda y la práctica religiosa ya estaba en decadencia entre
los artistas. Durante siglos los católicos habían dominado la cultura, los
códigos, los entramados del arte, pero esta hegemonía se disipó a finales de
los años sesenta y principios de los setenta. Pese a todo, Pablo VI pensaba que
aún no era demasiado tarde y que la Iglesia podía recuperarse si era capaz de
atraerse a las musas.
Los testigos con los que hablé me confirmaron que el compromiso
artístico de Pablo VI era sincero y obedecía a una inclinación personal.
—Pablo VI era un «adicto a Miguel Ángel» —me dice un obispo que
trabajó con el santo padre.
En 1964 el papa anunció el proyecto de reunir una gran colección
de arte moderno y contemporáneo. Se lanzó a la gran batalla cultural de su vida
para reconquistar a los hombres de la máscara y la pluma.
—De entrada Pablo VI pidió disculpas por el desinterés de la
Iglesia por el arte moderno. Luego pidió a los artistas e intelectuales de todo
el mundo que le ayudasen a reunir una colección para los museos del Vaticano
—prosigue Micol Forti.
Los cardenales y obispos con los que hablé barajan varias
hipótesis para explicar esta pasión de Pablo VI por las artes. Uno de ellos
destaca la influencia decisiva que pudo tener sobre él un libro de Jacques
Maritain, su ensayo Arte y escolástica, en el que concibe una filosofía
del arte que permite las singularidades de los artistas.
Otro buen conocedor de la vida cultural del Vaticano durante el
pontificado de Pablo VI destaca el papel del asistente personal del papa, el
sacerdote italiano Pasquale Macchi, un intelectual apasionado por el arte y un
homófilo consumado que conocía a muchos artistas.
—Gracias a Pasquale Macchi, Pablo VI reunió a los intelectuales y
trató de que los artistas volvieran al Vaticano. Ambos se daban cuenta del
abismo que se había abierto con el mundo del arte. Macchi fue el artífice de
las nuevas colecciones —me dice un cura del Pontificio Consejo de la Cultura.
He visitado varias veces esta ala moderna de los Museos Vaticanos.
Sin que se pueda comparar, en modo alguno, con las colecciones antiguas —misión
imposible—, hay que reconocer que los conservadores vaticanos supieron escoger
bien. Allí veo, por ejemplo, a dos artistas muy poco ortodoxos: Salvador Dalí,
pintor bisexual, con un bello cuadro titulado Crucifixión de
connotaciones soldadescas masoquistas. ¡Y sobre todo Francis Bacon, artista
claramente gay!
La supuesta homosexualidad de Pablo VI es un viejo rumor. En
Italia es muy insistente y se ha mencionado en artículos y hasta en la entrada
de la Wikipedia, donde incluso se menciona a uno de sus presuntos amantes.
Durante mis numerosas estancias en Roma me han hablado de ella cardenales,
obispos y decenas de monsignori que
trabajan en el Vaticano. Algunos la han desmentido.
—Puedo confirmarle que ese rumor existió. Y puedo demostrarlo.
Hubo libelos, ya desde la elección de Montini [Pablo VI] en 1963, que
denunciaban sus costumbres —me revela el cardenal Poupard, que fue uno de los
colaboradores del papa.
El cardenal Battista Re, por su parte, me asegura:
—Trabajé con el papa Pablo VI durante siete años. Fue un gran papa
y todos los rumores que oí son falsos.
También se atribuye a Pablo VI una relación con Paolo Carlini, un
actor italiano de teatro y televisión veinticinco años más joven que él. Se
dice que se conocieron cuando Giovanni Montini era arzobispo de Milán.
Aunque en Italia se habla a menudo de esta relación, algunos de
los datos mencionados resultan anacrónicos o erróneos. La afirmación de que
Pablo VI adoptó su nombre papal en homenaje a Paolo es desmentida por distintas
fuentes que aportan otras explicaciones más creíbles. También se ha dicho que
Paolo Carlini murió de un ataque al corazón «por la pena, dos días después que
Pablo VI», pero, aunque quizá estuviera ya enfermo, murió mucho después. Y que
Montini y Carlini compartieron un piso cerca del arzobispado, algo que no
confirma ninguna fuente policial fiable. Por último, el supuesto expediente de
la policía de Milán sobre la relación Montini-Carlini, citado a menudo, nunca
se ha hecho público y no hay nada que demuestre su existencia.
El escritor francés Roger Peyrefitte, un homosexual militante que
pretendía estar mejor informado que nadie, se dedicó a «sacar del armario» a
Pablo VI en una serie de entrevistas. Primero en Gay Sunshine Press,
luego en la revista francesa Lui en abril de 1976, artículo reproducido
en Italia por el semanario Tempo. En estas entrevistas seguidas y más
adelante en sus libros, Peyrefitte declaraba que «Pablo VI era homosexual» y
que tenía «la prueba». El outing era su especialidad: el escritor ya lo
había hecho con François Mauriac en un artículo publicado en la revista Arts
en mayo de 1964 (esta vez con razón), con el rey Balduino, con el duque de
Edimburgo y con el sha de Irán… hasta que se descubrió que algunas de sus
fuentes eran falsas y que había sido víctima de un bulo inventado por
periodistas.
Cuando yo era un joven periodista tuve ocasión de hablar con Roger
Peyrefitte poco antes de su muerte sobre el rumor de la homosexualidad de Pablo
VI. El viejo escritor me dio la impresión de no estar muy bien informado y de
que en realidad solo estaba excitado por el olor del escándalo. En todos los
casos, nunca aportó la menor prueba de su exclusiva. Al parecer, la tomó con
Pablo VI después de la declaración Persona Humana, hostil a los
homosexuales. Sea como fuere, este escritor mediocre y sulfuroso, próximo a la
extrema derecha y aficionado a las polémicas, al final de su vida se había
convertido en propagador de noticias falsas, cuando no de rumores homófobos, e
incluso en un antisemita. El crítico Angelo Rinaldi comentó en estos términos
la publicación de sus Propos secrets: «Ayer empadronador de judíos y
masones (un trabajo muy útil para las futuras proscripciones),
hoy Roger
Peyrefitte echa una mano a la brigada de las costumbres con un libro tan
atractivo como un atestado policial… En cuanto a lo de “hacer que progrese una
causa maldita”, hace falta ser, como mínimo, un inconsciente para pretenderlo…
Si no existiera este coleccionista de chismes trasnochados, septuagenario con
ricitos cuyas apariciones televisivas son el hazmerreír de los hogares y
refuerzan los prejuicios, los “heteropolizontes” tendrían que inventárselo».
Lo más interesante fue sin duda la reacción pública de Pablo VI.
Según varias personas con quienes hablé (en especial, cardenales que han
trabajado con él), los artículos sobre su supuesta homosexualidad afectaron
mucho al santo padre. Tomándose muy en serio el rumor, no ahorró intervenciones
políticas para atajarlo. Cuentan que le pidió ayuda personalmente al jefe del
gobierno italiano Aldo Moro, con quien le unía una fuerte amistad y una misma
pasión por Maritain. ¿Qué hizo Moro? No lo sabemos. Meses después el dirigente
político fue secuestrado por las Brigadas Rojas, que exigieron un rescate.
Pablo VI intervino públicamente para pedir su liberación y se dice que incluso
intentó reunir el dinero necesario. Pero al final asesinaron a Moro, para
desesperación de Pablo VI.
Al final el papa optó por desmentir personalmente el rumor
propalado por Roger Peyrefitte. El 4 de abril de 1976 hizo una declaración
pública al respecto. He encontrado su intervención en la oficina de prensa del
Vaticano. Esta es la declaración oficial de Pablo VI: «¡Queridísimos hermanos e
hijos! Sabemos que nuestro cardenal vicario y después la Conferencia Episcopal
Italiana os han invitado a rezar por nuestra humilde persona, que ha sido
objeto de mofa y de horribles y calumniosas insinuaciones de cierta prensa que
desprecia la honestidad y la verdad. A todos os agradecemos estas
demostraciones de piedad filial y sensibilidad moral… Gracias, gracias de
corazón… Es más, dado que el presunto origen de este y otros deplorables
episodios ha sido una declaración de nuestra Congregación para la Doctrina de
la Fe sobre algunas cuestiones de ética sexual, os exhortamos a dar a este
documento… una virtuosa observancia, para fortalecer en vosotros un espíritu de
pureza y amor que arrincone el licencioso hedonismo difundido en las costumbres
del mundo actual».
¡Craso error de comunicación! Mientras que el rumor propalado por
un escritor reaccionario poco creíble solo había tenido eco en ciertos
ambientes homófilos anticlericales, el desmentido público de Pablo VI, en la
solemnidad del ángelus del Domingo de Ramos, no hizo más que amplificarlo y
darlo a conocer por todo el mundo. Se publicaron cientos de artículos acerca
del desmentido, sobre todo en Italia, que arrojaron una sombra de duda. Lo que
era un simple rumor se convirtió en una cuestión, quizá en un grave asunto. La
curia aprendió la lección: ¡más valía hacer caso omiso de los rumores sobre la
homosexualidad de los papas o los cardenales que acudir a los medios para
desmentirlos!
Más tarde surgieron otros testimonios que parecían confirmar el
«horrible» rumor. Primero el de un poeta italiano menor, Biagio Arixi, que era
amigo de Carlini, quien le habría revelado su relación con el papa poco antes
de morir. El chambelán y maestro de ceremonias de Juan XXIII y Pablo VI, Franco
Bellegrandi, también ha mencionado el asunto en un libro de dudosa fiabilidad.
Asimismo el arzobispo polaco Juliusz Paetz se ha explayado sobre la supuesta
homofilia del papa, llegando a difundir fotos y sugerir que pudo haber un bromance(juego
de palabras en inglés entre brothers, «hermanos», en este caso referido
a «amigos», «colegas», y romance) entre ellos, como afirman varios testigos,
unos periodistas (pero el testimonio de Paetz jamás ha sido tomado en serio).
Un antiguo guardia suizo ha aportado datos que van en la misma dirección, y
varios examantes reales o autoproclamados de Pablo VI han salido a la palestra,
a menudo en vano y en todo caso sin resultar convincentes. Por el contrario,
otros testimonios de cardenales y varios biógrafos serios desmienten
tajantemente este aserto.
Más importante es el hecho de que la hipótesis de la
homosexualidad de Pablo VI y su relación con Paolo Carlini se tomaran en serio
en el proceso de beatificación del papa. Según dos personas a las que pregunté,
los sacerdotes que prepararon este «proceso» analizaron minuciosamente el
expediente. Si hubo debate, si hay un expediente, es que por lo menos hay
dudas. La cuestión de la supuesta homosexualidad de Pablo VI aparece incluso
sin tapujos en los documentos sometidos al papa Benedicto XVI, redactados por
el padre Antonio Marrazzo. Según una fuente de primera mano que conoce bien el
voluminoso expediente reunido por Marrazzo y que habló con él acerca de las
costumbres atribuidas al santo padre, la cuestión aparece en muchos documentos
y testimonios escritos. Según esta misma fuente, Marrazzo, después de una ardua
labor de verificación y cotejo, llegó a la conclusión de que Pablo VI
probablemente no era homosexual. Una conclusión adoptada por Benedicto XVI,
quien, después de examinar él mismo detenidamente el expediente, decidió
beatificar a Paulo VI y reconocer sus «virtudes heroicas», poniendo fin, por el
momento, a la polémica.
Un último misterio rodea a Pablo VI: la abundancia de homófilos y
homosexuales entre sus allegados. Fuera o no consciente de ello, este papa que
prohibió severamente esta forma de sexualidad se rodeó al mismo tiempo de
hombres que la practicaban.
Ya conocemos el caso del secretario particular de Pablo VI,
Pasquale Macchi, que trabajó con él veintitrés años, primero en el arzobispado
de Milán y luego en Roma. De este cura, dotado de una fibra artística
legendaria, cabe destacar, además de su papel como artífice de la colección de
arte moderno de los Museos Vaticanos, su amistad con Jean Guitton y sus
numerosos contactos con los creadores e intelectuales de su tiempo, en nombre
del papa. Más de una decena de testigos confirman su homofilia.
Del mismo modo, el sacerdote y futuro obispo irlandés John Magee,
uno de los asistentes y confidentes de Pablo VI, era homosexual, según reveló
la justicia en el proceso por el escándalo de Cloyne.
Se dice que otro personaje cercano a Pablo VI, Loris Francesco
Capovilla, que también fue secretario personal de su predecesor Juan XXIII y un
actor clave del concilio (en 2014 el papa Francisco lo nombró cardenal y murió
a la venerable edad de 100 años en 2016), también fue homófilo.
—Monseñor Capovilla era un hombre muy discreto. Tiraba los tejos a
los curas jóvenes y era muy amable. Flirteaba con delicadeza. Me escribió una
vez —me confirma el antiguo sacerdote de la curia Francesco Lepore.
(Un cardenal y varios arzobispos y prelados del Vaticano también
me confirman las inclinaciones de Capovilla en entrevistas grabadas.)
El teólogo oficial de Pablo VI, el dominico Mario Luigi Ciappi, un
florentino de humor devastador, también pasaba por ser un «homófilo
extravertido» que mantenía una relación estrecha con su socius o
secretario personal, según tres testimonios convergentes de sacerdotes
dominicos que recogí (Ciappi fue uno de los teólogos oficiales de cinco papas
entre 1955 y 1989, y en 1977 Pablo VI le creó cardenal).
Lo mismo se puede decir del maestro de ceremonias pontificias de
Pablo VI, el monsignore italiano Virgilio Noè, futuro cardenal. En el
Vaticano se solían burlar de este hombre de protocolo, tieso como una vela en
público, al que las malas lenguas atribuían una vida torcida en privado.
—Todos sabían que Virgilio era practicante, ¡vaya si lo era! En el
Vaticano bromeábamos con eso —me confirma un sacerdote de la curia romana.
El camarero del papa también era un conocido homosexual, lo mismo
que uno de los principales traductores y guardia de corps del santo padre, el
célebre arzobispo Paul Marcinkus, del que hablaremos más adelante. En cuanto a
los cardenales de Pablo VI, muchos de ellos formaban parte de «la parroquia»,
empezando por Sebastiano Baggio, a quien el papa, después de elevarle a la
púrpura, puso al frente de la Congregación de los obispos. Por último, un jefe
de la guardia suiza con Pablo VI, íntimo del papa, todavía vive con su boyfriend
en las afueras de Roma, donde una de mis fuentes ha hablado con él.
¿Qué quiso decirnos Pablo VI al rodearse
de curas homófilos, questioning, closeted o
practicantes? Lo dejo al juicio del lector, que tiene en sus manos todas las
claves del expediente y todas las piezas del puzle. Sea como fuere, el «código
Maritain», matriz surgida con Pablo VI, se perpetuó durante los pontificados de
Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. El papa, astutamente, erigió la
«amistad amorosa» en regla de fraternidad vaticana. El «código Maritain» nació
bajo sus auspicios; hoy en día sigue vigente.
TERCERA PARTE
JUAN PABLO
Capitulo
9
No hay comentarios:
Publicar un comentario