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martes, 9 de abril de 2019

SODOMA (Pode y escándalo en el Vaticano) Capítulo 4º


‘Sodoma’: la bomba que el Vaticano no quería que viera la luz… ¿o quizás sí?

Por Sergio del Amo | 08 Abr 19

JNSP


El sociólogo y periodista Frédéric Martel en estos momentos está equipado con catorce abogados de los mejores bufetes del mundo. Y se entiende tal sobreprotección jurídica porque, lejos de analizar con su pluma mordaz la cultura de masas como hizo en 2010 en su ‘Cultura mainstream: Cómo nacen los fenómenos de masas’, ahora toca un tema muchísimo más espinoso: la homosexualidad en el Vaticano. ‘Sodoma: Poder y escándalo en el Vaticano’, publicado por la editorial Roca, en estos momentos es el libro de teología y filosofía de la religión más vendido en nuestro país a través de Amazon. Pero del mismo modo que ‘Leaving Neverland‘ desde hace semanas es motivo de debate en medio globo, y con razón, lo cierto es que se echa en falta que la última obra de Martel no esté siendo más discutida tanto en los medios como entre los ciudadanos de a pie. Quizá muchos, pese a la curiosidad, se han echado atrás al comprobar que tiene la friolera de 640 páginas. El formato documental, sin duda, siempre tiene más adeptos.

La premisa de Martel es muy clara. Durante cuatro años ha tenido la oportunidad de charlar con 1.500 personas del entorno papal de treinta países, entre los que destacan 41 cardenales, 52 obispos y monseñores, 45 nuncios apostólicos y cerca de 200 sacerdotes y seminaristas. Aunque se hable de algunos de los repugnantes abusos a menores que la Iglesia ha perpetrado impunemente durante décadas (se cuenta, por ejemplo, la historia del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, quien fuera un auténtico depredador protegido por la Santa Sede, y sobre todo, por Juan Pablo II), el libro de Martel va por otros derroteros: la hipócrita doble moral de la Iglesia respecto a la homosexualidad y cómo muchos de sus principales líderes viven una doble vida que poco, por no decir nada, tiene que ver con lo que predican. Hablando en plata: de puertas para fuera no rehúsan a emplear un discurso radicalmente homófobo cuando, en la intimidad, viven su sexualidad de un modo no tan secreto como algunos piensan. Como bien apunta el autor, los más homófobos suelen ser los que más tienen que ocultar. Y esto no solamente es aplicable a la Iglesia.

Algunos podrán acusar a Martel de recrearse en sacar del armario a demasiadas personas a lo largo de estas páginas, pero lo fascinante del asunto es cómo sus interlocutores, lejos de dar la callada por respuesta, no tienen impedimento alguno en señalar y hablar sin tapujos de esta conducta que sigue la misma premisa del “don’t ask, don’t tell” estadounidense. Los secretos en la Santa Sede tienen las patas muy cortas, y más cuando el lector advierte que sus propios protagonistas son los primeros en querer destapar esta reprimida realidad que nada tiene que ver con un lobby gay. Al contrario: los chantajes y las amenazas al respecto de la orientación sexual están a la orden del día en ese microcosmos que es el Vaticano.

Martel deja en muy mal lugar a Juan Pablo II (no hay que olvidar que él y sus principales palmeros, como el secretario de Estado en la Santa Sede, Angelo Sodano, o su secretario personal, Stanislaw Dziwisz, se opusieron al uso del preservativo en los tiempos en que el VIH acababa con la vida de millones de personas); se compadece de algún modo de Benedicto XVI (quien fuera conocedor de esta situación: uno de los múltiples motivos que, según él, le llevaron a renunciar a su pontificado en 2013) y deja la puerta abierta a un posible cambio en manos del Papa Francisco. El tiempo dirá…

Por el libro también se pasean los chaperos de la romana estación de Termini; los dos Vatileaks que pusieron en jaque los cimientos del catolicismo; unas capas magnas dignas de las mayores divas del pop; un Rouco Varela que no pudo frenar la legalización del matrimonio homosexual en España en 2005 y, en definitiva, un sinfín de tramas, historias y anécdotas fascinantes capaces de enganchar a cualquiera. No tengan miedo a su extensión porque estas páginas valen mucho la pena.

4º Capítulo
SODOMA
BUENOS AIRES

La imagen se conoce como «la foto de los tres Jorges». Está en blanco y negro. Al futuro papa, Jorge Bergoglio, a la izquierda, con alzacuellos, se le ve muy contento. A la derecha se reconoce a Jorge Luis Borges, el más grande escritor argentino, ciego, con sus gruesas gafas y semblante serio. Entre los dos hombres se encuentra un joven seminarista, también con alzacuello, flaco, de una belleza turbadora; trata de esquivar el aparato fotográfico y baja la mirada. Estamos en agosto de 1965.
Esta foto, descubierta en los últimos años, dio lugar a murmuraciones. El joven seminarista en cuestión tiene hoy más de 80 años, la misma edad que Francisco. Se llama Jorge González Manent. Vive en una quinta situada a unos treinta kilómetros al oeste de la capital argentina, no lejos del colegio jesuita donde estudió con el futuro papa. Juntos hicieron los
primeros votos religiosos cuando tenían 23 años. Amigos íntimos durante unos diez años, ambos recorrieron la Argentina profunda y viajaron por Latinoamérica, en especial por Chile, donde fueron estudiantes en Valparaíso. Un célebre compatriota había emprendido la misma ruta varios años antes: el Che.
En 1965 Jorge Bergoglio y Jorge González Manent, siempre inseparables, trabajan en otro centro, el colegio de la Inmaculada Concepción. Aquí, con 29 años, invitan al escritor Borges a participar en sus cursos de literatura. La famosa foto se debió de tomar después de la clase.
El 1968-1969 los caminos de los dos Jorges se separan. Bergoglio se ordena sacerdote y González Manent deja la Compañía de Jesús. ¡Cuelga los hábitos antes de tomarlos! «Cuando empecé Teología vi el sacerdocio muy de cerca y me sentí mal. [Y] cuando lo dejé le dije a mi madre que prefería ser un buen laico a un mal cura», dirá Jorge González Manent. Pese a lo que insinúan los rumores, no parece que González Manent abandonara el sacerdocio debido a su inclinación sexual, lo hizo para casarse con una mujer. Recientemente ha puesto por escrito sus recuerdos de la amistad con el actual papa en un opúsculo titulado Yo y Bergoglio: jesuitas en formación. ¿Esconde este libro algún secreto?
Extrañamente, ha sido retirado de las librerías y no está disponible ni siquiera en el almacén de la editorial que lo ha publicado, donde —lo he comprobado yendo a su sede— está registrado como «retirado a petición del autor». El editor tampoco ha depositado Yo y Bergoglio en la Biblioteca Nacional Argentina, como marca la ley. ¡Misterio! Los rumores sobre el papa Francisco abundan. Algunos son ciertos: es verdad que el papa trabajó en una fábrica de medias y también fue portero de discoteca. En cambio, algunas habladurías propaladas por sus adversarios son falsas, como una presunta enfermedad que le ha dejado «sin un pulmón» (en realidad solo le quitaron un pedazo pequeño del derecho).

A una hora de carretera al oeste de Buenos Aires se encuentra el seminario jesuita Colegio Máximo de San Miguel. En él me reúno con el sacerdote y teólogo Juan Carlos Scannone, uno de los amigos más íntimos del papa. Me acompaña Andrés Herrera, argentino, mi principal investigador en Latinoamérica, que ha concertado esta cita.
Scannone, que nos recibe en un saloncito, tiene más de 86 años, pero se acuerda perfectamente de sus años con Bergoglio y Manent. En cambio, ha olvidado por completo la foto de los tres Jorges y el libro desaparecido.
—Jorge vivió aquí diecisiete años, primero como estudiante de filosofía y teología, luego como provincial de los jesuitas y por último como rector del colegio —me cuenta Scannone.
El teólogo es directo, sincero, y no elude ninguna pregunta. Abordamos con mucha franqueza el tema de la homosexualidad de varios prelados argentinos influyentes con los que Bergoglio ha estado en abierto conflicto, y Scannone confirma o niega, según los nombres. Sobre el matrimonio gay es igual de tajante:
—Creo que Jorge [Bergoglio] quería conceder derechos a las parejas homosexuales, esa era realmente su intención. Pero no era favorable al matrimonio debido al sacramento. La curia romana, en cambio, era contraria a las uniones civiles. El cardenal Sodano era especialmente rígido. Y el nuncio que estaba en Argentina también estaba totalmente en contra
de las uniones civiles. —El nuncio era Adriano Bernardini, compañero de viaje de Angelo Sodano, que tuvo una pésima relación con Bergoglio.
Hablamos de la matriz intelectual y psicológica de Francisco, en la que habría que resaltar, ante todo, su pasado jesuita y su trayectoria de hijo de emigrantes italianos. ¡El tópico de que «los argentinos, en general, son italianos que hablan español» no deja de ser verdad en su caso!
Sobre la «teología de la liberación» Scannone repite, algo maquinalmente, lo que ha escrito en varios libros.
—El papa siempre ha estado a favor de lo que se llama la opción preferencial por los pobres. Por eso no rechaza la teología de la liberación como tal, pero está en contra de su matriz marxista y contra cualquier uso de la violencia. Prefiere lo que aquí en Argentina llamamos «teología del pueblo».

La teología de la liberación es una poderosa corriente de pensamiento católico, sobre todo en Latinoamérica y, como veremos, un fenómeno esencial para este libro. Me detendré a describirla, porque tiene una importancia crucial en la gran batalla entre los clanes homosexuales del Vaticano durante los papados de Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco.
Esta ideología posmarxista defiende, radicalizándola, la figura de Cristo: milita por una Iglesia de los pobres, de los excluidos y de la solidaridad. Popularizada a raíz de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín, Colombia, en 1968, encontró su nombre algo después en la pluma del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez, quien se preguntaba incansablemente cómo decirles a los pobres que Dios les ama.
Durante la década de 1970 esta corriente de pensamiento plural, basada en un corpus de textos heterogéneos, se propagó por Latinoamérica. A pesar de sus divergencias, los teólogos de la liberación compartían la idea de que las causas de la pobreza y la miseria eran económicas y sociales (todavía desdeñaban los factores raciales, de identidad o de género). También defendían una «opción preferencial por los pobres», lejos del lenguaje clásico de la Iglesia sobre la caridad y la compasión. Los teólogos de la liberación ya no veían a los pobres como «sujetos» a los que había que socorrer, sino como «actores» dueños de su propia historia y de su liberación. Por último, esta corriente de pensamiento era de esencia comunitaria. Partía del terreno y de la base, sobre todo de las comunidades eclesiales, las pastorales populares y las favelas, y en esto también rompía a la vez con una visión «eurocéntrica» y con el centralismo de la curia romana.
—Al principio la teología de la liberación surgió en las calles, las favelas, las comunidades de base. No se creó en universidades, sino en comunidades eclesiales de base, las famosas CEB. Después, teólogos como Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff sistematizaron sus ideas; de entrada, que el pecado no es una cuestión personal, sino social. Dicho de otra forma, hay que prestar menos atención a la masturbación y más a la explotación de las masas. Además, esta teología toma ejemplo de Jesucristo, cuya acción está inspirada en los pobres, tal como me explicó, durante una conversación en Río de Janeiro, el dominico brasileño Frei Betto, una de las principales figuras de esta corriente de pensamiento.
Algunos teólogos de la liberación fueron comunistas, guevaristas, próximos a las guerrillas latinoamericanas o simpatizantes del castrismo. Otros, tras la caída del Muro de Berlín, supieron evolucionar hacia la defensa del medio ambiente, las cuestiones de identidad
de los indígenas, las mujeres o los negros de Latinoamérica, abriéndose a las cuestiones de «género». En los años noventa sus teólogos más renombrados, Leonardo Boff y Gustavo Gutiérrez, empezaron a interesarse por las cuestiones de identidad sexual y de género, contradiciendo las posiciones oficiales de los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI.
¿Hubo proximidad entre Jorge Bergoglio y la teoría de la liberación? Este asunto se ha debatido mucho, teniendo en cuenta que en los años ochenta la santa sede desató una campaña furibunda contra esta corriente de pensamiento y redujo al silencio a varios de sus pensadores. En el Vaticano, los enemigos de Francisco resaltan el pasado «liberacionista» de Francisco y su relación con esos turbulentos pastores, y sus afines lo relativizan. En un libro de encargo y de propaganda, Francisco, el papa americano, dos periodistas de L’Osservatore Romano rechazan de plano cualquier afinidad del papa con esta corriente de pensamiento.
Las personas que conocieron a Francisco con las que hablé en Argentina son menos categóricas al respecto. Saben muy bien que los jesuitas en general y Francisco en particular han acusado la influencia de estas ideas de izquierda.
—He distinguido cuatro corrientes de la teología de la liberación. Una de ellas, la teología del pueblo, es la que mejor refleja el pensamiento de Bergoglio. Nosotros no utilizamos la categoría de la lucha de clases tomada del marxismo y rechazamos de plano la violencia —explica Juan Carlos Scannone.
Este amigo del papa insiste, sin embargo, en que tanto en Argentina como todavía hoy en Roma ha mantenido una buena relación con los dos principales teólogos de la liberación, Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff, ambos sancionados por Joseph Ratzinger.
Para saber más, viajo a Uruguay cruzando el Río de la Plata en barco, una travesía de tres horas desde Buenos Aires. Uno de los transbordadores se llama Papa Francisco. En Montevideo estoy citado con el cardenal Daniel Sturla, un prelado joven, afable y gay-friendly, que encarna la línea moderna de la Iglesia del papa Francisco. Sturla nos recibe, a Andrés y a mí, con una camisa negra de manga corta, y me fijo en el reloj Swatch que lleva en la muñeca, bien distinto de los relojes de lujo que ostentan muchos cardenales italianos. La entrevista, prevista para unos veinte minutos, dura más de una hora.
—El papa se encuadra en lo que aquí llamamos «teología del pueblo». Es una teología de la gente, de los pobres —me dice Sturla tomando un sorbo de mate.
Al igual que el Che, que lo compartía con sus soldados, Sturla insiste en que pruebe esta bebida tradicional amarga y estimulante en la calabaza, indicándome que aspire por la bombilla.
Para el cardenal Sturla la cuestión de la violencia es la diferencia fundamental entre «teología de la liberación» y «teología del pueblo». Según él, era legítimo que la Iglesia rechazara a los curas guevaristas que empuñaban las armas y se unían a las guerrillas latinoamericanas.
En Buenos Aires el pastor luterano Lisandro Orlov, no obstante, relativiza estas sutilezas:
—La teología de la liberación y la teología del pueblo se parecen. Yo diría que la segunda es la versión argentina de la primera. Es muy populista, digamos que peronista. Es muy típico de Bergoglio, que nunca fue de izquierdas pero sí peronista.
Por último, Marcelo Figueroa, un protestante que durante años presentó con Bergoglio un célebre programa televisivo sobre la tolerancia interreligiosa, y con quien conversé en el famoso café Tortoni de Buenos Aires, comenta:
—Se puede decir que Bergoglio es de izquierdas aunque, en materia de teología, es más bien conservador. ¿Peronista? No lo creo. Tampoco es un verdadero teólogo de la liberación. ¿Guevarista? Puede que simpatizara con las ideas del Che Guevara, pero no con su práctica. No se le puede encasillar. Es ante todo un jesuita.
Figueroa fue el primero que se atrevió a hacer una comparación con el Che. Otros curas argentinos con los que hablé también sacaron a relucir esta imagen. Es interesante. No, desde luego, la del Che Guevara marcial y criminal de La Habana, del compañero revolucionario sectario con sangre en las manos, ni la del guerrillero adoctrinado de Bolivia. La violencia teórica y práctica del Che no tiene nada que ver con Francisco. Pero el futuro papa no fue indiferente a esta «poesía del pueblo» y el mito del Che le fascinó, como a muchos argentinos y muchos jóvenes rebeldes de todo el mundo (Bergoglio tenía 23 años cuando estalló la Revolución cubana). ¿Cómo no iba a sentirse atraído por su compatriota, el joven médico de Rosario que sale de su país en moto para conocer las «periferias» latinoamericanas, el que descubre on the road la pobreza, la miseria, a los trabajadores explotados, a los indios y a todos los «condenados de la tierra»? Eso es lo que le gusta al papa, el «primer» Che, todavía compasivo, generoso y poco ideológico, con la rebelión a flor de piel y el ascetismo social, el que rechaza los privilegios y, siempre con un libro a mano, lee poesía. Si el pensamiento de Francisco se inclina de alguna manera hacia el guevarismo (y no hacia el castrismo ni el marxismo) no es tanto por su catecismo leninista como por su romanticismo un poco ingenuo, esa leyenda que en el fondo no coincide con la realidad.
Como vemos, nada más lejos de la imagen que la extrema derecha católica intenta endosar a Francisco, la de un «papa comunista» o «marxista», como dicen sin rodeos varios obispos y nuncios en Roma. Las acusaciones contra él van desde haber llevado a la isla de Lesbos refugiados musulmanes y no cristianos, favorecer a los sintecho o querer vender las iglesias para ayudar a los pobres hasta, por supuesto, haber hecho declaraciones gay-friendly. Estas críticas obedecen a una agenda política y no a una fe católica.
¿Francisco, comunista? ¡Las palabras tienen un sentido! Figueroa no sale de su asombro ante la mala fe de los adversarios de Bergoglio que, con sus cardenales de extrema derecha, los Raymond Burke y Robert Sarah, forman un movimiento al estilo del Tea Party estadounidense.

Antes de ser romanos, los principales enemigos del papa Francisco fueron argentinos. Es interesante remontarse al origen de la oposición a Bergoglio, muy reveladora para nuestro asunto. Detengámonos aquí en tres figuras destacadas en las circunstancias tan especiales de la dictadura argentina: el nuncio Pío Laghi, Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, y el futuro cardenal Leonardo Sandri.
El primero, nuncio en Buenos Aires de 1974 a 1980, no se malquistó con Jorge Bergoglio hasta mucho después, cuando, siendo ya cardenal, dirigió la Congregación para la Educación Católica. De todos modos durante sus años argentinos mantuvo una relación estrecha con las juntas militares, que fueron responsables de al menos 15.000 fusilamientos y
30.000 desapariciones, así como de un millón de exiliados. La actitud de Pío Laghi ha concitado muchas críticas, entre otras cosas porque el nuncio jugaba al tenis con uno de los dictadores. Aunque varias personas con las que hablé, como el teólogo y amigo del papa Juan Carlos Scannone y Eduardo Valdés, exembajador de Argentina en el Vaticano, quitan importancia a esta amistad y a su colaboración con la dictadura.
El arzobispo Claudio Maria Celli, que fue adjunto de Pío Laghi en Argentina a finales de los años ochenta, me dijo en una conversación que mantuvimos en Roma:
—Es cierto que Laghi se reunía con Videla [que lideró el golpe de Estado y presidió Argentina durante la dictadura], pero era una política más sutil de lo que se cuenta hoy. Trataba de influir en su línea de acción.
Los archivos desclasificados por el gobierno de Estados Unidos y también varios testimonios que recogí en Buenos Aires y en Roma señalan, por el contrario, que Pío Laghi fue cómplice de los militares, informador de la CIA y un homosexual introvertido. Los archivos del Vaticano, en cambio, que también se han desclasificado parcialmente, tienden a exculparle (como cabía esperar). Lo que se desprende de la lectura de las 4.600 notas y documentos de la CIA y del Departamento de Estado desclasificados, que hemos podido consultar minuciosamente, es ante todo la relación del nuncio con la embajada de Estados Unidos. En una serie de memorandos de 1975 y 1976 cuyo texto conservo, Laghi se lo cuenta todo al embajador estadounidense y sus colaboradores. En su presencia defiende constantemente la causa de los dictadores Videla y Viola, según él unos «hombres buenos» que querían «corregir los abusos» de la dictadura. El nuncio exculpa a los militares de sus crímenes y dice que la violencia la ejerce tanto el gobierno como la oposición «marxista». También niega ante los agentes estadounidenses que en Argentina exista persecución contra los curas. (Al menos diez fueron asesinados.)
Según mis fuentes, la homosexualidad de Pío Laghi podría explicar sus posiciones próximas a la dictadura, una matriz que se da con frecuencia. Por supuesto, la homosexualidad no le predestinaba a la colaboración, pero al hacerle vulnerable frente a los militares, que conocían su tendencia, pudo obligarle al silencio. No obstante, Laghi fue más lejos y optó por relacionarse con la mafia gay fascistoide que rodeaba al gobierno.
—Pío Laghi fue un aliado de la dictadura —zanja Lisandro Orlov, pastor luterano, uno de los que mejor conocen la Iglesia católica argentina y de los verdaderos opositores a la junta militar. Hablo con él varias veces en su casa de Buenos Aires y luego en París.
Una de las famosas Madres de la Plaza de Mayo, que reúnen a las madres de las víctimas, también ha declarado ante la justicia contra Laghi. En Buenos Aires pude ver las manifestaciones que celebraban las Madres todos los jueves a las 15.30 en la Plaza de Mayo.
En Argentina, varios periodistas de investigación con los que he hablado están indagando sobre los vínculos entre Laghi y la dictadura y sobre la doble vida del nuncio. Me hablan sobre todo de sus taxi-boys, un eufemismo argentino para decir prostitutos. En los próximos años saldrán a la luz más revelaciones.

Durante la dictadura, Héctor Aguer y Leonardo Sandri todavía eran unos curas jóvenes, influyentes, sin duda, pero sin grandes responsabilidades. El primero llegaría a ser arzobispo de La Plata muchos años después; el segundo, futuro nuncio y cardenal, fue nombrado «sustituto» del Vaticano («ministro del Interior») en el año 2000 y se convirtió en uno de los prelados más influyentes de la Iglesia católica durante los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ambos han sido tenaces enemigos de Jorge Bergoglio, quien, ya papa, obligó a Aguer a jubilarse apenas una semana después de cumplir los 75 años, y siempre mantuvo a raya a Sandri.
Según varios testimonios, los dos argentinos, que se hicieron amigos, eran «comprensivos» con la dictadura. Próximos a las corrientes más reaccionarias del catolicismo (el Opus Dei en el caso de Aguer, y más tarde los Legionarios de Cristo en el de Sandri), ambos fueron feroces adversarios de la teología de la liberación. El lema «Dios y Patria» del régimen, mezcla de revolución nacional y fe católica, les gustaba.
La prensa describe a Héctor Aguer como «ultraconservador» de la «derecha fascista», «cruzado», «cómplice de la dictadura» o «fundamentalista». Pese a su voz afectada —cuando nos reunimos con él citó de memoria en italiano fragmentos de Madama Butterfly—, también tiene fama de ser un homófobo recalcitrante. Él mismo reconoce haber estado en primera línea del combate contra el matrimonio gay en Argentina. Aunque niega cualquier afinidad ideológica con la dictadura, ataca con saña la teología de la liberación «que siempre ha estado infectada por el virus marxista».
—Aguer es la extrema derecha de la Iglesia argentina —me explica Miriam Lewin, una periodista argentina de Channel 13 que fue encarcelada durante la dictadura. (No pude hablar con Aguer durante mis viajes a Buenos Aires, pero mi investigador argentino y chileno, Andrés Herrera, le entrevistó en su casa de verano de Tandil, a 360 kilómetros de Buenos Aires. Aguer veraneaba allí en compañía de una treintena de seminaristas, y Andrés fue invitado a comer con el viejo arzobispo rodeado de sus «muchachos», como los llama, algunos de los cuales «reproducían todos los tópicos de la homosexualidad».)
En cuanto a Sandri, con quien pude hablar en Roma y que más tarde, como veremos, sería un personaje crucial del Vaticano, por entonces ya se situaba en la extrema derecha del espectro político católico. Amigo del nuncio Pío Laghi y enemigo de Jorge Bergoglio, falta de toda crítica hacia la dictadura llamó la atención y dio pie a muchos rumores sobre sus relaciones, su dureza política y su habilidad para el engatusamiento. Según el testimonio de un jesuita que estaba en el seminario menor con él, su juventud fue tormentosa y en el seminario se conocía su capacidad para crear problemas. Cuando todavía era adolescente «nos sorprendía con su afán de seducir intelectualmente a sus superiores, y les contaba todos los rumores que corrían sobre los seminaristas», me dice mi fuente.
Varios otros, como el teólogo Juan Carlos Scannone o el biblista Lisandro Orlov, me describen los años argentinos de Sandri y me dan informaciones de primera mano. Sus testimonios concuerdan. ¿Obligaron los rumores a Sandri, con su imagen inconformista, a marcharse de Argentina cuando cayó la dictadura? ¿Cogió el portante al sentirse en peligro? Es una posibilidad. El caso es que, siendo hombre de confianza de Juan Carlos Aramburu, arzobispo de Buenos Aires, Sandri fue enviado a Roma, donde se acabaría convirtiendo en un diplomático. Ya no volvería a vivir en su país. Fue destinado a Madagascar, luego a Estados Unidos, donde trabajó como adjunto de Pío Laghi en Washington y se codeaba con los ultraconservadores cristianos; después le nombraron nuncio apostólico en Venezuela y de allí pasó a México, donde los rumores sobre su vida mundana y su extremismo le persiguieron, según varios testimonios que he recogido en Caracas y en Ciudad
de México. En el año 2000 se asentó en Roma para convertirse en «ministro del Interior» de Juan Pablo II. (En su Testimonianza, el arzobispo Viganò acusa a Sandri, sin aportar pruebas, de haber encubierto abusos sexuales en el ejercicio de sus funciones en Venezuela y en Roma, y de haber estado «muy dispuesto a colaborar» en las «maniobras de encubrimiento».)

Así las cosas, la actitud de Jorge Bergoglio durante la dictadura parece más valiente de lo que se ha dicho. Comparado con Pío Laghi, Héctor Aguer, Leonardo Sandri, un episcopado cuya prudencia rozaba la connivencia, y con muchos curas que siguieron el juego del fascismo, el futuro papa dio muestras de un indiscutible espíritu de resistencia. No fue un héroe, desde luego, pero tampoco colaboró con el régimen.
El abogado Eduardo Valdés, que fue embajador de Argentina ante la santa sede en la década de 2010 y que es una persona próxima a la expresidenta del país Cristina Fernández, nos recibe a Andrés y a mí en su café privado «peronista» del centro de Buenos Aires. El hombre es lenguaraz; estupendo, le dejo que hable delante de una grabadora bien visible. Me resume la que a su juicio es la ideología de Francisco (una teología de la liberación con salsa argentina y peronista) y me informa sobre las complicidades eclesiásticas con la junta militar. También hablamos del nuncio Pío Laghi, del arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, del cardenal Leonardo Sandri y de muchos otros prelados que fueron adversarios notorios del cardenal Bergoglio. El embajador recuerda, ahora sin precaución, entre grandes carcajadas peronistas, las costumbres desvergonzadas y las francachelas de algunos obispos de la Conferencia Episcopal Argentina o de sus afines. De ser cierto, en este clero hay muchos curas de actitud rígida que en realidad tienen una doble vida. (Información confirmada por otros obispos y curas con los que he hablado en Buenos Aires y por el militante LGBT Marcelo Ferreyra, que tiene expedientes muy completos, elaborados por sus abogados, sobre los prelados más homófobos y «enclosetados» de Argentina.)
No tardaré en descubrir comportamientos parecidos en Chile, México, Colombia, Perú, Cuba y el resto de los 11 países latinoamericanos donde hice indagaciones para este libro. Y siempre me topé con esta regla de Sodoma, ya bien confirmada y que el futuro papa comprendió durante sus años argentinos: el clero más homófobo suele ser el más practicante.

Hay un último aspecto que permite explicar las posiciones del cardenal Bergoglio cuando llegó a papa: el debate sobre las uniones civiles (2002-2007) y el matrimonio (2009-2010). Contra todo pronóstico, en julio de 2010 Argentina se convirtió en el primer país latinoamericano que permitió el matrimonio para las parejas del mismo sexo.
Se ha vertido mucha tinta sobre la actitud equívoca del futuro papa, que nunca fue muy claro al respecto cuando estaba en Buenos Aires. Para resumir su postura podría decirse que Francisco ha sido relativamente moderado en materia de uniones civiles y no ha querido incitar a los obispos a echarse a la calle, pero se ha opuesto con todas sus fuerzas al matrimonio homosexual. En Argentina las uniones civiles se extendieron poco a poco, a raíz de decisiones locales, lo que dificultó una movilización de gran amplitud; mientras que el matrimonio, debatido en el parlamento con el respaldo de la entonces presidenta Fernández, suscitó un debate nacional.
Los detractores de Bergoglio señalan que también fue ambiguo sobre las uniones civiles y se contradijo cuando estas fueron aprobadas en el distrito de Buenos Aires. En realidad, como no dijo casi nada, ¡habrá que interpretar sus silencios!
—Yo creo que Jorge [Bergoglio] era favorable a las uniones civiles. A su juicio era una ley que ampliaba los derechos civiles. Las habría aceptado si [el Vaticano] no se hubiera cerrado en banda —comenta Marcelo Figueroa.
Los amigos más íntimos del futuro papa con los que hablé destacan las trabas que puso Roma a las iniciativas de Bergoglio a favor de los homosexuales. Según ellos, Bergoglio comentaba en privado que esa ley era un buen compromiso para evitar el matrimonio. «Estaba muy aislado», señalan sus amigos, añadiendo que entre el Vaticano y el futuro papa se entabló una durísima pelea. Ante la falta de apoyos y la ambigüedad de los curas argentinos, Bergoglio acabó renunciando a sus ideas más abiertas.
El hombre clave de Roma en Argentina era, justamente, el arzobispo de La Plata, Héctor Aguer. Benedicto XVI contaba con este homófobo visceral para poner coto a las ideas demasiado «violentamente moderadas» de Bergoglio. En su afán por quitarse de enmedio al cardenal de Buenos Aires, Benedicto XVI, según comentan, le prometió a Aguer que lo nombraría para ocupar su puesto en cuanto el otro cumpliera la edad límite de 75 años (Aguer hizo afirmaciones en este sentido). Sintiéndose respaldado desde las alturas, Aguer, por lo general afeminado, reforzó su faceta más machista. Rodeado de una retahíla de niños bonitos y efebos seminaristas, el prelado lanzó una campaña furibunda contra las uniones civiles y el matrimonio homosexual.
—Los cardenales Sodano y Sandri, y luego Bertone, dirigían desde Roma las maniobras argentinas contra Bergoglio apoyándose, sobre el terreno, en el arzobispo Héctor Aguer y el nuncio Adriano Bernardini —me explica Lisandro Orlov.
(El día en que eligieron a Francisco, Aguer estaba tan despechado que no hizo que tocaran las campañas del arzobispado de La Plata, como manda la tradición; el nuncio Bernardini enfermó por el disgusto…)
Por tanto, el futuro papa no tenía ningún margen de maniobra frente a Roma. Los testigos confirman, por ejemplo, que el Vaticano replicó a todos los nombres de sacerdotes propuestos para obispos por Bergoglio, generalmente progresistas, nombrando candidatos conservadores.
—Héctor Aguer quiso tenderle una trampa a Bergoglio. Radicalizó las posiciones de la Iglesia católica sobre el matrimonio para obligarle a salir de su mutismo. Para comprender a Bergoglio hay que escuchar sus silencios sobre las uniones civiles y sus palabras contra el matrimonio homosexual —sigue explicando Lisandro Orlov.
Una opinión confirmada por el padre Guillermo Marcó, por entonces asistente personal y portavoz del cardenal Bergoglio, que nos recibe, a Andrés y a mí, en su despacho, una antigua nunciatura convertida en fundación universitaria, situada en el centro de Buenos Aires:
—El Vaticano era contrario a las uniones civiles y Bergoglio, como arzobispo, debía seguir esa línea. Yo era el portavoz y le aconsejé soslayar el tema, no hablar de uniones civiles para no tener que criticarlas. A fin de cuentas, era una unión sin sacramento y no se trataba de un matrimonio, ¿por qué hablar de ello? Jorge aprobó esa estrategia. Informé a las organizaciones homosexuales de Buenos Aires de que no nos pronunciaríamos al respecto y de que les pedíamos que no se mezclaran en esa batalla, ese era nuestro objetivo —me indica Marcó.
Un buen profesional, joven y gay-friendly, el padre Marcó. Hablamos un buen rato delante de una pequeña Nagra encendida y muy visible, la marca de grabadora preferida por los periodistas profesionales de radio. Recordando una batalla clásica, me explica el eterno conflicto entre los curas de ciudad y los curas de campo:
—El cardenal Bergoglio vivía en Buenos Aires, en una zona urbana, a diferencia de los otros obispos, que ejercían en provincias o en zonas rurales. En contacto con esta gran ciudad, evolucionó mucho. Comprendió lo que pasaba con la droga, con la prostitución, los desafíos de los barrios, de la homosexualidad. Se convirtió en un obispo urbano.
Según dos fuentes distintas, el cardenal Bergoglio se mostró comprensivo con los curas argentinos que bendecían las uniones homosexuales.
Sin embargo, en 2009, cuando se entabla el debate sobre el matrimonio de las parejas del mismo sexo, la actitud del arzobispo Jorge Bergoglio cambia. Eso fue después de su fracaso en el cónclave, al que no logró convencer de su postura, frente a Joseph Ratzinger. ¿Será que quería dar garantías?
El caso es que Bergoglio se vuelve beligerante, tiene palabras muy duras contra el matrimonio homosexual («un ataque que pretende destruir los planes de Dios») y convoca a los políticos, como al alcalde de Buenos Aires, para sermonearles. Se opone públicamente a la presidenta de la nación, Cristina Fernández, con quien mantiene un pulso que cobra visos de arreglo de cuentas, y acaba perdiendo. El futuro papa también intenta acallar a los curas que se expresan a favor del matrimonio homosexual, les sanciona y anima a las escuelas católicas a salir a la calle. Esta imagen de dureza contrasta, al menos, con la del papa que pronunciará su famoso «¿Quién soy yo para juzgar?». Bergoglio no es Francisco, resume con una sentencia ácida la periodista Miriam Lewin.
El pastor luterano argentino Lisandro Orlov, por su parte, añade:
—¡Eso explica que en Buenos Aires todos se pusieran en contra de Bergoglio! Aunque no todos se han vuelto partidarios de Francisco desde que es papa.
Sin embargo, los militantes homosexuales que se enfrentaron a Bergoglio en el asunto del matrimonio reconocen que había que tener en cuenta la situación. Tal es la opinión de Osvaldo Bazán, autor de una imprescindible historia de la homosexualidad:
—Cabe recordar que el cardenal Antonio Quarracino, arzobispo de Buenos Aires, ¡quería deportar a los homosexuales a una isla! En cuanto a Héctor Aguer, es tan caricaturesco que mejor no hablar de él. Bergoglio tuvo que tomar posición ante este ambiente visceralmente homófobo —me dice.
Al parecer, el cardenal Bergoglio también se mostró comprensivo con el obispo de Santiago del Estero, Juan Carlos Maccarone, cuando le denunciaron por homosexual. Este prelado, muy respetado y próximo a la teología de la liberación, tuvo que dimitir después que el Vaticano y los medios recibieran una cinta de vídeo donde se le veía con un joven de 23 años. Bergoglio, convencido de que era un arreglo de cuentas político y un chantaje, encargó a su portavoz Guillermo Marcó que le defendiera y expresara su «afecto y comprensión» al prelado. En cambio, el papa Benedicto XVI presionó para que fuera apartado.
(Sobre otro escándalo: no voy a ocuparme aquí del caso de Julio Grassi porque supera los límites de este libro. Según varios medios, el cura argentino, sospechoso de cometer abusos sexuales con 17 menores, contó con la protección de Bergoglio, que llegó a proponer a la Conferencia Episcopal, siendo su presidente, que pagara la defensa del abusador, y realizó una contrainvestigación para tratar de disculparle. En 2009 el padre Grassi fue condenado a quince años de cárcel, pena confirmada por la Corte Suprema de Justicia argentina en 2017.)
Uno de los especialistas en religión católica argentina, consejero influyente del gobierno actual, resume de este modo el debate:
—¿Qué espera usted de Francisco? Es un sacerdote peronista de 82 años. ¿Cómo quiere que a esa edad sea moderno y progresista? Es más bien de izquierdas en asuntos sociales y más bien de derechas en asuntos morales y de sexualidad. ¡Es un tanto ingenuo esperar que un viejo peronista sea progresista!
De modo que las posiciones del cardenal Bergoglio hay que situarlas en este contexto general. Según uno de sus allegados, fue «conservador sobre el matrimonio, pero no homófobo». Y añade, diciendo en voz alta lo que todos piensan para sus adentros:
—Si Jorge Bergoglio se hubiera mostrado favorable al matrimonio gay, nunca le habrían elegido papa.

EL SÍNODO

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