‘Sodoma’: la
bomba que el Vaticano no quería que viera la luz… ¿o quizás sí?
Por Sergio del Amo | 08 Abr 19
JNSP
El sociólogo y
periodista Frédéric Martel en estos momentos está equipado con catorce abogados
de los mejores bufetes del mundo. Y se entiende tal sobreprotección jurídica
porque, lejos de analizar con su pluma mordaz la cultura de masas como hizo en
2010 en su ‘Cultura mainstream: Cómo nacen los fenómenos de masas’, ahora toca
un tema muchísimo más espinoso: la homosexualidad en el Vaticano. ‘Sodoma:
Poder y escándalo en el Vaticano’, publicado por la editorial Roca, en estos
momentos es el libro de teología y filosofía de la religión más vendido en
nuestro país a través de
Amazon. Pero del mismo modo que ‘Leaving Neverland‘
desde hace semanas es motivo de debate en medio globo, y con razón, lo cierto
es que se echa en falta que la última obra de Martel no esté siendo más
discutida tanto en los medios como entre los ciudadanos de a pie. Quizá muchos,
pese a la curiosidad, se han echado atrás al comprobar que tiene la friolera de
640 páginas. El formato documental, sin duda, siempre tiene más adeptos.
La
premisa de Martel es muy clara. Durante cuatro años ha tenido la oportunidad de
charlar con 1.500 personas del entorno papal de treinta países, entre los que
destacan 41 cardenales, 52 obispos y monseñores, 45 nuncios apostólicos y cerca
de 200 sacerdotes y seminaristas. Aunque se hable de algunos de los repugnantes
abusos a menores que la Iglesia ha perpetrado impunemente durante décadas (se
cuenta, por ejemplo, la historia del fundador de los Legionarios de Cristo,
Marcial Maciel, quien fuera un auténtico depredador protegido por la Santa
Sede, y sobre todo, por Juan Pablo II), el libro de Martel va por otros
derroteros: la hipócrita doble moral de la Iglesia respecto a la homosexualidad
y cómo muchos de sus principales líderes viven una doble vida que poco, por no
decir nada, tiene que ver con lo que predican. Hablando en plata: de puertas
para fuera no rehúsan a emplear un discurso radicalmente homófobo cuando, en la
intimidad, viven su sexualidad de un modo no tan secreto como algunos piensan.
Como bien apunta el autor, los más homófobos suelen ser los que más tienen que
ocultar. Y esto no solamente es aplicable a la Iglesia.
Algunos podrán acusar a
Martel de recrearse en sacar del armario a demasiadas personas a lo largo de
estas páginas, pero lo fascinante del asunto es cómo sus interlocutores, lejos
de dar la callada por respuesta, no tienen impedimento alguno en señalar y
hablar sin tapujos de esta conducta que sigue la misma premisa del “don’t ask,
don’t tell” estadounidense. Los secretos en la Santa Sede tienen las patas muy
cortas, y más cuando el lector advierte que sus propios protagonistas son los
primeros en querer destapar esta reprimida realidad que nada tiene que ver con
un lobby gay. Al contrario: los chantajes y las amenazas al respecto de la
orientación sexual están a la orden del día en ese microcosmos que es el
Vaticano.
Martel
deja en muy mal lugar a Juan Pablo II (no hay que olvidar que él y sus
principales palmeros, como el secretario de Estado en la Santa Sede, Angelo
Sodano, o su secretario personal, Stanislaw Dziwisz, se opusieron al uso del
preservativo en los tiempos en que el VIH acababa con la vida de millones de
personas); se compadece de algún modo de Benedicto XVI (quien fuera conocedor
de esta situación: uno de los múltiples motivos que, según él, le llevaron a
renunciar a su pontificado en 2013) y deja la puerta abierta a un posible
cambio en manos del Papa Francisco. El tiempo dirá…
Por el libro también se pasean los chaperos de la
romana estación de Termini; los dos Vatileaks que pusieron en jaque los
cimientos del catolicismo; unas capas magnas dignas de las mayores divas del
pop; un Rouco Varela que no pudo frenar la legalización del matrimonio homosexual
en España en 2005 y, en definitiva, un sinfín de tramas, historias y anécdotas
fascinantes capaces de enganchar a cualquiera. No tengan miedo a su extensión
porque estas páginas valen mucho la pena.
4º Capítulo
SODOMA
BUENOS AIRES
La imagen se conoce como «la foto de los tres Jorges». Está en
blanco y negro. Al futuro papa, Jorge Bergoglio, a la izquierda, con
alzacuellos, se le ve muy contento. A la derecha se reconoce a Jorge Luis
Borges, el más grande escritor argentino, ciego, con sus gruesas gafas y
semblante serio. Entre los dos hombres se encuentra un joven seminarista,
también con alzacuello, flaco, de una belleza turbadora; trata de esquivar el
aparato fotográfico y baja la mirada. Estamos en agosto de 1965.
Esta foto,
descubierta en los últimos años, dio lugar a murmuraciones. El joven
seminarista en cuestión tiene hoy más de 80 años, la misma edad que Francisco.
Se llama Jorge González Manent. Vive en una quinta situada a unos treinta
kilómetros al oeste de la capital argentina, no lejos del colegio jesuita donde
estudió con el futuro papa. Juntos hicieron los
primeros
votos religiosos cuando tenían 23 años. Amigos íntimos durante unos diez años,
ambos recorrieron la Argentina profunda y viajaron por Latinoamérica, en
especial por Chile, donde fueron estudiantes en Valparaíso. Un célebre
compatriota había emprendido la misma ruta varios años antes: el Che.
En 1965 Jorge Bergoglio y Jorge González Manent, siempre inseparables,
trabajan en otro centro, el colegio de la Inmaculada Concepción. Aquí, con 29
años, invitan al escritor Borges a participar en sus cursos de literatura. La
famosa foto se debió de tomar después de la clase.
El 1968-1969 los caminos de los dos Jorges se separan. Bergoglio se
ordena sacerdote y González Manent deja la Compañía de Jesús. ¡Cuelga los
hábitos antes de tomarlos! «Cuando empecé Teología vi el sacerdocio muy de
cerca y me sentí mal. [Y] cuando lo dejé le dije a mi madre que prefería ser un
buen laico a un mal cura», dirá Jorge González Manent. Pese a lo que insinúan
los rumores, no parece que González Manent abandonara el sacerdocio debido a su
inclinación sexual, lo hizo para casarse con una mujer. Recientemente ha puesto
por escrito sus recuerdos de la amistad con el actual papa en un opúsculo titulado
Yo y Bergoglio: jesuitas en formación. ¿Esconde este libro algún
secreto?
Extrañamente, ha sido retirado de las librerías y no está disponible ni
siquiera en el almacén de la editorial que lo ha publicado, donde —lo he
comprobado yendo a su sede— está registrado como «retirado a petición del
autor». El editor tampoco ha depositado Yo y Bergoglio en la Biblioteca
Nacional Argentina, como marca la ley. ¡Misterio! Los rumores sobre el papa
Francisco abundan. Algunos son ciertos: es verdad que el papa trabajó en una
fábrica de medias y también fue portero de discoteca. En cambio, algunas
habladurías propaladas por sus adversarios son falsas, como una presunta
enfermedad que le ha dejado «sin un pulmón» (en realidad solo le quitaron un
pedazo pequeño del derecho).
A una hora de carretera al oeste de Buenos Aires se encuentra el
seminario jesuita Colegio Máximo de San Miguel. En él me reúno con el sacerdote
y teólogo Juan Carlos Scannone, uno de los amigos más íntimos del papa. Me
acompaña Andrés Herrera, argentino, mi principal investigador en Latinoamérica,
que ha concertado esta cita.
Scannone, que nos recibe en un saloncito, tiene más de 86 años, pero se
acuerda perfectamente de sus años con Bergoglio y Manent. En cambio, ha
olvidado por completo la foto de los tres Jorges y el libro desaparecido.
—Jorge vivió aquí diecisiete años, primero como estudiante de filosofía
y teología, luego como provincial de los jesuitas y por último como rector del
colegio —me cuenta Scannone.
El teólogo es directo, sincero, y no elude ninguna pregunta. Abordamos
con mucha franqueza el tema de la homosexualidad de varios prelados argentinos
influyentes con los que Bergoglio ha estado en abierto conflicto, y Scannone
confirma o niega, según los nombres. Sobre el matrimonio gay es igual de
tajante:
—Creo que Jorge [Bergoglio] quería conceder derechos a las parejas
homosexuales, esa era realmente su intención. Pero no era favorable al
matrimonio debido al sacramento. La curia romana, en cambio, era contraria a
las uniones civiles. El cardenal Sodano era especialmente rígido. Y el nuncio
que estaba en Argentina también estaba totalmente en contra
de las
uniones civiles. —El nuncio era Adriano Bernardini, compañero de viaje de
Angelo Sodano, que tuvo una pésima relación con Bergoglio.
Hablamos de la matriz intelectual y psicológica de Francisco, en la que
habría que resaltar, ante todo, su pasado jesuita y su trayectoria de hijo de
emigrantes italianos. ¡El tópico de que «los argentinos, en general, son
italianos que hablan español» no deja de ser verdad en su caso!
Sobre la «teología de la liberación» Scannone repite, algo
maquinalmente, lo que ha escrito en varios libros.
—El papa siempre ha estado a favor de lo que se llama la opción
preferencial por los pobres. Por eso no rechaza la teología de la liberación
como tal, pero está en contra de su matriz marxista y contra cualquier uso de
la violencia. Prefiere lo que aquí en Argentina llamamos «teología del pueblo».
La teología de la liberación es una poderosa corriente de pensamiento
católico, sobre todo en Latinoamérica y, como veremos, un fenómeno esencial
para este libro. Me detendré a describirla, porque tiene una importancia
crucial en la gran batalla entre los clanes homosexuales del Vaticano durante
los papados de Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco.
Esta ideología posmarxista defiende, radicalizándola, la figura de
Cristo: milita por una Iglesia de los pobres, de los excluidos y de la
solidaridad. Popularizada a raíz de la Conferencia del Episcopado
Latinoamericano celebrada en Medellín, Colombia, en 1968, encontró su nombre
algo después en la pluma del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez, quien se
preguntaba incansablemente cómo decirles a los pobres que Dios les ama.
Durante la década de 1970 esta corriente de pensamiento plural, basada
en un corpus de textos heterogéneos, se propagó por Latinoamérica. A pesar de
sus divergencias, los teólogos de la liberación compartían la idea de que las
causas de la pobreza y la miseria eran económicas y sociales (todavía
desdeñaban los factores raciales, de identidad o de género). También defendían
una «opción preferencial por los pobres», lejos del lenguaje clásico de la
Iglesia sobre la caridad y la compasión. Los teólogos de la liberación ya no
veían a los pobres como «sujetos» a los que había que socorrer, sino como
«actores» dueños de su propia historia y de su liberación. Por último, esta
corriente de pensamiento era de esencia comunitaria. Partía del terreno y de la
base, sobre todo de las comunidades eclesiales, las pastorales populares y las
favelas, y en esto también rompía a la vez con una visión «eurocéntrica» y con
el centralismo de la curia romana.
—Al principio la teología de la liberación surgió en las calles, las
favelas, las comunidades de base. No se creó en universidades, sino en
comunidades eclesiales de base, las famosas CEB. Después, teólogos como Gustavo
Gutiérrez y Leonardo Boff sistematizaron sus ideas; de entrada, que el pecado
no es una cuestión personal, sino social. Dicho de otra forma, hay que prestar
menos atención a la masturbación y más a la explotación de las masas. Además,
esta teología toma ejemplo de Jesucristo, cuya acción está inspirada en los
pobres, tal como me explicó, durante una conversación en Río de Janeiro, el
dominico brasileño Frei Betto, una de las principales figuras de esta corriente
de pensamiento.
Algunos teólogos de la liberación fueron comunistas, guevaristas,
próximos a las guerrillas latinoamericanas o simpatizantes del castrismo.
Otros, tras la caída del Muro de Berlín, supieron evolucionar hacia la defensa
del medio ambiente, las cuestiones de identidad
de los
indígenas, las mujeres o los negros de Latinoamérica, abriéndose a las
cuestiones de «género». En los años noventa sus teólogos más renombrados,
Leonardo Boff y Gustavo Gutiérrez, empezaron a interesarse por las cuestiones
de identidad sexual y de género, contradiciendo las posiciones oficiales de los
papas Juan Pablo II y Benedicto XVI.
¿Hubo proximidad entre Jorge Bergoglio y la teoría de la liberación?
Este asunto se ha debatido mucho, teniendo en cuenta que en los años ochenta la
santa sede desató una campaña furibunda contra esta corriente de pensamiento y
redujo al silencio a varios de sus pensadores. En el Vaticano, los enemigos de
Francisco resaltan el pasado «liberacionista» de Francisco y su relación con
esos turbulentos pastores, y sus afines lo relativizan. En un libro de encargo
y de propaganda, Francisco, el papa americano, dos periodistas de L’Osservatore
Romano rechazan de plano cualquier afinidad del papa con esta corriente de
pensamiento.
Las personas que conocieron a Francisco con las que hablé en Argentina
son menos categóricas al respecto. Saben muy bien que los jesuitas en general y
Francisco en particular han acusado la influencia de estas ideas de izquierda.
—He distinguido cuatro corrientes de la teología de la liberación. Una
de ellas, la teología del pueblo, es la que mejor refleja el pensamiento de
Bergoglio. Nosotros no utilizamos la categoría de la lucha de clases tomada del
marxismo y rechazamos de plano la violencia —explica Juan Carlos Scannone.
Este amigo del papa insiste, sin embargo, en que tanto en Argentina
como todavía hoy en Roma ha mantenido una buena relación con los dos
principales teólogos de la liberación, Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff, ambos
sancionados por Joseph Ratzinger.
Para saber más, viajo a Uruguay cruzando el Río de la Plata en barco,
una travesía de tres horas desde Buenos Aires. Uno de los transbordadores se
llama Papa Francisco. En Montevideo estoy citado con el cardenal Daniel Sturla,
un prelado joven, afable y gay-friendly, que encarna la línea moderna de
la Iglesia del papa Francisco. Sturla nos recibe, a Andrés y a mí, con una
camisa negra de manga corta, y me fijo en el reloj Swatch que lleva en la
muñeca, bien distinto de los relojes de lujo que ostentan muchos cardenales
italianos. La entrevista, prevista para unos veinte minutos, dura más de una
hora.
—El papa se encuadra en lo que aquí llamamos «teología del pueblo». Es
una teología de la gente, de los pobres —me dice Sturla tomando un sorbo de
mate.
Al igual que el Che, que lo compartía con sus soldados, Sturla insiste
en que pruebe esta bebida tradicional amarga y estimulante en la calabaza,
indicándome que aspire por la bombilla.
Para el cardenal Sturla la cuestión de la violencia es la diferencia
fundamental entre «teología de la liberación» y «teología del pueblo». Según
él, era legítimo que la Iglesia rechazara a los curas guevaristas que empuñaban
las armas y se unían a las guerrillas latinoamericanas.
En Buenos Aires el pastor luterano Lisandro Orlov, no obstante,
relativiza estas sutilezas:
—La teología de la liberación y la teología del pueblo se parecen. Yo
diría que la segunda es la versión argentina de la primera. Es muy populista,
digamos que peronista. Es muy típico de Bergoglio, que nunca fue de izquierdas
pero sí peronista.
Por último,
Marcelo Figueroa, un protestante que durante años presentó con Bergoglio un
célebre programa televisivo sobre la tolerancia interreligiosa, y con quien
conversé en el famoso café Tortoni de Buenos Aires, comenta:
—Se puede decir que Bergoglio es de izquierdas aunque, en materia de
teología, es más bien conservador. ¿Peronista? No lo creo. Tampoco es un
verdadero teólogo de la liberación. ¿Guevarista? Puede que simpatizara con las
ideas del Che Guevara, pero no con su práctica. No se le puede encasillar. Es
ante todo un jesuita.
Figueroa fue el primero que se atrevió a hacer una comparación con el
Che. Otros curas argentinos con los que hablé también sacaron a relucir esta
imagen. Es interesante. No, desde luego, la del Che Guevara marcial y criminal
de La Habana, del compañero revolucionario sectario con sangre en las manos, ni
la del guerrillero adoctrinado de Bolivia. La violencia teórica y práctica del
Che no tiene nada que ver con Francisco. Pero el futuro papa no fue indiferente
a esta «poesía del pueblo» y el mito del Che le fascinó, como a muchos
argentinos y muchos jóvenes rebeldes de todo el mundo (Bergoglio tenía 23 años
cuando estalló la Revolución cubana). ¿Cómo no iba a sentirse atraído por su
compatriota, el joven médico de Rosario que sale de su país en moto para
conocer las «periferias» latinoamericanas, el que descubre on the road
la pobreza, la miseria, a los trabajadores explotados, a los indios y a todos
los «condenados de la tierra»? Eso es lo que le gusta al papa, el «primer» Che,
todavía compasivo, generoso y poco ideológico, con la rebelión a flor de piel y
el ascetismo social, el que rechaza los privilegios y, siempre con un libro a
mano, lee poesía. Si el pensamiento de Francisco se inclina de alguna manera
hacia el guevarismo (y no hacia el castrismo ni el marxismo) no es tanto por su
catecismo leninista como por su romanticismo un poco ingenuo, esa leyenda que
en el fondo no coincide con la realidad.
Como vemos, nada más lejos de la imagen que la extrema derecha católica
intenta endosar a Francisco, la de un «papa comunista» o «marxista», como dicen
sin rodeos varios obispos y nuncios en Roma. Las acusaciones contra él van
desde haber llevado a la isla de Lesbos refugiados musulmanes y no cristianos,
favorecer a los sintecho o querer vender las iglesias para ayudar a los pobres
hasta, por supuesto, haber hecho declaraciones gay-friendly. Estas críticas
obedecen a una agenda política y no a una fe católica.
¿Francisco, comunista? ¡Las palabras tienen un sentido! Figueroa no
sale de su asombro ante la mala fe de los adversarios de Bergoglio que, con sus
cardenales de extrema derecha, los Raymond Burke y Robert Sarah, forman un
movimiento al estilo del Tea Party estadounidense.
Antes de ser romanos, los principales enemigos del papa Francisco
fueron argentinos. Es interesante remontarse al origen de la oposición a
Bergoglio, muy reveladora para nuestro asunto. Detengámonos aquí en tres
figuras destacadas en las circunstancias tan especiales de la dictadura
argentina: el nuncio Pío Laghi, Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, y el
futuro cardenal Leonardo Sandri.
El primero, nuncio en Buenos Aires de 1974 a 1980, no se malquistó con
Jorge Bergoglio hasta mucho después, cuando, siendo ya cardenal, dirigió la
Congregación para la Educación Católica. De todos modos durante sus años
argentinos mantuvo una relación estrecha con las juntas militares, que fueron
responsables de al menos 15.000 fusilamientos y
30.000
desapariciones, así como de un millón de exiliados. La actitud de Pío Laghi ha
concitado muchas críticas, entre otras cosas porque el nuncio jugaba al tenis
con uno de los dictadores. Aunque varias personas con las que hablé, como el
teólogo y amigo del papa Juan Carlos Scannone y Eduardo Valdés, exembajador de
Argentina en el Vaticano, quitan importancia a esta amistad y a su colaboración
con la dictadura.
El arzobispo Claudio Maria Celli, que fue adjunto de Pío Laghi en
Argentina a finales de los años ochenta, me dijo en una conversación que
mantuvimos en Roma:
—Es cierto que Laghi se reunía con Videla [que lideró el golpe de
Estado y presidió Argentina durante la dictadura], pero era una política más
sutil de lo que se cuenta hoy. Trataba de influir en su línea de acción.
Los archivos desclasificados por el gobierno de Estados Unidos y
también varios testimonios que recogí en Buenos Aires y en Roma señalan, por el
contrario, que Pío Laghi fue cómplice de los militares, informador de la CIA y
un homosexual introvertido. Los archivos del Vaticano, en cambio, que también
se han desclasificado parcialmente, tienden a exculparle (como cabía esperar).
Lo que se desprende de la lectura de las 4.600 notas y documentos de la CIA y
del Departamento de Estado desclasificados, que hemos podido consultar
minuciosamente, es ante todo la relación del nuncio con la embajada de Estados
Unidos. En una serie de memorandos de 1975 y 1976 cuyo texto conservo, Laghi se
lo cuenta todo al embajador estadounidense y sus colaboradores. En su presencia
defiende constantemente la causa de los dictadores Videla y Viola, según él
unos «hombres buenos» que querían «corregir los abusos» de la dictadura. El
nuncio exculpa a los militares de sus crímenes y dice que la violencia la
ejerce tanto el gobierno como la oposición «marxista». También niega ante los
agentes estadounidenses que en Argentina exista persecución contra los curas.
(Al menos diez fueron asesinados.)
Según mis fuentes, la homosexualidad de Pío Laghi podría explicar sus
posiciones próximas a la dictadura, una matriz que se da con frecuencia. Por
supuesto, la homosexualidad no le predestinaba a la colaboración, pero al
hacerle vulnerable frente a los militares, que conocían su tendencia, pudo
obligarle al silencio. No obstante, Laghi fue más lejos y optó por relacionarse
con la mafia gay fascistoide que rodeaba al gobierno.
—Pío Laghi fue un aliado de la dictadura —zanja Lisandro Orlov, pastor
luterano, uno de los que mejor conocen la Iglesia católica argentina y de los
verdaderos opositores a la junta militar. Hablo con él varias veces en su casa
de Buenos Aires y luego en París.
Una de las famosas Madres de la Plaza de Mayo, que reúnen a las madres
de las víctimas, también ha declarado ante la justicia contra Laghi. En Buenos
Aires pude ver las manifestaciones que celebraban las Madres todos los jueves a
las 15.30 en la Plaza de Mayo.
En Argentina, varios periodistas de investigación con los que he
hablado están indagando sobre los vínculos entre Laghi y la dictadura y sobre
la doble vida del nuncio. Me hablan sobre todo de sus taxi-boys, un
eufemismo argentino para decir prostitutos. En los próximos años saldrán a la
luz más revelaciones.
Durante la dictadura, Héctor Aguer y Leonardo Sandri todavía eran unos
curas jóvenes, influyentes, sin duda, pero sin grandes responsabilidades. El
primero llegaría a ser arzobispo de La Plata muchos años después; el segundo,
futuro nuncio y cardenal, fue nombrado «sustituto» del Vaticano («ministro del
Interior») en el año 2000 y se convirtió en uno de los prelados más influyentes
de la Iglesia católica durante los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Ambos han sido tenaces enemigos de Jorge Bergoglio, quien, ya papa, obligó a
Aguer a jubilarse apenas una semana después de cumplir los 75 años, y siempre
mantuvo a raya a Sandri.
Según varios testimonios, los dos argentinos, que se hicieron amigos,
eran «comprensivos» con la dictadura. Próximos a las corrientes más
reaccionarias del catolicismo (el Opus Dei en el caso de Aguer, y más tarde los
Legionarios de Cristo en el de Sandri), ambos fueron feroces adversarios de la
teología de la liberación. El lema «Dios y Patria» del régimen, mezcla de
revolución nacional y fe católica, les gustaba.
La prensa describe a Héctor Aguer como «ultraconservador» de la
«derecha fascista», «cruzado», «cómplice de la dictadura» o «fundamentalista».
Pese a su voz afectada —cuando nos reunimos con él citó de memoria en italiano
fragmentos de Madama Butterfly—, también tiene fama de ser un homófobo
recalcitrante. Él mismo reconoce haber estado en primera línea del combate
contra el matrimonio gay en Argentina. Aunque niega cualquier afinidad
ideológica con la dictadura, ataca con saña la teología de la liberación «que
siempre ha estado infectada por el virus marxista».
—Aguer es la extrema derecha de la Iglesia argentina —me explica Miriam
Lewin, una periodista argentina de Channel 13 que fue encarcelada durante la
dictadura. (No pude hablar con Aguer durante mis viajes a Buenos Aires, pero mi
investigador argentino y chileno, Andrés Herrera, le entrevistó en su casa de
verano de Tandil, a 360 kilómetros de Buenos Aires. Aguer veraneaba allí en
compañía de una treintena de seminaristas, y Andrés fue invitado a comer con el
viejo arzobispo rodeado de sus «muchachos», como los llama, algunos de los
cuales «reproducían todos los tópicos de la homosexualidad».)
En cuanto a Sandri, con quien pude hablar en Roma y que más tarde, como
veremos, sería un personaje crucial del Vaticano, por entonces ya se situaba en
la extrema derecha del espectro político católico. Amigo del nuncio Pío Laghi y
enemigo de Jorge Bergoglio, falta de toda crítica hacia la dictadura llamó la
atención y dio pie a muchos rumores sobre sus relaciones, su dureza política y
su habilidad para el engatusamiento. Según el testimonio de un jesuita que
estaba en el seminario menor con él, su juventud fue tormentosa y en el
seminario se conocía su capacidad para crear problemas. Cuando todavía era
adolescente «nos sorprendía con su afán de seducir intelectualmente a sus
superiores, y les contaba todos los rumores que corrían sobre los
seminaristas», me dice mi fuente.
Varios otros, como el teólogo Juan Carlos Scannone o el biblista
Lisandro Orlov, me describen los años argentinos de Sandri y me dan
informaciones de primera mano. Sus testimonios concuerdan. ¿Obligaron los
rumores a Sandri, con su imagen inconformista, a marcharse de Argentina cuando
cayó la dictadura? ¿Cogió el portante al sentirse en peligro? Es una
posibilidad. El caso es que, siendo hombre de confianza de Juan Carlos
Aramburu, arzobispo de Buenos Aires, Sandri fue enviado a Roma, donde se acabaría
convirtiendo en un diplomático. Ya no volvería a vivir en su país. Fue
destinado a Madagascar, luego a Estados Unidos, donde trabajó como adjunto de
Pío Laghi en Washington y se codeaba con los ultraconservadores cristianos;
después le nombraron nuncio apostólico en Venezuela y de allí pasó a México,
donde los rumores sobre su vida mundana y su extremismo le persiguieron, según
varios testimonios que he recogido en Caracas y en Ciudad
de México. En
el año 2000 se asentó en Roma para convertirse en «ministro del Interior» de
Juan Pablo II. (En su Testimonianza, el
arzobispo Viganò acusa a Sandri, sin aportar pruebas, de haber encubierto
abusos sexuales en el ejercicio de sus funciones en Venezuela y en Roma, y de
haber estado «muy dispuesto a colaborar» en las «maniobras de encubrimiento».)
Así las cosas, la actitud de Jorge Bergoglio durante la dictadura
parece más valiente de lo que se ha dicho. Comparado con Pío Laghi, Héctor
Aguer, Leonardo Sandri, un episcopado cuya prudencia rozaba la connivencia, y
con muchos curas que siguieron el juego del fascismo, el futuro papa dio
muestras de un indiscutible espíritu de resistencia. No fue un héroe, desde
luego, pero tampoco colaboró con el régimen.
El abogado Eduardo Valdés, que fue embajador de Argentina ante la santa
sede en la década de 2010 y que es una persona próxima a la expresidenta del
país Cristina Fernández, nos recibe a Andrés y a mí en su café privado
«peronista» del centro de Buenos Aires. El hombre es lenguaraz; estupendo, le
dejo que hable delante de una grabadora bien visible. Me resume la que a su
juicio es la ideología de Francisco (una teología de la liberación con salsa
argentina y peronista) y me informa sobre las complicidades eclesiásticas con
la junta militar. También hablamos del nuncio Pío Laghi, del arzobispo de La
Plata, Héctor Aguer, del cardenal Leonardo Sandri y de muchos otros prelados
que fueron adversarios notorios del cardenal Bergoglio. El embajador recuerda,
ahora sin precaución, entre grandes carcajadas peronistas, las costumbres
desvergonzadas y las francachelas de algunos obispos de la Conferencia
Episcopal Argentina o de sus afines. De ser cierto, en este clero hay muchos
curas de actitud rígida que en realidad tienen una doble vida. (Información
confirmada por otros obispos y curas con los que he hablado en Buenos Aires y
por el militante LGBT Marcelo Ferreyra, que tiene expedientes muy completos,
elaborados por sus abogados, sobre los prelados más homófobos y «enclosetados»
de Argentina.)
No tardaré en descubrir comportamientos parecidos en Chile, México,
Colombia, Perú, Cuba y el resto de los 11 países latinoamericanos donde hice
indagaciones para este libro. Y siempre me topé con esta regla de Sodoma, ya
bien confirmada y que el futuro papa comprendió durante sus años argentinos: el
clero más homófobo suele ser el más practicante.
Hay un último aspecto que permite explicar las posiciones del cardenal
Bergoglio cuando llegó a papa: el debate sobre las uniones civiles (2002-2007)
y el matrimonio (2009-2010). Contra todo pronóstico, en julio de 2010 Argentina
se convirtió en el primer país latinoamericano que permitió el matrimonio para
las parejas del mismo sexo.
Se ha vertido mucha tinta sobre la actitud equívoca del futuro papa,
que nunca fue muy claro al respecto cuando estaba en Buenos Aires. Para resumir
su postura podría decirse que Francisco ha sido relativamente moderado en
materia de uniones civiles y no ha querido incitar a los obispos a echarse a la
calle, pero se ha opuesto con todas sus fuerzas al matrimonio homosexual. En
Argentina las uniones civiles se extendieron poco a poco, a raíz de decisiones
locales, lo que dificultó una movilización de gran amplitud; mientras que el
matrimonio, debatido en el parlamento con el respaldo de la entonces presidenta
Fernández, suscitó un debate nacional.
Los
detractores de Bergoglio señalan que también fue ambiguo sobre las uniones
civiles y se contradijo cuando estas fueron aprobadas en el distrito de Buenos
Aires. En realidad, como no dijo casi nada, ¡habrá que interpretar sus
silencios!
—Yo creo que Jorge [Bergoglio] era favorable a las uniones civiles. A
su juicio era una ley que ampliaba los derechos civiles. Las habría aceptado si
[el Vaticano] no se hubiera cerrado en banda —comenta Marcelo Figueroa.
Los amigos más íntimos del futuro papa con los que hablé destacan las
trabas que puso Roma a las iniciativas de Bergoglio a favor de los
homosexuales. Según ellos, Bergoglio comentaba en privado que esa ley era un
buen compromiso para evitar el matrimonio. «Estaba muy aislado», señalan sus
amigos, añadiendo que entre el Vaticano y el futuro papa se entabló una
durísima pelea. Ante la falta de apoyos y la ambigüedad de los curas
argentinos, Bergoglio acabó renunciando a sus ideas más abiertas.
El hombre clave de Roma en Argentina era, justamente, el arzobispo de
La Plata, Héctor Aguer. Benedicto XVI contaba con este homófobo visceral para
poner coto a las ideas demasiado «violentamente moderadas» de Bergoglio. En su
afán por quitarse de enmedio al cardenal de Buenos Aires, Benedicto XVI, según
comentan, le prometió a Aguer que lo nombraría para ocupar su puesto en cuanto
el otro cumpliera la edad límite de 75 años (Aguer hizo afirmaciones en este
sentido). Sintiéndose respaldado desde las alturas, Aguer, por lo general afeminado,
reforzó su faceta más machista. Rodeado de una retahíla de niños bonitos y
efebos seminaristas, el prelado lanzó una campaña furibunda contra las uniones
civiles y el matrimonio homosexual.
—Los cardenales Sodano y Sandri, y luego Bertone, dirigían desde Roma
las maniobras argentinas contra Bergoglio apoyándose, sobre el terreno, en el
arzobispo Héctor Aguer y el nuncio Adriano Bernardini —me explica Lisandro
Orlov.
(El día en que eligieron a Francisco, Aguer estaba tan despechado que
no hizo que tocaran las campañas del arzobispado de La Plata, como manda la
tradición; el nuncio Bernardini enfermó por el disgusto…)
Por tanto, el futuro papa no tenía ningún margen de maniobra frente a
Roma. Los testigos confirman, por ejemplo, que el Vaticano replicó a todos los
nombres de sacerdotes propuestos para obispos por Bergoglio, generalmente
progresistas, nombrando candidatos conservadores.
—Héctor Aguer quiso tenderle una trampa a Bergoglio. Radicalizó las
posiciones de la Iglesia católica sobre el matrimonio para obligarle a salir de
su mutismo. Para comprender a Bergoglio hay que escuchar sus silencios sobre
las uniones civiles y sus palabras contra el matrimonio homosexual —sigue
explicando Lisandro Orlov.
Una opinión confirmada por el padre Guillermo Marcó, por entonces
asistente personal y portavoz del cardenal Bergoglio, que nos recibe, a Andrés
y a mí, en su despacho, una antigua nunciatura convertida en fundación
universitaria, situada en el centro de Buenos Aires:
—El Vaticano era contrario a las uniones civiles y Bergoglio, como
arzobispo, debía seguir esa línea. Yo era el portavoz y le aconsejé soslayar el
tema, no hablar de uniones civiles para no tener que criticarlas. A fin de
cuentas, era una unión sin sacramento y no se trataba de un matrimonio, ¿por
qué hablar de ello? Jorge aprobó esa estrategia. Informé a las organizaciones
homosexuales de Buenos Aires de que no nos pronunciaríamos al respecto y de que
les pedíamos que no se mezclaran en esa batalla, ese era nuestro objetivo —me
indica Marcó.
Un buen profesional, joven y gay-friendly, el padre Marcó.
Hablamos un buen rato delante de una pequeña Nagra encendida y muy visible, la
marca de grabadora preferida por los periodistas profesionales de radio.
Recordando una batalla clásica, me explica el eterno conflicto entre los curas
de ciudad y los curas de campo:
—El cardenal Bergoglio vivía en Buenos Aires, en una zona urbana, a
diferencia de los otros obispos, que ejercían en provincias o en zonas rurales.
En contacto con esta gran ciudad, evolucionó mucho. Comprendió lo que pasaba
con la droga, con la prostitución, los desafíos de los barrios, de la
homosexualidad. Se convirtió en un obispo urbano.
Según dos fuentes distintas, el cardenal Bergoglio se mostró
comprensivo con los curas argentinos que bendecían las uniones homosexuales.
Sin embargo, en 2009, cuando se entabla el debate sobre el matrimonio
de las parejas del mismo sexo, la actitud del arzobispo Jorge Bergoglio cambia.
Eso fue después de su fracaso en el cónclave, al que no logró convencer de su
postura, frente a Joseph Ratzinger. ¿Será que quería dar garantías?
El caso es que Bergoglio se vuelve beligerante, tiene palabras muy
duras contra el matrimonio homosexual («un ataque que pretende destruir los
planes de Dios») y convoca a los políticos, como al alcalde de Buenos Aires,
para sermonearles. Se opone públicamente a la presidenta de la nación, Cristina
Fernández, con quien mantiene un pulso que cobra visos de arreglo de cuentas, y
acaba perdiendo. El futuro papa también intenta acallar a los curas que se
expresan a favor del matrimonio homosexual, les sanciona y anima a las escuelas
católicas a salir a la calle. Esta imagen de dureza contrasta, al menos, con la
del papa que pronunciará su famoso «¿Quién soy yo para juzgar?». Bergoglio no
es Francisco, resume con una sentencia ácida la periodista Miriam Lewin.
El pastor luterano argentino Lisandro Orlov, por su parte, añade:
—¡Eso explica que en Buenos Aires todos se pusieran en contra de
Bergoglio! Aunque no todos se han vuelto partidarios de Francisco desde que es
papa.
Sin embargo, los militantes homosexuales que se enfrentaron a Bergoglio
en el asunto del matrimonio reconocen que había que tener en cuenta la
situación. Tal es la opinión de Osvaldo Bazán, autor de una imprescindible
historia de la homosexualidad:
—Cabe recordar que el cardenal Antonio Quarracino, arzobispo de Buenos
Aires, ¡quería deportar a los homosexuales a una isla! En cuanto a Héctor
Aguer, es tan caricaturesco que mejor no hablar de él. Bergoglio tuvo que tomar
posición ante este ambiente visceralmente homófobo —me dice.
Al parecer, el cardenal Bergoglio también se mostró comprensivo con el
obispo de Santiago del Estero, Juan Carlos Maccarone, cuando le denunciaron por
homosexual. Este prelado, muy respetado y próximo a la teología de la
liberación, tuvo que dimitir después que el Vaticano y los medios recibieran
una cinta de vídeo donde se le veía con un joven de 23 años. Bergoglio,
convencido de que era un arreglo de cuentas político y un chantaje, encargó a
su portavoz Guillermo Marcó que le defendiera y expresara su «afecto y
comprensión» al prelado. En cambio, el papa Benedicto XVI presionó para que
fuera apartado.
(Sobre otro
escándalo: no voy a ocuparme aquí del caso de Julio Grassi porque supera los
límites de este libro. Según varios medios, el cura argentino, sospechoso de
cometer abusos sexuales con 17 menores, contó con la protección de Bergoglio,
que llegó a proponer a la Conferencia Episcopal, siendo su presidente, que
pagara la defensa del abusador, y realizó una contrainvestigación para tratar
de disculparle. En 2009 el padre Grassi fue condenado a quince años de cárcel,
pena confirmada por la Corte Suprema de Justicia argentina en 2017.)
Uno de los especialistas en religión católica argentina, consejero
influyente del gobierno actual, resume de este modo el debate:
—¿Qué espera usted de Francisco? Es un sacerdote peronista de 82 años.
¿Cómo quiere que a esa edad sea moderno y progresista? Es más bien de izquierdas
en asuntos sociales y más bien de derechas en asuntos morales y de sexualidad.
¡Es un tanto ingenuo esperar que un viejo peronista sea progresista!
De modo que las posiciones del cardenal Bergoglio hay que situarlas en
este contexto general. Según uno de sus allegados, fue «conservador sobre el
matrimonio, pero no homófobo». Y añade, diciendo en voz alta lo que todos
piensan para sus adentros:
—Si Jorge Bergoglio se hubiera mostrado favorable al
matrimonio gay, nunca le habrían elegido papa.
5º
EL SÍNODO
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